El levantamiento de los obreros y soldados de Petogrado, en febrero de 1917, marcó el inicio de la revolución rusa. Traída a escena por la Primera Guerra Mundial y el despotismo zarista, el violento despertar de las masas decidió el final de Nicolás II pero no significó que aquellas conquistaran el poder. Es cierto que se daba por descontado que la caída del zar provocaría cambios profundos, lo que no estaba claro era el camino que tomarían los acontecimientos...

El levantamiento de los obreros y soldados de Petogrado, en febrero de 1917, marcó el inicio de la revolución rusa. Traída a escena por la Primera Guerra Mundial y el despotismo zarista, el violento despertar de las masas decidió el final de Nicolás II pero no significó que aquellas conquistaran el poder. Es cierto que se daba por descontado que la caída del zar provocaría cambios profundos, lo que no estaba claro era el camino que tomarían los acontecimientos. Para los círculos más perspicaces de la burguesía, del alto estado mayor, de la burocracia del Estado o la alta jerarquía clerical la gravedad de la situación era tan evidente que las maniobras políticas, con el fin de preservar el poder, se sucedieron frenéticamente. La necesidad de lavar la cara del régimen para lograr que permaneciese en pie, hizo que lo que hasta ayer parecía imposible se convirtiera en perfectamente factible. Se inició un periodo de hipocresía y doble lenguaje para embaucar al pueblo.

Después de las jornadas de Febrero no cabía pensar en un enfrentamiento abierto con el pueblo insurrecto, y mucho menos recurrir a las tropas contagiadas por la euforia revolucionaria, aunque algunos carcamales lo anhelaran. Había que buscar otras opciones más realistas si se quería contener el vendaval que se venía encima; por eso, cuando las cabezas más destacadas de la “inteligentsia progresista” ofrecieron su colaboración activa para encauzar la situación, se produjo una sensación de respiro. La burguesía liberal, espectadora pasiva de las grandes movilizaciones armadas de San Petersburgo, fue catapultada al gobierno del país, no por mérito propio, sino por decisión de la izquierda conciliadora. Y así, un sistema político moribundo pero empeñado en sobrevivir logró mantenerse a flote.

LA FARSA DE LA COLABORACIÓN DE CLASES

El derrotero de las revoluciones no sigue jamás un curso rectilíneo o prefijado, es mucho más caprichoso y contradictorio de lo que piensan algunos doctrinarios, dicho lo cual no es menos cierto que la revolución y la contrarrevolución tienen leyes generales que invariablemente se hacen presentes tarde o temprano. También es un hecho que en cada revolución social profunda, la conciencia de las masas no se forja de una vez por todas. En las etapas iniciales, después de los primeros triunfos, el ambiente de euforia y confraternización prepara el terreno para los oportunistas y arribistas. Esa atmósfera prevaleció en los meses posteriores a Febrero, cuando el éxito de las masas fue monopolizado por los campeones de la conciliación.

Los dirigentes de los partidos eserista y menchevique constituían ese ala conciliadora, y aunque en tiempos pasados habían disputado entre sí por cuestiones doctrinarias (unos bebían de la tradición populista y anarquista, incluso terrorista, y otros tenían un origen marxista del que habían renegado), ahora estaban solidamente unidos por el espíritu del social-patriotismo y una opinión común respecto a la naturaleza “burguesa” de la revolución rusa. Partiendo de este presupuesto fundamental, el Comité Ejecutivo del Sóviet, dominado por ellos, propuso al comité provisional de la Duma , integrado por políticos burgueses y del viejo régimen, la formación de un Gobierno provisional que se hicieran cargo del poder. Ambos órganos, el Comité del Soviet y el Gobierno provisional, representativos de un poder dual y contradictorio, se apresuraron a protagonizar la gran farsa de la colaboración en aras del “interés nacional y la revolución”.

Siguiendo sus propios presupuestos teóricos, las organizaciones reformistas y los políticos burgueses elevados al poder tenían reformas urgentes que llevar a cabo: acabar con la guerra, repartir la tierra, desarrollar la industria y mejorar el abastecimiento, resolver el problema nacional… cuestiones todas ellas que no traspasaban los límites de las realizaciones democrático-burguesas más elementales. Pero ninguna fue abordada satisfactoriamente. Es más, los hechos demostraron que todas sus promesas a favor de un futuro mejor fueron traicionadas descaradamente.

La burguesía rusa estaba atada a las potencias imperialistas del bloque aliado por sus negocios y pretensiones anexionistas, de lo que resultaba una prioridad su apoyo a una guerra impopular que ya había causado millones de muertos y prisioneros. También eran muchos los vínculos que ataban a esa misma burguesía con la propiedad terrateniente —sobre la que pesaban hipotecas por valor de miles de millones de rublos—; en la práctica muchos burgueses eran a la vez terratenientes y viceversa. Por otro lado, las audaces exigencias de la clase obrera en lo referido a la reducción de la jornada laboral, mejora de los salarios y las condiciones de seguridad, de los servicios sociales y la educación, hacían peligrar la tasa de beneficios de los capitalistas que tanto habían crecido con el lucrativo negocio de la guerra.

En tales circunstancias la política de colaboración de clases se acentuó. Los mencheviques y eseristas sacrificaron todos sus principios “socialistas” en aras del entendimiento con la burguesía. ¿Qué significaba eso? En primer lugar, engañar a los campesinos con discursos mientras renunciaban a la reforma agraria y velaban por la propiedad latifundista. En segundo lugar, traicionar las ansias de paz de los soldados, continuando la guerra hasta la “victoria final” para satisfacción de los aliados y su política imperialista. En tercer lugar, enfrentarse a los trabajadores y sus reivindicaciones que “amenazaban” la prosperidad. Y, en cuarto, pero no menos importante, negar el derecho de autodeterminación a las nacionalidades y naciones oprimidas por la bota del zarismo para regocijo del chovinismo gran ruso. Los gobiernos de colaboración de clases que se fueron sucediendo desde las jornadas de Febrero hasta la insurrección de Octubre no cumplieron ninguna de sus promesas, lo que no les impidió exigir constantes sacrificios a una población exhausta.

Frente a este bloque que trataba de liquidar el poder obrero surgido de la revolución, se alzó un partido todavía minoritario pero que denunció incansablemente esta política y su responsabilidad en conducir a Rusia hacia la catástrofe. Lenin y el Partido Bolchevique, con una posición de clase intransigente, pusieron al descubierto las bases fraudulentas de esta coalición frente-populista. Todavía desde el exilio, Lenin telegrafió a sus correligionarios el 6 de marzo de 1917: “Nuestra táctica: desconfianza absoluta, negar todo apoyo al Gobierno provisional (...) no hay más garantía que armar al proletariado”. Y tras pisar suelo ruso en el mes de abril, en sus primeras palabras al llegar a la estación de Finlandia de Petrogrado, afirmó desafiante: “No está lejos el día en que, respondiendo a nuestro camarada Karl Liebknecht, los pueblos volverán las armas contra sus explotadores (...) La revolución rusa (...) ha iniciado una nueva era. Viva la revolución socialista mundial”.

Durante la revolución de Febrero, el proletariado y los soldados (en su inmensa mayoría campesinos en uniforme) habían establecido a través de los sóviets un embrión de poder obrero que disputaba el gobierno de la sociedad a las viejas instituciones del Estado zarista y a las nuevas que la burguesía y los conciliadores trataban de levantar. Los partidos reformistas subordinaron ese poder embrionario a la burguesía, como un paso necesario para suprimirlo cuando llegara el momento adecuado. Y fue precisamente esa política de conciliación lo que aceleró la radicalización y la desconfianza de amplias capas de la clase trabajadora. La papilla envenenada que suministraban los mencheviques y eseristas en sus discursos rimbombantes, no podía ocultar la permanencia del viejo estado de cosas, la misma explotación y el mismo saqueo practicado por las clases dominantes de Rusia.

Como los grandes marxistas, Lenin se apoyó en la experiencia viva de los acontecimientos para poner al día la teoría y las tareas del movimiento. Combatió a todos aquellos que querían constreñir el movimiento revolucionario a los límites de la llamada “república democrática”, una sombra fantasmagórica y demagógica sobre la que se erguía el poder de los capitalistas, los terratenientes y el Estado Mayor. ¿Cómo llevar a cabo entonces la entrega de la tierra a los campesinos, la paz sin anexiones, la libertad para las nacionalidades oprimidas y el progreso para el pueblo trabajador? Aunque podía suponerse que estas demandas no transgredían el límite de la democracia burguesa, Lenin señalaba que serían satisfechas sólo cuando la clase obrera, en alianza con los campesinos pobres y los soldados, tomara el poder iniciando la transformación socialista de la sociedad. El programa de Lenin pronto se convertiría en la plataforma política del partido bolchevique y de la revolución de Octubre.

LA TEORÍA MARXISTA DE LA REVOLUCIÓN

Marx y Engels enseñaron que las condiciones objetivas para la construcción del socialismo se encontraban maduras en los países capitalistas más avanzados. Esta idea, que ha sido utilizada de manera abusiva para respaldar todo tipo de conclusiones, no es mas que el reconocimiento de que el socialismo necesita de un alto grado de desarrollo de las fuerzas productivas para hacerse realidad. Marx y Engels jamás afirmaron que la clase obrera debería abstenerse de tomar el poder en los países capitalistas atrasados, o que debiera subordinarse políticamente a la burguesía para llevar a cabo las tareas democráticas de la revolución.

La experiencia revolucionaria de 1848 proporcionó grandes enseñanzas y clarificó mucho de la actitud de la burguesía en aquellas circunstancias históricas:

           “La burguesía alemana se había desarrollado con tanta languidez, tan cobardemente y con tal lentitud que, en el momento en que se opuso amenazadora al feudalismo y al absolutismo, se encontró con la oposición del proletariado y de todas las capas de la población urbana cuyos intereses e ideas eran afines a los del proletariado. Y se vio hostilizada no sólo por la clase que estaba detrás, sino por toda la Europa que estaba delante de ella. La burguesía prusiana no era, como la burguesía francesa de 1789, la clase que representaba a toda la sociedad moderna frente a los representantes de la vieja sociedad: la monarquía y la nobleza. Había descendido a la categoría de un estamento tan apartado de la corona como del pueblo, pretendiendo enfrentarse con ambos e indecisa frente a cada uno de sus adversarios por separado, pues siempre los había visto delante o detrás de sí misma; inclinada desde el primer instante a traicionar al pueblo y a pactar un compromiso con los representantes coronados de la vieja sociedad, pues ella misma pertenecía ya a la vieja sociedad”.

Marx y Engels refutaron que la burguesía europea pudiese encabezar una lucha consecuente por las reivindicaciones democráticas en las condiciones del desarrollo capitalista de mediados del siglo XIX. Esa era precisamente la característica contrarrevolucionaria de su etapa de madurez, a diferencia de su época ascendente cuando liquidó el feudalismo y unificó la nación (Inglaterra 1640 o Francia 1789). Insistieron en ello y alertaron a la vanguardia obrera de la necesidad de pelear por sus propios objetivos de clase, independientes también de la pequeña burguesía:

           “La actitud del partido obrero revolucionario ante la democracia pequeñoburguesa es la siguiente: marcha con ella en la lucha por el derrocamiento de aquella fracción a cuya derrota aspira el partido obrero; marcha contra ella en todos los casos en que la democracia pequeñoburguesa quiere consolidar su posición en provecho propio. Muy lejos de desear la transformación revolucionaria de toda la sociedad en beneficio de los proletarios revolucionarios, la pequeña burguesía democrática tiende a un cambio del orden social que pueda hacer su vida en la sociedad actual lo más llevadera y confortable (...) Mientras que los pequeños burgueses democráticos quieren poner fin a la revolución lo más rápidamente que se pueda, después de haber obtenido, a lo sumo, las reivindicaciones arriba mencionadas, nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada la dominación de las clases más o menos poseedoras, hasta que el proletariado conquiste el poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle, y no en un solo país, sino en todos los países dominantes del mundo, en proporciones tales, que cese la competencia entre los proletarios de estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado. Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”.

Desde entonces, la lucha entre reformismo y revolución, independencia de clase o colaboración con la burguesía, polarizaron y dividieron la socialdemocracia europea y rusa. La polémica cobró una nueva perspectiva a la luz de los acontecimientos del año 1905 cuando la revolución estalló en San Petersburgo y Moscú. En ese momento, una mayoría de dirigentes de la Segunda Internacional, incluidos los rusos, consideraban que Rusia necesitaba de una revolución burguesa nacional para convertirse en un país capitalista moderno y abatir los vestigios de feudalismo. De aquí se desprendía una idea cardinal: el proletariado debía limitarse a actuar como fuerza auxiliar de la burguesía liberal sin sobrepasar el marco de las reivindicaciones democráticas burguesas, y sólo después de un período prolongado (e indefinido) de desarrollo capitalista, la clase obrera agruparía las fuerzas suficientes para iniciar la transformación de la sociedad, utilizando los mecanismos del parlamentarismo. En definitiva, la revolución se presentaba como una sucesión de etapas: primero, una fase democrático burguesa, y luego, la fase socialista.

La teoría etapista de la revolución, en la medida que convertía en un fin estratégico la defensa de la democracia burguesa, llevó inevitablemente a que la mayoría de los líderes de la Segunda Internacional capitularan ante sus burguesías nacionales en 1914. Posteriormente prestarían su entusiasta colaboración para aplastar la revolución en Rusia y en numerosos países europeos.

Frente a esta distorsión de los fundamentos del socialismo se rebelaron Rosa Luxemburgo, Lenin y Trotsky. La batalla contra el revisionismo se libró sobre el concepto de clase del Estado y la democracia, el papel del parlamentarismo burgués y las reformas bajo el capitalismo, el sindicalismo y el partido, la política de alianzas o el imperialismo y las crisis, entre otros aspectos relevantes.

En el caso de Rusia, Lenin había estudiado tempranamente la cuestión en su famoso libro El desarrollo del capitalismo en Rusia, y sus conclusiones fueron posteriormente realzadas por Rosa Luxemburgo y Trotsky. Rusia se había incorporado tarde a la economía capitalista mundial y sufría una fuerte dependencia de los capitales exteriores, franceses e ingleses mayoritariamente. Su estructura económica y social estaba marcada por la supervivencia de relaciones semifeudales: la servidumbre de la gleba había sido abolida en 1861, pero la tierra no se repartió sino que sufrió un proceso agudo de concentración en manos de una oligarquía de nobles y burgueses terratenientes. Millones de campesinos desposeídos arrastraban una vida miserable en la aldea, y los pequeños propietarios y arrendatarios sobrevivían con enormes privaciones.

El atraso endémico del campo coexistía con las grandes fábricas e industrias de los principales núcleos urbanos, muchas de ellas altamente tecnificadas. La burguesía liberal, aunque no tenía en sus manos el monopolio del poder político del Estado —bajo control del zar y la nobleza—, sí formaba un bloque social y económico con el régimen autocrático, que por otra parte velaba por sus lucrativos negocios. En todas las ocasiones en que pudo encabezar la lucha contra el zarismo, como en 1905, la burguesía liberal optó por aliarse con él contra la acción revolucionaria del proletariado. Demostró que su defensa de la democracia terminaba allí donde empezaban sus ingresos y privilegios.

Respondiendo a estas posturas reformistas, los marxistas rusos demostraron que la burguesía, debido a su debilidad y a su dependencia del capital imperialista, era incapaz de llevar a cabo las tareas de su propia revolución: la reforma agraria, el desarrollo industrial y el fin de la opresión nacional. No era la burguesía, sino la clase obrera encabezando a la nación, especialmente a las masas de campesinos pobres, la que tenía en sus manos la resolución de dichos problemas. León Trotsky lo resumió en su teoría de la revolución permanente:

           “La idea de la revolución permanente fue formulada por los grandes comunistas de mediados del siglo XIX, por Marx y sus adeptos, por oposición a la ideología democrática, la cual, como es sabido, pretende que, con la instauración de un Estado ‘racional’ o democrático, no hay ningún problema que no pueda ser resuelto por la vía pacífica, reformista o progresiva. Marx consideraba la revolución burguesa de 1848 únicamente como un preludio de la revolución proletaria. Y, aunque ‘se equivocó’, su error fue un simple error de aplicación, no metodológico. (...) El ‘marxismo’ vulgar se creó un esquema de la evolución histórica según el cual toda sociedad burguesa conquista tarde o temprano un régimen democrático, a la sombra del cual el proletariado, aprovechándose de las condiciones creadas por la democracia, se organiza y educa poco a poco para el socialismo. Sin embargo, el tránsito al socialismo no era concebido por todos de un modo idéntico: los reformistas sinceros (tipo Jaurès) se lo representaban como una especie de fundación reformista de la democracia con simientes socialistas. Los revolucionarios formales (Guesde) reconocían que en el tránsito al socialismo sería inevitable aplicar la violencia revolucionaria. Pero tanto unos como otros consideraban a la democracia y al socialismo, en todos los pueblos, como dos etapas de la evolución de la sociedad no sólo independientes, sino lejanas una de otra. (...)

           La teoría de la revolución permanente, resucitada en 1905, declaró la guerra a estas ideas, demostrando que los objetivos democráticos de las naciones burguesas atrasadas conducían, en nuestra época, a la dictadura del proletariado, y que ésta ponía a la orden del día las reivindicaciones socialistas. En esto consistía la idea central de la teoría. Si la opinión tradicional sostenía que el camino de la dictadura del proletariado pasaba por un prolongado período de democracia, la teoría de la revolución permanente venía a proclamar que, en los países atrasados, el camino de la democracia pasaba por la dictadura del proletariado (...) El segundo aspecto de la teoría caracteriza ya a la revolución socialista como tal. A lo largo de un período de duración indefinida y de una lucha interna constante, van transformándose todas las relaciones sociales. La sociedad sufre un proceso de metamorfosis. (...) En esto consiste el carácter permanente de la revolución socialista como tal (...) El carácter internacional de la revolución socialista, que constituye el tercer aspecto de la teoría de la revolución permanente, es consecuencia inevitable del estado actual de la economía y de la estructura social de la humanidad. El internacionalismo no es un principio abstracto, sino únicamente un reflejo teórico y político del carácter mundial de la economía, del desarrollo mundial de las fuerzas productivas y del alcance mundial de la lucha de clases. La revolución socialista empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas (...) Considerada desde este punto de vista, la revolución socialista implantada en un país no es un fin en sí, sino únicamente un eslabón de la cadena internacional. La revolución internacional representa de suyo, pese a todos los reflujos temporales, un proceso permanente”.

En abril de 1917, las ideas de Trotsky y el programa leninista de la revolución confluyeron plenamente. Lenin expuso sus famosas Tesis de Abril   en varias reuniones de militantes bolcheviques y mencheviques, causando sensación entre la base y hostilidad entre los dirigentes mencheviques y muchos de los llamados “viejos bolcheviques”. Las ideas esenciales de las Tesis se pueden resumir en los siguientes puntos: A) La guerra es imperialista, de rapiña. Es imposible acabar con ella, con una paz democrática, sin derrocar el capitalismo. B) La tarea de la revolución es poner el poder en manos del proletariado y los campesinos pobres. Ningún apoyo al Gobierno Provisional. No a la república parlamentaria, volver a ella desde los sóviets es un paso atrás. Por una república de los sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos. C) Supresión de la burocracia, el ejército y la policía. Armamento general del pueblo. D) Nacionalización de todas las tierras y puesta a disposición de los sóviets locales de jornaleros y campesinos. E) Nacionalización de la banca bajo control obrero. F) La revolución rusa es un eslabón de la revolución socialista mundial. Hay que construir inmediatamente una internacional revolucionaria, rompiendo con la Segunda Internacional.

No sólo las Tesis, otros folletos y escritos, como La catástrofe que nos amenaza y como combatirla, de septiembre de 1917, representaban una consistente respuesta a las teorías etapistas y frente-populistas. Es sabido que Lenin reorientó enérgicamente las filas bolcheviques hacia la toma del poder defendiendo el carácter socialista de la revolución rusa. Sólo rompiendo con las relaciones de propiedad capitalista y expropiando al capital financiero, derrocando el Estado burgués y sustituyéndolo por un Estado obrero de transición, sería posible instaurar un régimen realmente democrático.

EL OCTUBRE SOVIÉTICO

La fase abierta con la revolución de Febrero frustró todas las expectativas de una población llevada al límite: ninguna de las reformas prometidas se concretó, pero los capitalistas y el Estado Mayor ruso, conscientes de que los meses transcurridos no habían servido para descarrilar el movimiento, preparaban cuidadosamente un golpe contrarrevolucionario.

Ese tiempo supuso una gran escuela para millones de obreros, campesinos y soldados. Las jornadas de Julio, la represión contra los bolcheviques, la ofensiva en el frente occidental, el intento de golpe fascista de Kornílov... todos estos acontecimientos, y las conclusiones que las masas derivaron de ellos, terminaron por inclinar la balanza a favor de los bolcheviques y la política de Lenin y Trotsky. El apoyo al partido y al programa de la revolución socialista creció irresistiblemente en los sóviets, los regimientos y el campo.

Las semanas previas a Octubre pusieron de manifiesto la importancia del factor subjetivo, es decir, el partido y su dirección. La comprensión correcta de la situación del momento, la evaluación sobria de la correlación de fuerzas entre las clases y la confianza en los trabajadores revolucionarios, hicieron posible el triunfo.

           “En 1917 — escribía Trotsky— Rusia atravesaba por una crisis social extrema. Sin embargo, las lecciones de la historia nos permiten decir con certeza que de no haber existido el Partido Bolchevique, la colosal energía revolucionaria de las masas se hubiera despilfarrado en explosiones esporádicas y que la culminación de las grandes conmociones hubiera sido la más severa dictadura contrarrevolucionaria. La lucha de clases es el gran motor de la historia. Necesita un programa justo, un partido fir¬me, una dirección valiente y digna de confianza; no héroes de salón y del conciliábulo parlamentario, sino revolucionarios dispuestos a llegar hasta el fin. Esta es la gran lección de la Revolución de Octubre”.

La decisión final del Comité Central bolchevique, reunido el día 10, fue trascendental. Después de que la mayoría de los sóviets de obreros, soldados y campesinos, junto con los regimientos y los cuarteles de Petrogrado se hubieran pronunciado por el poder de los sóviets y contra el gobierno capitalista, las condiciones para la insurrección estaban maduras. En palabras de Lenin, la historia no perdonaría a los revolucionarios que pudiendo vencer hoy corren el riesgo de perderlo todo si aguardan a mañana.

El Comité Militar Revolucionario (CMR), organismo militar creado por los bolcheviques y encabezado por Trotsky, agrupaba a 200.000 soldados, 40.000 guardias rojos y decenas de miles de marineros. El 24 de octubre (7 de noviembre según el calendario vigente en Rusia en aquel entonces), las tropas del CMR, coordinadas desde el Instituto Smolny, trabajaron durante todo el día y toda la noche ocupando puentes, estaciones, cruces, edificios... Veinticuatro horas después, el Palacio de Invierno estaba tomado y los ministros del Gobierno de coalición detenidos. El último reducto del poder burgués había pasado a manos del CMR prácticamente de forma incruenta. Ese mismo día, el II Congreso de los Sóviets, con mayoría bolchevique y de los eseristas de izquierdas, tomaba el poder en sus manos y alumbraba al primer gobierno obrero de la historia. El internacionalismo proletario fue inscrito en la primera resolución aprobada por el Congreso: un llamamiento a todos los pueblos en guerra para luchar por una paz democrática y sin anexiones. Los trabajadores de Rusia habían dado el primer paso, habían señalado a los oprimidos del mundo el camino a seguir, que era posible derrocar el capitalismo y empezar a construir una sociedad nueva.

La opinión pública burguesa y sus académicos a sueldo han intentado, y siguen intentándolo generación tras generación, descalificar la revolución de Octubre con todos los medios a su alcance. De entre la montaña de calumnias y distorsiones vertidas a lo largo de casi un siglo, la más persistente y afirmada en decenas de libros y folletos que son presentados como trabajos respetables y “científicos”, transforma el Octubre soviético en un golpe de Estado que truncó, supuestamente, el florecimiento de un régimen democrático y parlamentario. Pero la verdad histórica no se puede conciliar con esta visión. Lejos de una democracia parlamentaria burguesa, el fracaso de Octubre habría dado paso a una dictadura militar fascista, un régimen de horror y represión más sangriento, si cabe, que el zarismo.

Constantemente se ha intentado estigmatizar la revolución de Octubre como una orgía de sangre y violencia, otra distorsión absolutamente contraria a la verdad. La insurrección en Petrogrado, la capital revolucionaria, fue esencialmente pacífica y se hizo de forma democrática: la aplastante mayoría de la clase obrera, los campesinos y los soldados, representados en los sóviets de toda Rusia, respaldaban a los bolcheviques y su programa de “paz, pan y tierra” y “todo el poder a los soviets”. El carácter democrático y popular de esa revolución fue advertido por todos los testigos de aquellos sucesos, incluso por los que no compartían sus fines pero no estaban nublados por el odio de clase. El nuevo orden revolucionario se tenía que levantar sobre la participación consciente de las masas, sin la cual la revolución estaría abocada al fracaso. En diciembre de 1917 Lenin señalaba:

           “Una de las tareas más importantes, si no la más importante, de la hora presente consiste en desarrollar con la mayor amplitud esa libre iniciativa de los obreros y de todos los trabajadores y explotados en general en su obra creadora de organización. Hay que desvanecer a toda costa el viejo prejuicio absurdo, salvaje, infame y odioso de que sólo las llamadas ‘clases superiores’, sólo los ricos o los que han cursado la escuela de las clases ricas, pueden administrar el Estado, dirigir la estructura orgánica de la sociedad capitalista”.

El III Congreso de los Sóviets de toda Rusia (enero de 1918) aprobó una directiva traspasando todos los poderes de la vieja administración zarista a los sóviets locales: “Todo el país tiene que quedar cubierto por una red de nuevos sóviets”. En ese congreso, Lenin insistió que las masas debían tomar la iniciativa: “…se envían con mucha frecuencia al gobierno delegaciones de obreros y campesinos que preguntan cómo deben proceder, por ejemplo, con estas o aquellas tierras. Y yo mismo me he encontrado con situaciones embarazosas al ver que no tenían un punto de vista muy definido. Y les decía: ustedes son el poder, hagan lo que deseen hacer, tomen todo lo que les haga falta, les apoyaremos”. Pocos meses después, el congreso del Partido Bolchevique, declararía que “una minoría, el partido, no puede implantar el socialismo. Podrán implantarlo decenas de millones de seres cuando aprendan a hacerlo ellos mismos”.

Octubre alumbró el régimen más democrático de la historia. Los partidos burgueses gozaron de libertad de acción y propaganda en los meses posteriores. Pero los capitalistas rusos y sus aliados imperialistas no podían tolerar una revolución que los había expulsado del poder y amenazaba con transformarse en un imán para las masas de occidente. La reacción de la burguesía y los gobiernos de toda Europa fue brutal: a principios de 1918, fuerzas navales francesas y británicas ocuparon Múrmansk y Arcángel, y poco después marchaban hacia Petrogrado. En abril, los japoneses entraron en Vladivostok, mientras fuerzas militares alemanas ocupaban Polonia, Lituania, Letonia y Ucrania, en colaboración con los generales blancos Krásnov y Wrangel.

La ofensiva de las bandas armadas de la contrarrevolución, dispuesta a ajustar cuentas con aquellos que habían osado tocar la propiedad sagrada de los millonarios y terratenientes rusos, y de los banqueros y especuladores imperialistas, duró cinco años. Hasta veintiún ejércitos imperialistas agredieron militarmente a la Rusia revolucionaria para acabar con el joven Estado obrero. Pero los trabajadores y los campesinos, bajo la dirección política de los bolcheviques, organizaron una asombrosa resistencia y triunfaron. La clave de su éxito no fue la superioridad del armamento ni la ayuda de una potencia exterior, sino la voluntad y la moral de millones de combatientes que peleaban por la tierra y las fábricas, por el futuro de sus familias. El programa revolucionario del bolchevismo se convirtió en el arma más poderosa, capaz de levantar de las ruinas de una sociedad descompuesta por tres años de guerra mundial, un poderoso Ejército Rojo de más de cinco millones de hombres.

LA FORMACIÓN DE LA INTERNACIONAL COMUNISTA

Lenin nunca contempló la posibilidad de construir el socialismo aisladamente en un país agrícola y atrasado como la Rusia de 1917, pero sí insistió en que la victoria de Octubre sería la chispa para extender la revolución en Europa, particularmente en el país clave del continente: Alemania.

Y así fue en efecto. A lo largo del continente estallaron motines en los ejércitos, huelgas generales, movimientos insurreccionales y revoluciones: “Toda Europa —escribió Lloyd George, primer ministro británico durante la guerra, al primer ministro francés Clemenceau en un memorando secreto de marzo de 1919— está llena del espíritu de la revolución. Hay un profundo sentimiento no sólo de descontento, sino de rabia y revuelta entre los trabajadores en contra de las condiciones de posguerra. Todo el orden existente, en sus aspectos políticos, sociales y económicos, está siendo cuestionado por las masas de la población de una punta a otra de Europa”. A duras penas la burguesía podía contener la situación.

En Alemania, el levantamiento de los marineros de Kiel, en noviembre de 1918, fue la señal para el inicio de la revolución socialista. En pocas semanas, la geografía del país quedó cubierta por consejos de obreros y soldados, la monarquía de los Hohenzollern fue depuesta y se proclamó la república. Pero los socialdemócratas de derechas habían sacado las lecciones pertinentes de los acontecimientos rusos. Utilizando su posición dirigente en los consejos, boicotearon su consolidación y coordinación nacional, al tiempo que maniobraban con los generales monárquicos para aplastar a la izquierda revolucionaria dirigida por la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Una vez derrotada la insurrección de los obreros berlineses a principios de enero de 1919, los jefes socialdemócratas utilizaron a los Freikorps para asesinar a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, preludio de una represión salvaje contra los obreros comunistas. La socialdemocracia alemana continuó la obra iniciada en agosto de 1914.

El triunfo del Octubre soviético abrió una grieta insalvable en el movimiento socialdemócrata. En la mayoría de los partidos de la Segunda Internacional surgieron tendencias comunistas, brindando la posibilidad de reatar las auténticas tradiciones internacionalistas del movimiento obrero. El proyecto de los delegados marxistas que participaron en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal   se hizo viable: la creación de una nueva internacional revolucionaria era ya posible.

           “La Tercera Internacional —escribió Lenin— fue fundada bajo una situación mundial en que ni las prohibiciones ni los pequeños y mezquinos subterfugios de los imperialistas de la Entente o de los lacayos del capitalismo, como Scheidemann en Alemania y Renner en Austria, son capaces de impedir que entre la clase obrera del mundo entero se difundan las noticias acerca de esta Internacional y las simpatías que ella despierta. Esta situación ha sido creada por la revolución proletaria, que, de un modo evidente, se está incrementando en todas partes cada día, cada hora”.

El 24 de enero de 1919, la dirección del Partido Comunista Ruso (bolchevique), los partidos comunistas de Polonia, Hungría, Austria, Letonia y Finlandia, la Federación Socialista Balcánica y el Partido Obrero Socialista Norteamericano realizaron el siguiente llamamiento:

           “¡Queridos camaradas! Los partidos y organizaciones abajo firmantes consideran que la convocatoria del I Congreso de la nueva Internacional revolucionaria es una imperiosa necesidad. En el curso de la guerra y de la revolución se puso de manifiesto no sólo la total bancarrota de los viejos partidos socialistas y socialdemócratas, y con ellos de la Segunda Internacional, no sólo la incapacidad de los elementos centristas de la vieja socialdemocracia para la acción revolucionaria efectiva sino que, actualmente, se esbozan ya los contornos de la verdadera Internacional revolucionaria”.

El congreso fundacional de la Internacional Comunista se celebró en marzo de 1919, cuando la intervención militar imperialista pasaba por su apogeo, lo que impidió la asistencia de muchos delegados. A pesar de los contratiempos, las jóvenes fuerzas de la Internacional Comunista establecieron las bases políticas que habían sido delineadas en los años precedentes por Lenin y Trotsky: oposición frontal a los intentos de reconstruir la Segunda Internacional con la misma forma que tenía antes de la guerra; denuncia del pacifismo burgués y de las ilusiones pequeñoburguesas en el programa de paz del presidente estadounidense Wilson; defensa de la teoría marxista del Estado y crítica de la democracia burguesa como una forma de dictadura capitalista sobre el proletariado. La conclusión del congreso fue clara: la Internacional Comunista lucharía por agrupar a la vanguardia revolucionaria del proletariado en una Internacional marxista homogénea.

En los años siguientes se produciría un trasvase constante de obreros socialistas a las filas de la Internacional Comunista. Esta presión obligó a muchos dirigentes que en el pasado habían mantenido posiciones reformistas a mostrar su apoyo, de palabra, a la nueva organización. En marzo de 1919 se adhirió el Partido Socialista Italiano; en mayo, el Partido Obrero Noruego y el Partido Socialista Búlgaro; en junio, el Partido Socialista de Izquierda Sueco. En Francia, los comunistas ganaron la mayoría en el congreso de Tours del Partido Socialista (1920): el ala de derechas se escindió con 30.000 miembros y el Partido Comunista Francés se formó con 130.000. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD) decidió por mayoría en el congreso de Halle (1920), fusionarse con el Partido Comunista Alemán (KPD), que se transformó en una organización de masas. Lo mismo ocurrió en Checoslovaquia.

EL AISLAMIENTO DE LA REVOLUCIÓN Y LA DEVASTACIÓN ECONÓMICA

Después de que los bolcheviques instauraran la república de los sóviets en Rusia, la crisis revolucionaria se contagió de un país a otro: Finlandia a comienzos de 1918 y Alemania y Austria en noviembre; en 1919, la insurrección espartaquista en Berlín y la proclamación de la república soviética en Hungría y Baviera; entre 1919 y 1921, Gran Bretaña vivió una oleada de huelgas y motines obreros; en 1920, el movimiento revolucionario y las ocupaciones de fábricas en Italia; en 1921, nueva insurrección en Alemania central; de 1918 a 1921, el trienio bolchevique en el Estado español; en 1923, insurrección en Bulgaria y crisis revolucionaria en Alemania; en 1924, insurrección obrera en Estonia… Pero ninguno de estos intentos acabó en triunfo.

En Alemania, la actuación de la socialdemocracia y de las tropas de choque de la burguesía reprimiendo y asesinando a miles de militantes comunistas conjuró temporalmente la amenaza revolucionaria. Pero la correlación de fuerzas era tan desfavorable a los capitalistas, que los intentos de imponer una dictadura militar fracasaron; la violencia contrarrevolucionaria tuvo que combinarse con concesiones y reformas para aplacar a los trabajadores. La derrota de la revolución socialista en 1919 tuvo como subproducto el alumbramiento de un régimen de democracia burguesa, la república de Weimar.

La burguesía del continente se vio en grandes aprietos para sofocar la rebelión. Además de recurrir a la violencia y utilizar las tropas desmovilizadas por el fin de la guerra, se apoyaron en los dirigentes socialdemócratas que se prestaron entusiastas a la tarea de aplastar a los obreros insurrectos. Es cierto que la inexperiencia de las jóvenes direcciones de los Partidos Comunistas alentó todo tipo de errores, y eso contribuyó también a dar una salida ventajosa a la burguesía.

En aquellas condiciones, la tarea de la Internacional Comunista, y especialmente de sus líderes más capacitados empezando por Lenin, fue la de educar a los cuadros y la nueva capa de dirigentes en el auténtico espíritu del bolchevismo. En el primer congreso remarcando las diferencias de principio con los oportunistas, y la batalla contra los ultraizquierdistas que se libró en el segundo, demostraron que templar las fuerzas del movimiento comunista exigía algo más que entusiasmo. Se necesitaba pasar por una escuela dolorosa, pero nadie dudaba de que ese ejército internacional se desarrollaba de manera impetuosa.

Lo cierto fue que la clase obrera pagó un precio muy alto por la derrota de la revolución en Europa, especialmente en Alemania, y el Estado obrero soviético quedó aislado en unas condiciones materiales espantosas, lo que originó fenómenos no previstos. El hundimiento de su economía, forzado por años de intervención imperialista, minó progresivamente las bases de la democracia obrera existente en los primeros años revolucionarios.

El punto de vista marxista sobre la transición al socialismo parte de un presupuesto concreto: gracias a la expropiación de la burguesía y la socialización de los medios de producción bajo el control democrático de la clase obrera, las fuerzas productivas pueden avanzar a una gran velocidad. Y esto es absolutamente necesario, pues sólo con un alto desarrollo de la industria y la agricultura, y con un incremento constante de la productividad del trabajo, se pueden crear las condiciones materiales para una sociedad sin clases. Una vez que la población trabajadora sea liberada de bregar cotidianamente por su supervivencia, podrá emplear sus energías y talento en la administración de la vida social: la política, la economía y la cultura. Sin el control y la participación directa de las masas no puede existir la democracia obrera, el régimen de la dictadura proletaria.

La lucha de clases en el seno de la URSS no tuvo tregua durante aquellos primeros años. Golpeados por la contrarrevolución y unas condiciones objetivas extremadamente adversas, los bolcheviques expropiaron y nacionalizaron la inmensa mayoría de las fábricas, establecieron el monopolio del comercio exterior y procedieron a levantar una administración obrera. Pero las insuficiencias económicas eran muy grandes. El intercambio de mercancías entre el campo y la ciudad se redujo drásticamente. Toda la producción fue sometida a un régimen militar y, para poder realizar de forma equitativa la distribución, la población se agrupó en cooperativas subordinadas al Congreso de Alimentación. Este conjunto de medidas recibieron el nombre de comunismo de guerra.

Estas penosas circunstancias debilitaron a la clase obrera y su peso social se vio muy disminuido. En 1919, el porcentaje de obreros de la construcción se redujo un 66% y el de ferroviarios un 63%. La cifra de obreros industriales descendió de los tres millones de 1917 al 1.240.000 de 1920. El propio Lenin describió aquellas condiciones insoportables:

           “El proletariado industrial, debido a la guerra y la pobreza y ruina desesperadas, se ha desclasado, es decir, ha sido desalojado de su rutina de clase, ha dejado de existir como proletariado. El proletariado es la clase que participa en la producción de bienes materiales en la industria capitalista a gran escala. En la medida en que la industria a gran escala ha sido destruida, en la medida que las fábricas están paradas, el proletariado ha desaparecido. A veces aparece en las estadísticas, pero no se ha mantenido unido económicamente”.

En sus escritos sobre la revolución de1917, Lenin definió las condiciones para un Estado obrero sano: 1) Elecciones libres y democráticas a todos los cargos del Estado. 2) Revocabilidad de todos los cargos públicos. 3) Que ningún funcionario reciba un salario superior al de un obrero cualificado. 4) Que todas las tareas de gestión de la sociedad las asuma gradualmente toda la población de manera rotativa. “Reduzcamos el papel de los funcionarios públicos al de simples ejecutores de nuestras directrices —señalaba Lenin— al papel de inspectores y contables, responsables, revocables y modestamente retribuidos (en unión, naturalmente, de los técnicos de todos los géneros, tipos y grados); ésa es nuestra tarea proletaria. Por ahí se puede y se debe empezar cuando se lleve a cabo la revolución proletaria”.

Después de una brutal guerra civil a la que había que sumar la devastación de la guerra mundial y el embargo criminal que los imperialistas impusieron a la Rusia soviética, las dificultades para la aplicación de este programa eran evidentes. Al terminar la guerra civil (1921), la extracción hullera había caído un 30% por debajo de los niveles de preguerra, la de acero apenas llegaba al 5%, y en su conjunto la producción fabril sólo suponía un tercio. El transporte ferroviario estaba dislocado, empeorando más si cabe la lamentable situación del comercio entre las ciudades y el campo. El promedio de la producción de cereales en 1920-1921 era sólo la mitad de los años inmediatamente anteriores a 1914 y, para empeorar dramáticamente las cosas, una gran sequía se adueñó del sur de Rusia con la consiguiente disminución de las raciones alimenticias. En 1921 la hambruna se extendió por el país dejando a su paso millones de muertos.

Pronto se sucedieron estallidos y manifestaciones de descontento entre sectores del campesinado y la clase obrera. En 1921 se produjo un levantamiento agrario en Támbov; ese mismo año, la guarnición naval de Kronstadt se sublevó contra el poder de los sóviets. Esta amenaza a la revolución era aún más grave que la agresión imperialista.

Las condiciones materiales de una Rusia devastada se revelaron incompatibles con la democracia obrera. En muchos casos, las estructuras soviéticas dejaron de funcionar, los sóviets, como órganos del poder obrero, declinaron o fueron sustituidos por los comités del partido. Las tareas de la administración del Estado eran cubiertas, cada vez en mayor proporción, por un número creciente de viejos funcionarios del régimen zarista, mientras los mejores cuadros comunistas servían en el frente como comisarios rojos, o estaban consagrados a la reconstrucción de la economía. Lenin, observaba con gran preocupación el rumbo que tomaban los acontecimientos. En el IV Congreso de la Internacional Comunista advirtió:

           “Tomamos posesión de la vieja maquinaria estatal y ésa fue nuestra mala suerte. Tenemos un amplio ejército de empleados gubernamentales. Pero nos faltan las fuerzas para ejercer un control real sobre ellos (...) En la cúspide tenemos no sé cuántos, pero en cualquier caso no menos de unos cuantos miles (...) Por abajo hay cientos de miles de viejos funcionarios que recibimos del zar y de la sociedad burguesa”. En otros escritos remachó la misma idea: “Echamos a los viejos burócratas, pero han vuelto (...) llevan una cinta roja en sus ojales sin botones y se arrastran por los rincones calientes. ¿Qué hacemos con ellos? Tenemos que combatir a esta escoria una y otra vez, y si la escoria vuelve arrastrándose, tenemos que limpiarla una y otra vez, perseguirla, mantenerla bajo la supervisión de obreros y campesinos comunistas a los que conozcamos por más de un mes y un día”.

El desgaste, la división en el campesinado y la escasez general, obligaron a los bolcheviques a dar un giro. En 1921, la introducción de la Nueva Política Económica (NEP) supuso un repliegue: con el fin de restablecer el intercambio comercial con el campo y aliviar la insoportable presión social y económica que se cernía sobre el Estado obrero, se hicieron concesiones a los sectores de la pequeña burguesía urbana y rural. Más tarde, las concesiones se convertirían en una amenaza contra el sistema soviético.

EL REFLUJO DEL “ORGULLO PLEBEYO”

La NEP sólo puede entenderse desde la óptica de las condiciones hostiles que rodeaban la transición al socialismo en Rusia. En el X Congreso del PCUS se anunció la sustitución del sistema de requisa forzosa del grano por un impuesto en especie, con lo que los campesinos podían disponer de un excedente para comerciar en el mercado. El objetivo era estimular la economía agrícola. Inicialmente se trataba de una experiencia limitada y supeditada a la economía planificada: el Estado siguió concentrando en sus manos toda la industria pesada, las comunicaciones, la banca, el sistema crediticio, el comercio exterior y una parte preponderante del comercio interior.

Éste repliegue obligado traía a colación las palabras de Marx: “El desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria para el comunismo por esta razón: sin él, se socializaría la indigencia y ésta haría resurgir la lucha por lo necesario, rebrotando, consecuentemente, todo el viejo caos”. A pesar de la NEP los problemas continuaron. En 1923, la divergencia entre los precios industriales y los agrarios aumentó. La productividad del trabajo en la industria era muy baja, lo que implicaba precios altos para los productos manufacturados, a la par que los beneficios obtenidos por los pequeños campesinos eran insuficientes para darles acceso a dichos productos. Al mismo tiempo, los kulaks —campesinos acomodados— fortalecían su posición en el mercado comprando al pequeño productor y acaparando grano, convirtiéndose así en el único interlocutor del Estado en el mundo rural. Esto se reflejaba también en los sóviets locales, donde la influencia de los kulaks era cada vez mayor. Las tendencias pro-burguesas crecían en el campo y se desarrollaban en paralelo a la especulación en las ciudades.

En medio de la escasez generalizada, la burocracia, especialmente sus capas superiores, se valía de su posición para obtener ventajas materiales, y se independizaba cada vez más de cualquier control de la clase obrera. Las dificultades, tanto internas como externas, se convirtieron en la fuerza motriz de su triunfo político.

Tras un período de sacrificios colosales, las grandes esperanzas puestas en el triunfo del proletariado europeo se frustraron. La situación no podía desembocar más que en un profundo agotamiento de las fuerzas de los obreros soviéticos, lo que a su vez abrió una fase de reflujo. Este factor político y la desmovilización de millones de hombres del Ejército Rojo, jugaron un papel decisivo en el crecimiento del aparato burocrático. Trotsky señaló la dinámica de este proceso:

           “La reacción creció durante el curso de las guerras que siguieron a la revolución y las condiciones exteriores y los acontecimientos la nutrieron sin cesar (...) el país vio que la miseria se instalaba en él por mucho tiempo. Los representantes más notables de la clase obrera habían perecido en la guerra civil o, al elevarse unos grados, se habían separado de las masas. Así sobrevino, después de una tensión prodigiosa de las fuerzas, de las esperanzas, de las ilusiones, un largo periodo de fatiga, de depresión y de desilusión. El reflujo del ‘orgullo plebeyo’ tuvo por consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad. Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes.

           La desmovilización de un Ejército Rojo de cinco millones de hombres debía desempeñar en la formación de la burocracia un papel considerable. Los comandantes victoriosos tomaron los puestos importantes en los sóviets locales, en la producción, en las escuelas, y a todas partes llevaron obstinadamente el régimen que les había hecho ganar la guerra civil. Las masas fueron eliminadas poco a poco de la participación efectiva del poder.

           La reacción en el seno del proletariado hizo nacer grandes esperanzas y gran seguridad en la pequeña burguesía de las ciudades y del campo que, llamada por la NEP a una vida nueva, se hacía cada vez más audaz. La joven burocracia, formada primitivamente con el fin de servir al proletariado, se sintió el árbitro entre las clases, adquirió una autonomía creciente.

           La situación internacional obraba poderosamente en el mismo sentido. La burocracia soviética adquiría más seguridad a medida que las derrotas de la clase obrera internacional eran más terribles. Entre estos dos hechos la relación no es solamente cronológica, es causal; y lo es en los dos sentidos: la dirección burocrática del movimiento contribuía a las derrotas; las derrotas afianzaban a la burocracia.”

EL ÚLTIMO COMBATE DE LENIN

Entre enero de 1922 y marzo de 1923 la salud de Lenin empeoró considerablemente. Pero a pesar de crisis continuadas, el líder bolchevique desarrolló una tenaz batalla contra la gangrena del burocratismo. Sus escritos de este periodo son un testimonio de un cambio radical de actitud respecto a Stalin, tanto por la manera en que éste se condujo al frente de la Inspección Obrera y Campesina —organismo que en teoría se había fundado para atajar las desviaciones burocráticas, pero que en la práctica se transformó en centro de reclutamiento de arrivistas y funcionarios—, como en la forma en que abordó la cuestión nacional en Georgia, haciendo gala del chovinismo gran ruso que Lenin siempre había despreciado y combatido.

A principios de 1922 Lenin insistió en su campaña antiburocrática reclamando la depuración de las filas del Partido Comunista de “arribistas y ladrones”. Logró que fueran excluidos 100.000, pero Lenin lo consideraba insuficiente: “…espero que sufran la misma suerte las decenas de miles de miembros que hoy sólo saben organizar reuniones, pero no el trabajo práctico (…) Nuestro peor enemigo interior es el burócrata, y el burócrata es el comunista que ocupa un puesto de tipo soviético responsable (y también irresponsable) Debemos deshacernos de este enemigo…”.

A finales de mayo, Lenin sufre un ataque que le causa la parálisis parcial de la pierna y el brazo derechos y constantes perturbaciones en el habla. Se recupera lastimosamente, pero su alejamiento de la conducción práctica del Estado y del Partido coincide con avances cada día más audaces y seguros del aparato burocrático. Stalin agrupa en torno a su figura a una capa de funcionarios fieles y leales. En julio de 1922 impulsa un cuerpo de inspectores encargados de controlar las direcciones provinciales del partido, al tiempo que logra que 15.500 cuadros superiores obtengan ventajas materiales sustanciales: salario triple de un obrero industrial, lotes extras de productos alimenticios deficitarios, vacaciones pagadas. Va modelando el aparato a su medida, asegurándose el control de casi dos tercios de los secretarios de comités de distrito del partido.

Stalin, que también ocupa el cargo de Comisario del Pueblo para las Nacionalidades, presenta en septiembre de 1922 su proyecto de Federación Soviética de Rusia en la que se concede una especie de autonomía imprecisa a las Repúblicas “hermanas”. El 15 de ese mes el Comité Central del PC Georgiano se opone a la formula de Stalin, postura que este denuncia como “desviacionismo nacional” ante el propio Lenin, que sólo ha sido informado parcialmente de la discusión. Cuando el 25 de septiembre pueda leer los materiales elaborados por Stalin, los corrige a fondo. Repuesto parcialmente, reúne a numerosos dirigentes bolcheviques para hacerse una idea de lo que se está ventilando y a finales de mes escribe al Buró Político una carta en la que propone que las distintas repúblicas formen parte de la Unión Soviética en pie de igualdad con Rusia. Además se reúne inmediatamente con los dirigentes comunistas georgianos y les asegura su apoyo más completo contra las pretensiones de Stalin. El 6 de octubre, el Comité Central aprueba el proyecto modificado por Lenin, y el 30 de diciembre nacerá la URSS. Ese mismo día Lenin escribe a Kámenev: “Declaro una guerra no para siempre sino a muerte al chovinismo ruso…”.

La disputa no es ninguna casualidad: siete meses después de su nombramiento como secretario general, Stalin se ha emancipado progresivamente de la tutela política de Lenin y del control de los organismos dirigentes, un cambio que refleja la seguridad y el poder adquiridos por el aparato político y administrativo del Estado que no deja de crecer en número. Las relaciones entre Lenin y Stalin sufren un cambio abrupto a partir de estos enfrentamientos. La distancia entre ambos crece, mientras que Lenin va estableciendo contactos cada día más asiduos con Trotsky, en los que plantea abiertamente la lucha común contra el avance del burocratismo. En una de sus últimas apariciones con motivo del discurso que dirige al IV Congreso de la Internacional Comunista, Lenin denuncia con ironía la resolución sobre la estructura y los métodos de organización de los Partidos Comunistas, obra de Zinoviev, y lanza una carga de profundidad contra los burócratas del partido ruso: “Es un texto excelente, pero fundamentalmente ruso (…) casi ningún comunista extranjero puede leerlo (…) con esta resolución cometemos una grave falta, cortándonos el camino para nuevos progresos…”.

Paralelamente, Stalin decide hacer pagar a los comunistas georgianos su osadía y el apoyo que Lenin les presta. Enviando a su “procónsul” Ordzhonikdze para meter en vereda a los dirigentes del Partido en Georgia, el delegado se excede en su violencia y golpea a unos de sus interlocutores. El incidente y la manera brutal, “gran rusa”, en la que se conduce el lugarteniente de Stalin, provoca la dimisión en bloque del Comité Central del Partido Comunista de Georgia el 22 de noviembre. Simultáneamente otro debate concita toda la atención: Bujarin se pronuncia a favor de atenuar el monopolio del comercio exterior y es secundado por otros miembros del Buro Político, entre ellos Stalin. Lenin se opone tajantemente y plantea a Trotsky un bloque para defender a capa y espada el monopolio ante el Comité Central del Partido.

En esas semanas en las que la enfermedad de Lenin empeora su correspondencia con Trotsky aumenta, y Stalin, conocedor de lo que está sucediendo, da rienda suelta a su estilo y emplaza en términos groseros y arrogantes a la esposa de Lenin, Krupskaia, acusándola de no respetar las prescripciones médicas que deben mantener a este aislado de toda actividad. A finales de diciembre de 1923, Lenin sufre nuevos ataques y su capacidad de trabajo queda muy mermada, pero aún tiene fuerzas para dictar a sus secretarias una serie de cartas dirigidas al XIII congreso del Partido, y que se suceden interrumpidamente hasta el 7 de febrero de 1923.

Esta correspondencia ha pasado a la historia como el Testamento de Lenin, y en ellas hace balance de los principales dirigentes del Comité Central bolchevique señalando premonitoriamente: “El camarada Stalin, al convertirse en secretario general, ha concentrado en sus manos un poder ilimitado y no estoy convencido de que sabrá siempre utilizarlo con suficiente circunspección.”. En la carta que dicta el 26 de diciembre vuelve a reflexionar sobre el tipo de Estado que hay en la URSS, calificándolo como “una herencia del antiguo régimen” y seis días más tarde vuelve sobre el mismo asunto: “Llamamos ‘nuestro’ a un aparato que en realidad nos es completamente ajeno, un amasijo burgués y zarista que era absolutamente imposible transformar en cinco años estando privados de la ayuda de los otros países y cuando nuestras preocupaciones fundamentales eran la guerra y la lucha contra el hambre”.

En las cartas del 39 y 31 de diciembre, Lenn amplia su ataque a Stalin, al que acusa de encarnar el chovinismo gran ruso y de negarse “a admitir la necesidad de que ‘la nación opresora’ reconozca el derecho de la ‘nación oprimida’ al nacionalismo” y condena “al georgiano que acusa con desden a otros de ‘socialnacionalismo’, cuando él mismo es no sólo un verdadero y genuino ‘nacionalsocialista’ sino un grosero polizonte gran ruso”. El 4 de enero de 1923 continua su denuncia al considerar que Stalin es “demasiado rudo, y este defecto, aunque del todo tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, comunistas, se hace intolerable en las funciones de secretario general”, motivo por el cual propone a los delegados que “piensen la manera de relevar a Stalin de ese cargo y designar en su lugar a otra persona que en todos los aspectos tenga sobre el camarada Stalin una sola ventaja, a saber: la de ser más tolerante, más leal, más educado y más considerado con los camaradas, que tenga un humor menos caprichoso.” Esta correspondencia quedaría oculta al Partido hasta que Jruschov las revelara parcialmente.

Ya muy enfermo, a principios de marzo de 1923, Lenin toma conocimiento de la insultante llamada telefónica de Stalin a Krupskaia del 22 de diciembre anterior. Recobra fuerzas y somete a Trotsky su propuesta para defender en el congreso del Partido una postura común respecto a la cuestión nacional. También escribe una breve carta a los camaradas georgianos: “Sigo la causa de ustedes con todo mi ánimo. Estoy impresionado por la grosería de Ordzhonikizde y la connivencia de Stalin y Dzerzhinski. Preparo notas y un discurso a favor de ustedes.” Pero Lenin desfallece el 6 de marzo y cuatro días más tarde sufre una apoplejía casi total que le reduce al silencio. El 24 de enero de 1924 muere.

La muerte de Lenin desata un furioso proceso de “canonización” por parte del aparato dirigente, muy útil como preparación del posterior culto a la personalidad en la figura omnipresente de Stalin. Cuando Zinoviev decide rebautizar a Petogrado como Leningrado, o se acuerda el embalsamamiento del cadáver a pesar de la oposición de Krupskaia, no se estaba defendiendo la tradición del leninismo, se estaba rompiendo con ella. Muchos elevaron su voz de protesta, entre ellos el poeta Vladimir Maiakovski que acertadamente denunció la nueva liturgia burocrática:

           “Estamos de acuerdo con los ferroviarios de Riazán que han propuesto al decorador que realice la sala Lenin de su club, sin busto ni retrato, diciendo ‘¡No queremos iconos!’. No hagáis de Lenin una estampita.

           No imprimáis su retrato en los carteles, los hules, los posavasos, los vasos, los cortapuros.

           No le moldeéis en bronce. Estudiad a Lenin, no le canonicéis.

           No creéis un culto en torno al nombre de un hombre que toda su vida lucho contra los cultos de toda especie.

           No comerciéis con los objetos de culto. Lenin no está en venta.”

LA OPOSICIÓN DE IZQUIERDAS

La degeneración del Partido Comunista de la URSS y del Estado obrero en Rusia atravesó por diferentes etapas y cada una supuso un descenso mayor. No fue un proceso pacífico, al contrario, la nueva casta dominante tuvo que librar una virulenta lucha en el seno del partido y de la Internacional Comunista contra el ala leninista representada por la Oposición de Izquierdas.

A finales de 1923, con Lenin gravemente enfermo, el Triunvirato dirigente del partido —Stalin, Zinóviev y Kámenev— comenzaba la batalla contra Trotsky y ponía en práctica una política que socavaba la democracia interna. Pero las viejas tradiciones del bolchevismo todavía pervivían entre amplios sectores de la dirección y los cuadros intermedios, y Lenin seguía siendo un obstáculo importante. Cuando los atropellos y el sofoco de la vida partidaria comenzaron a dar señales alarmantes, se alzaron numerosas voces exigiendo la vuelta a las condiciones de democracia interna y libre discusión que siempre existieron en el seno del bolchevismo.

El 15 de octubre de 1923, 46 dirigentes bolcheviques hicieron pública una declaración demandando el fin del poder de los funcionarios y de la persecución contra los militantes que expresaban opiniones diferentes sobre el rumbo político del partido y de la dictadura proletaria. Trotsky, que permaneció en un principio al margen de la declaración de los 46, se solidarizó plenamente con ella   publicando una serie de artículos bajo el nombre de El Nuevo Curso, donde reclamaba la participación real de la clase trabajadora y las nuevas generaciones de comunistas si se quería mantener y estimular la dictadura proletaria. La oleada de protestas en el interior de las filas bolcheviques coincidía en el calendario internacional con el fracaso de los comunistas alemanes durante la crisis de ese año.

En meses posteriores se fragua la campaña contra Totsky y el “trotskismo”, calificativo inventado por el Triunvirato, y se multiplican las acusaciones contra el fundador del Ejército Rojo por “subestimar” al campesinado y la “capacidad” de la Rusia soviética para avanzar hacia el socialismo. Una avalancha de artículos en los órganos de prensa soviéticos y del partido, firmados por Stalin y Zinoviev, trataron de desacreditar la obra de Trotsky haciendo especial énfasis en su pasado no bolchevique. Trotsky se defendió escribiendo Lecciones de Octubre, una reafirmación de su posición leninista durante la revolución, y a la vez una denuncia del lamentable papel que en las horas decisivas jugaron algunos de los viejos bolcheviques.

La lucha entre la nueva burocracia emergente y la fracción leninista del partido, agrupada en la Oposición de Izquierdas, está documentada y no disponemos del espacio para un análisis pormenorizado de la misma. En cualquier caso, la muerte de Lenin dio vía libre a las fuerzas más conservadoras y a los arribistas, proporcionando una gran oportunidad para que el aparato se presentara como el hilo conductor de las tradiciones leninistas. Pero las cosas habían cambiado considerablemente respecto a los años heroicos; ahora un nuevo aliento dominaba a la organización bolchevique: el que provenía de los despachos, de una casta de funcionarios del Estado que vieron el terreno despejado lejos de los riesgos y sacrificios de la revolución.

En el V Congreso de la Internacional Comunista, celebrado entre junio y julio de 1924, Stalin y Zinoviev proclamaron la “bolchevización” de las secciones nacionales, sometiendo a su control los aparatos de los partidos comunistas y eliminando a los discrepantes. Este fue el primer paso de otros muchos, aunque la dinámica de depuración desatada no tardó en volverse contra algunos de sus promotores.

Desde finales de 1924 la discusión se centró en las amenazas económicas, políticas y sociales por el mantenimiento de la NEP y la manera de superarlas. En el “gran debate”, dirigentes del Partido como Trotsky o Preobrazhenski insistieron en reforzar la industrialización mediante un plan centralizado, logrando la transferencia del excedente agrícola a la industria y reduciendo progresivamente los altos precios de los productos manufacturados y de consumo, necesarios tanto en el campo como en la ciudad. Con esta orientación estratégica se pretendía dar un salto adelante en la economía soviética que acabara con la situación de atraso y baja productividad de la industria. La tesis a favor de la industrialización fue rechazada por el aparato dirigente, ya cristalizado en torno a la figura de Stalin, con dos teorías: el socialismo en un solo país y, desprendiéndose de ésta, la llamada a la construcción del socialismo a paso de tortuga formulada por Bujarin. Giuliano Procacci, un estudioso de aquellos años, señala:

          

           “En enero de 1925, a la vez que el largo debate sobre el trotskismo iba tocando a su fin, Stalin reeditaba como prefacio al volumen Camino de Octubre, un escrito suyo en polémica con Trotsky que ya había aparecido el 20 de diciembre de 1924 en Pravda. Como es sabido, se trata de un escrito que alcanzó gran éxito y se reprodujo en las sucesivas ediciones de las Cuestiones del Leninismo. Es sabido, asimismo, que su éxito se debe al hecho que en ese trabajo se formula por primera vez la idea de la construcción del ‘socialismo en un solo país’ (…) Los acontecimientos y las discusiones de los meses siguientes probablemente contribuyeron en gran medida a fijar la atención sobre esa formula. En efecto, a fines de marzo se reunió en Moscú el plenum del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, y el signo bajo el cual se desenvolvieron sus tareas fue la admisión de que, agotada momentáneamente la gran ola revolucionaria abierta por la revolución de Octubre, se había entrado poco a poco en un periodo de ‘estabilización relativa’ del capitalismo (…) En el mismo periodo en que se lanzaba la teoría de la construcción del socialismo en un solo país, se desarrollaba otro debate en la escena política soviética, en cuyo centro se encontraba también la figura de Bujarin. El 17 de abril, éste pronuncia en el teatro Bolshói un discurso que iba a suscitar un amplio eco y viva polémica: en el mismo, Bujarin lanzaba como consigna ‘enriqueceos’ para los campesinos y delineaba la perspectiva política de una continuación por tiempo indefinido de la NEP y, por consiguiente, de una edificación del socialismo a ‘paso de tortuga’ —como lo expresará en el curso de los debates del XIV Congreso (18-31 de diciembre de 1925)— (…)”.

La nueva fórmula echaba por la borda los fundamentos de la teoría marxista del socialismo, que parte del concepto de la economía mundial, no como una amalgama de partículas nacionales sino como una potente realidad con vida propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado mundial, que domina sobre los mercados nacionales. “¿Qué significa la posibilidad del triunfo del socialismo en un solo país? — se interrogaba Stalin— “Significa la posibilidad de resolver las contradicciones entre el proletariado y el campesino con las fuerzas internas de nuestro país, la posibilidad de que el proletariado tome el poder y lo utilice para edificar la sociedad socialista completa en nuestro país, contando con la simpatía y el apoyo de los proletarios de los demás países, pero sin que previamente triunfe la revolución proletaria en otros países”.

Paso a paso se preparaba la degeneración en líneas nacionales y reformistas de la burocracia estalinista, de forma tal que el “proyecto” de construir una sociedad socialista en las estrechas fronteras de la URSS no tardaría en decidir la política de la Internacional Comunista condicionándola a las necesidades de la nueva casta dirigente rusa, a sus intereses materiales y nacionales y, dado el caso, a sus pactos y acuerdos con los diferentes bloques de la burguesía extranjera y sus expresiones políticas. La teoría chocó con el internacionalismo que una generación de revolucionarios había asimilado firmemente y que formaba parte del programa leninista. Cientos de textos de Lenin refutaban esta versión metafísica del socialismo:

           “Desde el principio de la revolución de Octubre —señalaba Lenin— nuestra política exterior y de relaciones internacionales ha sido la principal cuestión a la que nos hemos enfrentado. No simplemente porque desde ahora en adelante todos los Estados del mundo están siendo firmemente atados por el imperialismo en una sola masa sucia y sangrienta, sino porque la victoria completa de la revolución socialista en un solo país es inconcebible y exige la cooperación más activa de por lo menos varios países avanzados, lo que no incluye a Rusia (...) Siempre hemos dicho, por lo tanto, que la victoria de la revolución socialista sólo se puede considerar finalizada cuando se convierte en la victoria del proletariado por lo menos en varios países avanzados”.

El termidor de la revolución rusa, con su abandono del internacionalismo proletario y la revolución mundial, respondía a poderosas fuerzas sociales. Stalin conectó con el ambiente de depresión del movimiento obrero ruso, reforzado por las sucesivas derrotas de la revolución europea, y proporcionó una justificación política para todos aquellos burócratas que, hartos de sacudidas, sacrificios y tensiones, podían sacar provecho de las nuevas circunstancias.

Pero un fenómeno político de este calado no podía consolidarse sin graves tensiones, sin resistencia y lucha. Durante la primavera de 1925 las discrepancias en el Triunvirato estallaron. La nueva teoría del socialismo en un solo país era una desviación demasiado grosera del pensamiento de Marx y Lenin. Zinoviev y Kamenev denunciaron la nueva orientación, reconociendo su responsabilidad en los ataques contra Trotsky. Pero el XIV Congreso del PCUS, celebrado en diciembre de 1925, ratificó la nueva teoría y el triunfo de la fracción burocrática. No será hasta la primavera de 1926, en la sesión del Comité Central de abril, cuando Trotsky, Zinoviev y Kamenev coincidan en las votaciones de las enmiendas a las resoluciones de Stalin-Bujarin sobre política económica. A partir de ese momento, la Oposición de Izquierdas se reforzó con la llegada de los partidarios de Zinoviev y Kamenev, dando lugar a la Oposición Conjunta. La presentación pública de las nuevas fuerzas opositoras tuvo lugar en la sesión del CC de junio de ese mismo año y volvió a medir sus fuerzas en el debate sobre la revolución China. En mayo de 1927, ante el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, Trotsky expuso las tesis de la Oposición y condenó la política de Stalin y Bujarin, responsables de la alianza con partido nacionalista burgués del Kuomingtang y la derrota del comunismo chino.

Pero el poder creciente de la burocracia se demostró inmediatamente en el debate interno. Las reuniones públicas en las que participan miembros de la Oposición fueron atacadas por piquetes armados, mientras se generalizaba la coacción para tapar la boca a los discrepantes. A partir de abril de 1927 se produjeron las primeras detenciones de militantes y los traslados forzosos: Preobrazhensky y Piatakov fueron enviados a París junto con Rakovsky; Antonov Oseenko a Praga; Kamenev a Italia. Las expulsiones afectaron a todos los niveles del partido y a las Juventudes (Komsomol), al tiempo que la censura de los escritos y los textos de los oposicionistas arreció. Ante la negativa de la fracción estalinista de publicar su plataforma política de cara al XV Congreso, la Oposición decidió distribuirla clandestinamente. La reacción no se hizo esperar: Miashkovski, Preobrazhenski, Serebriakov y otros 14 dirigentes bolcheviques fueron expulsados. Por su parte Trotsky y Zinoviev lo serían del Comité Central el 23 de octubre, y del partido el 15 de noviembre.

La Oposición Conjunta acusó duramente estas presiones y empezó a agrietarse. Algunos sectores se inclinaban por la escisión, mientras que otros planteaban abiertamente la posibilidad de un entendimiento con la fracción estalinista. Trotsky rechazó enérgicamente ambas posturas, reclamando el enderezamiento de la política partidaria y la vuelta al programa leninista.

LOS ZIGS-ZAGS DE STALIN

Desde 1924, la burocracia estalinista emprendió toda una serie de zigs-zags políticos, correspondidos simultáneamente con purgas masivas de militantes en las organizaciones del partido y la Internacional. Entre 1924 y 1925, el apoyó a los kulaks y a los nepmen en el plano interior, se trasladó al exterior en la forma de acuerdos oportunistas y burocráticos con organizaciones reformistas y nacionalistas. Fue el caso de la subordinación impuesta al Partido Comunista Chino respecto al Kuomintang, saldado con la derrota de la revolución china en 1925-1927 y la masacre de miles de militantes y cuadros comunistas en Cantón y Shangai. También de la alianza con la burocracia sindical inglesa, el llamado “comité anglo-ruso”, que facilitó una cobertura izquierdista a los dirigentes reformistas de las Trade-Unions que traicionaron la huelga general de 1926.

Todos estos errores de la dirección estalinista, con sus consiguientes resultados, fueron denunciados por la Oposición que advirtió de los peligros que acechaban al Estado obrero. Defendiendo la economía planificada y sus conquistas, exigiendo el reestablecimiento de la democracia obrera en el partido, el Estado y los sóviets, y el abandono de la teoría del socialismo en un solo país y la colaboración de clases, la Oposición reclamó el regreso a una firme política internacionalista y de independencia de clase.

Las advertencias de la Oposición no tardaron en ser reivindicadas por los acontecimientos. Tras utilizar a los kulaks y los nepmen como arietes contra el ala leninista, la burocracia estalinista se enfrentó a ser liquidada por las mismas fuerzas sociales que había animado. La posibilidad de la restauración capitalista en la URSS se convirtió en una amenaza real. El nuevo régimen asfixiaba la participación democrática de las masas en la gestión y control del Estado, de la economía, la política y la cultura. Pero, al menos en aquellos años, esta casta no estaba interesada en que las relaciones sociales de producción que nacieron con la revolución de octubre, esto es, la nacionalización de la economía, fueran eliminadas. De éste régimen económico obtenía la burocracia la parte del león de sus privilegios e ingresos, pero actuando como un parásito consumía una parte cada vez más grande de la plusvalía generada por la clase obrera y objetivamente se convertía en un freno cada vez más importante para la edificación socialista.

A partir de 1927 Stalin, llevado por el pánico, imprimió un nuevo giro en su política y comenzó la purga de la fracción dirigida por Bujarin, adalid de las concesiones al kulak y el nepmen. Utilizando métodos brutales, la burocracia impuso la colectivización forzosa de la tierra y un plan quinquenal para la industrialización del país (en cuatro años), asumiendo de manera distorsionada uno de los principales puntos del programa de la Oposición de Izquierdas. Esta nueva cabriola tendría, como cabía esperar, su reflejo correspondiente en la esfera de la Internacional y una nueva vuelta de tuerca de la represión interna. Respecto a las filas de la Oposición provocó una oleada de capitulaciones. Muchos cuadros y militantes honestos, deseosos de contribuir al desarrollo del Estado obrero, vieron en el giro de Stalin una oportunidad. Pronto los acontecimientos demostrarían lo equivocado de este juicio.

En el V Congreso de la Comintern (junio-julio de 1924), celebrado bajo la alargada sombra del fracaso de la revolución alemana del año anterior, Zinóviev y Stalin decidieron la “bolchevización de la Internacional” y una depuración de grandes dimensiones en las direcciones de los Partidos Comunistas. En ese congreso también se sugieren los contornos de las tesis sectarias que serían adoptadas posteriormente . En el VI Congreso celebrado en 1928 después de un lapso de cuatro años, tras el fracaso de la huelga general británica de 1926 y la terrible derrota de la revolución china de 1926-1927, apremiados por la amenaza de la restauración capitalista, la Internacional Comunista, a instancias de Stalin, dio luz verde a un nuevo un giro ultraizquierdista, que desembocaría en las conocidas tesis del “tercer período” y del socialfascismo, de trágicas consecuencias para el proletariado alemán y de toda Europa.

Según la escuela estalinista, el “primer período” (crisis del capitalismo y alza re-volucionaria) se extendió de 1917 a 1924; el “segundo” (estabilización del ca-pitalismo) de 1925 a 1928; a partir de ese momento, el “tercer período”, que se representaba como la crisis final del capitalismo, llevó a sostener que la socialdemocracia y el fascismo eran gemelos. La nueva doctrina se reflejó en julio de 1929, durante la X sesión plenaria del Comité Ejecutivo de la IC con la destitución de Bujarin como responsable de la Internacional: “El informe central presentado conjuntamente por Manuilski y Kusinen —escribe Claudín— se esfuerza, en efecto, por ‘agudizar’ las posiciones de la Internacional Comunista en todas las direcciones señaladas. La asimilación de la socialdemocracia al fascismo se lleva a la perfección, y la primera queda convertida en socialfascismo: ‘los fines de los fascistas y los socialdemócratas son idénticos; la diferencia está en las consignas y, parcialmente, en los métodos’ (…) ‘está claro que a medida que se desarrolla el socialfascismo se aproxima más al fascismo puro’…”

Dado que el resto de las corrientes obreras eran calificadas de fascistas (social-fascistas, anarco-fascistas, trotsko-fascistas), era imposible que los partidos comunistas defendieran el Frente Único antifascista con ellas. Ninguna política le podía ser más útil a Hitler en la época en que se preparaba para tomar el poder.

LA AMENAZA DEL FASCISMO

Utilizando el sufragio universal, las elecciones cada cuatro años y la farsa de la “división de poderes”, la burguesía oculta su dominio sobre la sociedad. La posibilidad de que las organizaciones obreras alcancen escaños parlamentarios ayuda a fomentar esta ilusión, pero eso no impide que los gobiernos, sean del color que sean, no representen más que meros comités que velan por los intereses de la clase dominante. Cuando las contradicciones insalvables del capitalismo empujan a la sociedad burguesa a crisis revolucionarias, entonces la política parlamentaria y sus instituciones se convierten en un obstáculo para la clase capitalista. Consentir la existencia de sindicatos, partidos obreros, huelgas, manifestaciones... se vuelve una carga insoportable.

En las condiciones de quiebra de la democracia burguesa, acuciada por la crisis económica y la extrema polarización, surge el fascismo movilizando a amplios sectores de las clases medias empobrecidas, a capas de la clase trabajadora desengañados con la política reformista, y a la legión de desheredados y lúmpenes surgida de la descomposición social. El fascismo aparece como la forma destilada que adopta la dictadura del capital financiero para romper la resistencia de los trabajadores y aplastar la revolución.

Después de su triunfo en Italia, el fascismo entonó su marcha triunfal sobre Alemania. La República de Weimar no había logrado evitar el desempleo de millones de trabajadores alemanes ni la ruina de una parte significativa de las capas medias. Esas masas pequeñoburguesas, que podían haber sido ganadas a la causa del proletariado si las organizaciones obreras hubiesen defendido un programa revolucionario, dieron un bandazo violento a la derecha. En una sociedad deshecha los nazis consiguieron aumentar considerablemente su influencia. En las elecciones de septiembre de 1930, el SPD obtuvo 8.577.700 votos; el Partido Comunista (KPD), 4.592.100; y el partido nazi 6.409.600. Si el KPD incrementó sus votos en relación a las anteriores elecciones de 1928 en un 40%, los nazis lo hicieron en un 700%.

En el intervalo que va desde 1927 a 1933, Trotsky había sufrido la expulsión del Partido, su destierro a la ciudad de Alma-Ata, en Asía Central, y su posterior exilio del país obligado por la orden de expulsión de Stalin. Llegado a la Isla de Prinkipo, en Turquía, quedó aislado de sus camaradas de la Oposición de Izquierdas que sufrieron la represión brutal del aparato estalinista. Por millares fueron expulsados del Partido, despedidos de sus trabajos y arrojados de sus hogares. Más tarde serían detenidos y trasladados a los campos de concentración de Siberia y el Círculo Polar para ser masacrados.

En esta primera etapa de su exilio forzado Trotsky escribió textos brillantes, de una gran lucidez, abordando el balance de su actuación como revolucionario y los acontecimientos más candentes de la lucha de clases internacional. En Prinkipo acabó la redacción de Mi Vida, La revolución Permanente, su monumental Historia de la Revolución Rusa , y cientos de artículos sobre el avance del fascismo en Alemania y los primeros aldabonazos de la revolución española. En esos años comenzó, con grandes dificultades, la tarea de organizar la Oposición de Izquierdas Internacional.

Los escritos sobre el ascenso del fascismo en Alemania destacan por la profundidad teórica y sus certeras previsiones. Trotsky denunció incansablemente las posiciones sectarias de la IC estalinizada y reclamó una política de Frente Único entre los comunistas y los socialdemócratas para combatir a Hitler, basada en acuerdos entre las organizaciones obreras sobre puntos mínimos comunes, sumamente claros, empezando por la defensa de los locales, imprentas, manifestaciones, derechos sindicales y democráticos, y la organización conjunta de milicias obreras de autodefensa. Esta política de Frente Único no implicaba en ningún caso el abandono de la propaganda por el programa socialista, y favorecía el entendimiento con los obreros socialdemócratas, más honestos y avanzados, que sí querían combatir la amenaza fascista pues en ello les iba su propia supervivencia.

En agosto de 1931, Trotsky escribió:

           “Debemos decir claramente a los obreros socialdemócratas, cristianos y sin partido: ‘Los fascistas, una pequeña minoría, desean derrocar al gobierno actual para tomar el poder. Nosotros, los comunistas, pensamos que el actual gobierno es el enemigo del proletariado, pero este gobierno se apoya en vuestra confianza y vuestros votos; deseamos derrocar a este gobierno por medio de una alianza con vosotros, no por medio de una alianza con los fascistas contra vosotros. Si los fascistas intentan organizar un levantamiento, entonces nosotros, los comunistas, lucharemos con vosotros hasta la última gota de sangre, no para defender al gobierno de Braun y Brüning, sino para salvar a la flor y nata del proletariado de ser aniquilada y estrangulada, para salvar las organizaciones y la prensa obrera, no solamente nuestra prensa comunista, sino también vuestra prensa socialdemócrata. Estamos dispuestos junto con vosotros a defender cualquier local obrero, el que sea, cualquier imprenta de prensa obrera de los ataques de los fascistas. Y os llamamos a comprometeros a venir en nuestra ayuda en caso de amenaza contra nuestras organizaciones. Proponemos un frente único de la clase obrera contra los fascistas. Cuanto más firme y persistentemente llevemos a cabo esta política, aplicándola a todas las cuestiones, más difícil será para los fascistas cogernos desprevenidos y menores serán sus posibilidades de derrotarnos en la lucha abierta.”

Las advertencias de Trotsky cayeron en saco roto. Muchos años después, Fernando Claudín, dirigente de las Juventudes Comunistas en los años treinta y posteriormente miembro del Comité Ejecutivo del PCE, tuvo la valentía de hacer balance de la polémica planteada:

           “Los acontecimientos demostraron bien pronto la clarividencia de los análisis y sugestiones de Trotsky en sus escritos de 1931-1932 sobre Alemania. Pero la dirección de la IC y del KPD, no las tuvieron en cuenta…”.

En las elecciones de noviembre de 1932, los nazis obtuvieron 11.737.000 votos, pero todavía entre el KPD y el SPD los superaban, con más de 13 millones (la socialdemocracia alcanzó 7.248.000 votos y los comunistas 5.980.000). Estas cifras son el mejor testimonio de que el apoyo de millones en las urnas no vale de mucho si no se cuenta con una política revolucionaria. En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller sin que tuviera que enfrentarse a una respuesta de envergadura por parte de la socialdemocracia o el KPD. Mientras que los primeros aceptaban la victoria de Hitler porque era democrática y advertían a sus militantes de abstenerse en participar en ninguna acción de protesta, los líderes estalinistas alemanes, atrincherados en la teoría del socialfascismo y aconsejados desde Moscú, seguían sin reconocer la gravedad de la situación contentándose en considerar el triunfo de los nazis como preludio de la victoria comunista.

No hubo ninguna respuesta armada del proletariado, a pesar de que el SPD y el KPD contaban con milicias que encuadraban a medio millón de obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el más fuerte de Europa, y los nazis completaron el trabajo aplastando las organizaciones obreras, que fueron pulverizadas. En febrero de 1933 Hitler disolvió el Reichstag, después de incendiarlo y culpar a los comunistas, y suspendió todas las garantías constitucionales: el KPD fue ilegalizado y miles de sus militantes encarcelados. No fue la última victoria sobre el proletariado europeo. En Austria, el gobierno del socialcristiano Dollfuss (el modelo en el que se inspiraba Gil Robles) clausuró el parlamento en marzo de 1933 y encabezó una dictadura bonapartista tras derrotar la insurrección obrera de Viena.

La crisis política y económica del capitalismo europeo en los años 30, pudrió las bases de la democracia parlamentaria y rompió el equilibrio de la sociedad, acelerando la salida fascista. “El régimen fascista —escribió Trotsky —ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lunpemproletariado, desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la desesperación. La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años (...) la victoria del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas (...) y demanda, sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras”.

Aquellos años registraron también el movimiento impetuoso hacia la revolución de los obreros y campesinos españoles. La incapacidad de la república burguesa para resolver los problemas fundamentales de las masas oprimidas, empezando por una auténtica reforma agraria que pusiera fin al latifundismo, exacerbó la lucha de clases. Igual que en la Rusia de 1917, los dirigentes conciliadores fueron rebasados y la perspectiva de la revolución socialista se abrió camino con firmeza. La burguesía, tras comprobar que los diques defensivos de la democracia parlamentaria no impedían a los trabajadores acrecentar sus posiciones y audacia, sus exigencias y sus ansias revolucionarias, urdió el golpe militar de Franco. Pero la oligarquía calculó mal, esperaba un triunfo rápido de la asonada militar y se encontró con la insurrección de la clase obrera en las grandes ciudades y el fracaso de la intentona. Los obreros armados de Barcelona, de Madrid, de Valencia, de Asturias… y los campesinos alzados, llevaron a cabo una labor revolucionaria ocupando fábricas y tierras, haciéndose cargo de la producción, al tiempo que improvisaban las milicias para combatir a los militares facciosos y las bandas falangistas. El Estado burgués en la zona republicana se desmoronó en favor del poder de los comités de obreros y milicianos, bien es cierto que sin la coordinación necesaria y huérfanos de un partido revolucionario.

Durante tres años de lucha armada contra el fascismo y revolución social, los trabajadores y los campesinos españoles estuvieron muy cerca del triunfo. La revolución socialista fue abortada, saboteada, y combatida por muchos, por supuesto por los políticos de la reacción, los militares, el clero, los terratenientes y capitalistas, por las potencias fascistas a través de un apoyo militar abundante, y por las “democráticas” con su política nauseabunda de No Intervención. Pero en la izquierda, a pesar de la entrega heroica de cientos de miles de militantes y de la juventud obrera, los dirigentes del Partido Comunista —siguiendo las instrucciones precisas de Stalin—, constriñeron todos los esfuerzos encaminados a la transformación socialista de la sociedad, y subordinaron la lucha militar a la defensa de la “república democrática”.

Había transcurrido muy poco tiempo desde que la dirección estalinista, adoptando la teoría del “socialfascismo”, permitió a Hitler tomar el poder en 1933. Sólo dos años después, en 1935, el VII y último Congreso de la Internacional Comunista se desembarazó de la doctrina del “tercer periodo” para abrazar el programa reformista y oportunista del frentepopulismo. Stalin acompañó este nuevo bandazo con un recrudecimiento de la represión, incomparablemente más sangriento y masivo que todos los anteriores.

EL FRENTE POPULAR

Stalin se había mantenido en el poder, pero el régimen de bonapartismo proletario de la URSS distaba mucho de ser estable. Esta era la causa de los constantes movimientos de la casta burocrática, inducidos personalmente por Stalin, a fin de lograr la “seguridad interna” del régimen y su defensa exterior. Tras los acontecimientos de 1933 los dirigentes soviéticos intentaron el acercamiento con la Alemania de Hitler: “Naturalmente está muy lejos de entusiasmarnos el régimen fascista de Alemania. Pero no se trata aquí del fascismo, por la sencilla razón que el fascismo en Italia, por ejemplo, no ha impedido a la URSS establecer las mejores relaciones diplomáticas con dicho país.” El rechazo de Hitler empujó a Stalin a buscar refugió en la “legalidad internacional”: la URSS se adhirió a la Sociedad de Naciones, denunciada por Lenin como una “cocina de ladrones”, y delineó para la Comintern la política de “seguridad colectiva” basada en el frente común con las “potencias democráticas”, especialmente Francia. El Frente Popular estaba servido.

El VII Congreso de la IC, reunido en Moscú a partir del 25 de julio, dio luz verde a esta política que consagraba las alianzas de los Partidos Comunistas con la socialdemocracia y formaciones burguesas de diferente signo, aparentemente en defensa de la “democracia” y con el objetivo de conjurar la “amenaza fascista”. El giro frentepopulista representó una regresión a los viejos postulados de la colaboración de clases defendidos por los dirigentes de la Segunda Internacional. Como ya hemos señalado al inicio de este trabajo es posible remontarse a los escritos de Marx y Engels, especialmente tras las experiencias revolucionarias de 1848 y 1871, para entender el repudió de los fundadores del socialismo científico a las alianzas estratégicas con la burguesía.

En el contexto de la crisis revolucionaria que sacudió Francia a lo largo de 1936, y que en España adquirió su grado más agudo entre las elecciones de febrero de ese año y el estallido revolucionario inmediatamente posterior al golpe militar del 18 de julio, la política frentepopulista y de colaboración de clases de los dirigentes del PCUS, y en consecuencia de la IC, completaría el círculo de su degeneración política. La teoría del socialismo en un solo país se concretaba, en 1935, como un muro de contención contra la revolución social gracias a la farsa de estas alianzas interclasistas.

Cuando más necesario era un programa de independencia de clase; cuando más urgente se hacía liberar a la sociedad de las tenazas de la oligarquía financiera e industrial y del peso muerto de los terratenientes, los dirigentes estalinistas teorizaban la defensa de la “democracia burguesa”, se sacudían de encima toda la experiencia histórica del bolchevismo, y asfaltaban el camino a la derrota de los obreros españoles y franceses. Pero todo esto, incluyendo sus acuerdos diplomáticos con las potencias “democráticas” y el infame pacto germano-soviético de 1939, no evitó ni la Guerra Mundial ni la agresión hitleriana contra la URSS.

La posición de Lenin sobre la política frentepopulista, y su crítica de las concepciones reformistas sobre el Estado, es ampliamente conocida. El Estado y la Revolución, o las Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado elaboradas por el líder bolchevique y presentadas al I Congreso de la Internacional Comunista (1919), son suficientemente claros. Incluso en el momento en que Lenin no pensaba que pudiera triunfar una revolución socialista en Rusia antes que en Europa Occidental, se opuso tenazmente contra todo tipo de acuerdos o alianzas políticas con la burguesía. Siempre rechazó con vehemencia la idea de un bloque programático con los liberales, por experiencia sabía que los “demócratas burgueses” traicionarían inevitablemente la lucha. Lenin combatió, con todas las consecuencias que ello implicaba, integrarse o apoyar un gobierno de coalición con la burguesía liberal, postura defendida y llevada a la práctica por los mencheviques desde febrero hasta octubre de 1917, y sobre esa base levantó todo su programa para la toma del poder.

Cuando al calor de la experiencia de la revolución rusa Lenin escribió El Estado y la revolución, su impacto en las filas bolcheviques y en el movimiento obrero internacional fue tremendo:

           “En ese momento Lenin dirigió todo el fuego de su crítica teórica contra la teoría de la democracia pura. Sus innovaciones fueron las de un restaurador. Limpió la doctrina de Marx y Engels —el Estado como instru¬mento de la opresión de clases— de todas las amalga¬mas y falsificaciones, devolviéndole su intransigente pureza teórica. Al mito de la democracia pura contrapu¬so la realidad de la democracia burguesa, edificada sobre los cimientos de la propiedad privada y trasfor¬mada por el desarrollo del proceso en instrumento del imperialismo. Según Lenin, la estructura de clase del estado, determinada por la estructura de clase de la sociedad, excluía la posibilidad de que el proletariado conquistara el poder dentro de los marcos de la demo¬cracia y empleando sus métodos. No se puede derrotar a un adversario armado hasta los dientes con los métodos impuestos por el propio adversario si, por añadidu¬ra, es también el árbitro supremo de la lucha.”

Y fue precisamente en las mencionadas Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado, que Lenin escribió sopesando cada palabra con la mente puesta en la formación de los cuadros de la nueva Internacional, cuando más tajantemente se pronunció al respecto:

           “(…) 4. Todos los socialistas, al explicar el carácter de clase de la civilización burguesa, de la democracia burguesa, del parlamentarismo burgués, han expresado el pensamiento que con la máxima precisión científica formularon Marx y Engels al decir que la república burguesa, aun la más democrática, no es más que una máquina para la opresión de la clase obrera por la burguesía, de la masa de los trabajadores por un puñado de capitalistas. No hay ni un solo revolucionario, ni un solo marxista de los que hoy vociferan contra la dictadura y en favor de la democracia que no jure y perjure ante los obreros por todo lo humano y lo divino que reconoce ese axioma fundamental del socialismo; pero ahora, cuando el proletariado revolucionario atraviesa un estado de efervescencia y se pone en movimiento para destruir esa máquina de opresión y para conquistar la dictadura proletaria, esos traidores al socialismo presentan las cosas como si la burguesía regalase a los trabajadores una “democracia pura”, como si la burguesía hubiera renunciado a la resistencia y estuviese dispuesta a someterse a la mayoría de los trabajadores, como si no hubiese existido y no existiese ninguna máquina estatal para la opresión del trabajo por el capital en la república democrática (…)

           “(…) 20. La destrucción del poder del Estado es un fin que se han planteado todos los socialistas, entre ellos, y a la cabeza de ellos, Marx. Si no se logra ese fin no puede realizarse la verdadera democracia, es decir, la igualdad y la libertad. A este objetivo conduce en la práctica únicamente la democracia soviética o proletaria, pues, al atraer a la participación permanente e ineludible en la dirección del Estado a las organizaciones de masas de los trabajadores, comienza en seguida a preparar la plena extinción de todo Estado (…)”

Las tesis de Lenin fueron escritas en un momento crítico para la URSS, cuando era acosada por la intervención de 21 ejércitos imperialistas. En esas condiciones extremas, el líder bolchevique nunca abandonó el método y el programa marxista. Aducir, como han hecho numerosos autores estalinistas para justificar la política de Frente Popular, que la proximidad de la guerra mundial y la amenaza sobre la URSS hacía necesario este tipo de “acuerdos” con la burguesía imperialista, no se sostiene. Y esos eran precisamente los argumentos centrales esgrimidos en el VII Congreso de la IC por Dimitrov:

           “Nuestra actitud ante la democracia burguesa no es la misma en todas las circunstancias. Así, por ejemplo, durante la revolución de Octubre los bolcheviques rusos libraron una lucha, a vida o muerte, contra todos los partidos políticos que se alzaban contra la instauración de la dictadura del proletariado bajo la bandera de la defensa de la democracia burguesa. Los bolcheviques luchaban contra estos partidos, porque la bandera de la democracia burguesa era entonces el banderín de enganche de todas las fuerzas contrarrevolucionarias para luchar contra el triunfo del proletariado. Otra es hoy la situación en los países capitalistas. Hoy, la contrarrevolución fascista ataca a la democracia burguesa, esforzándose por someter a los trabajadores al régimen más bárbaro de explotación y aplastamiento. Hoy las masas trabajadoras de una serie de países occidentales se ven obligados a escoger, concretamente para el día de hoy, no entre la dictadura del proletariado y la democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo.”

Los anteriores párrafos fueron escritos después de la derrota alemana y el triunfo completo de Hitler, y cuando Francia y España hervían. Pero las lecciones de esos acontecimientos no llevaron a Stalin y sus acólitos a sacar ninguna conclusión positiva, ni a reencontrase con el abc del marxismo. Por el contrario, intentando borrar las huellas de sus errores se pasaron abiertamente a la trinchera de la colaboración de clases. Para insistir en la cuestión fundamental: lo que ocultaba Dimitrov era que los bolcheviques tuvieron que decidir también en unas circunstancias parecidas a las que se planteaban ante el movimiento comunista internacional en 1935. Cuando Kornilov encabezó el golpe militar en agosto de 1917 con la complicidad de los burgueses y la colaboración indirecta de Kerensky, jefe del gobierno de coalición, lo que pretendía era aplastar las conquistas democráticas arrancadas por la revolución de Febrero. En el caso de haber triunfado, su dictadura contrarrevolucionaria, fascista, hubiera acabado con el “parlamentarismo” y desencadenado una brutal represión contra la izquierda. La respuesta de los bolcheviques, y particularmente de Lenin, no fue agitar a favor de la “democracia burguesa”, sino la defensa armada del Petrogrado revolucionario y la aceleración de la toma del poder por parte de los trabajadores a través de los sóviets, lo que suponía la caída del gobierno de coalición entre la burguesía y los socialistas conciliadores.

Esa fue la esencia de la política leninista en aquellos momentos en que la amenaza fascista se cernía sobre la Rusia revolucionaria:

           “Después de haber conquistado la mayoría en los sóviets de diputados obreros y soldados de ambas capitales —escribió Lenin— los bolcheviques pueden y deben tomar en sus manos el poder del Estado. Pueden, pues la mayoría activa de los elementos revolucionarios del pueblo de ambas capitales es suficiente para llevar tras de sí a las masas, vencer la resistencia del enemigo, derrotarlo, conquistar el poder y sostenerse en él; pueden, pues al proponer en el acto la paz democrática, entregar en el acto la tierra a los campesinos y restablecer las instituciones y libertades democráticas, aplastadas y destrozadas por Kerensky, los bolcheviques formarán un gobierno que nadie podrá derrocar (…).”  

Lenin y los bolcheviques ni antes ni después de Octubre confiaron la suerte de la revolución rusa, ni de la URSS, ni por supuesto de la revolución mundial, a la colaboración política con la burguesía de Francia, de Gran Bretaña, de Alemania, ni de ningún otro país. Su posición fue siempre estimular la acción revolucionaria de los obreros de todo el mundo. Esta era la mejor garantía de defensa de la Unión Soviética, la mayor aportación para la construcción del socialismo en Rusia, y fue el motivo por el que nació la Internacional Comunista. La opinión de Lenin respecto a la democracia capitalista, a su crisis y bancarrota, nunca le llevo a proclamar su defensa frente a los golpes contrarrevolucionarios de la burguesía. En La Tercera Internacional y su lugar en la historia, en abril de 1919 Lenin lo volvió a dejar claro:

           “Para continuar la obra de la construcción del socialismo, para llevarla a cabo aún hace falta mucho, muchísimo. Las Repúblicas Soviéticas de los países más cultos, donde el proletariado goza de mayor peso e influencia, cuentan con todas las probabilidades de sobrepasar a Rusia, si es que emprenden el camino de la dictadura del proletariado. La II Internacional en bancarrota está agonizando (…) Sus jefes ideológicos más destacados, como Kautsky, cantan loas a la democracia burguesa, calificándola de ‘democracia'’ en general o —lo que es más necio y burdo todavía— de ‘democracia pura’. La democracia burguesa ha caducado, lo mismo que la II Internacional, aunque cumplía un trabajo históricamente necesario y útil, cuando estaba planteada al orden del día la obra de preparar a las masas obreras en los marcos de esta democracia burguesa (…) La república democrática burguesa prometía el poder a la mayoría, lo proclamaba, pero jamás pudo realizarlo, ya que existía la propiedad privada de la tierra y demás medios de producción. La ‘libertad’ en la república democrática burguesa era, de hecho, la libertad para los ricos. Los proletarios y los campesinos trabajadores podían y debían aprovecharla con objeto de preparar sus fuerzas para derrocar el capital, para vencer a la democracia burguesa; pero, de hecho, las masas trabajadoras, como regla general, no podían gozar de la democracia bajo el capitalismo…”

Lenin concluye su artículo con una idea que golpea sin consideración las tesis frentepopulistas de Stalin, Dimítrov y Togliatti: “Quien, al leer a Marx, no haya comprendido que en la sociedad capitalista, en cada situación grave, en cada importante conflicto de clases, sólo es posible la dictadura de la burguesía o la dictadura del proletariado, no ha comprendido nada de la doctrina económica ni de la doctrina política de Marx.”

LA DESTRUCCIÓN DEL PARTIDO DE LENIN

La doctrina adoptada por la Internacional en 1935 no sólo fue una caricatura de menchevismo, supuso la liquidación política de las enseñanzas de Lenin, Marx y Engels. Las consecuencias de esta traición fueron terribles: además de preparar la derrota del proletariado español y desarmar a la URSS frente a Hitler, Stalin hizo correr un río de sangre entre su aparato de burócratas y la vieja generación revolucionaria.

La revolución y la guerra civil española fueron un foco de atención para Stalin hasta 1938. La posibilidad de que los acontecimientos españoles se desbordasen y echasen al traste su estrategia de alianzas internacionales, unido al temor de que la revolución pudiese despertar la actividad oposicionista en el seno del PCUS y de la IC, explican muchas cosas. A pesar de que los partidarios de Trotsky habían sido eliminados de las filas del PCUS, Stalin necesitaba consolidar un poder incontestable, sin ningún tipo de competencia y completamente hegemónico. Su régimen de bonapartismo proletario se apoyaba en un Estado obrero con monstruosas deformaciones burocráticas: sus intereses y privilegios de casta, y su monopolio del poder, le llevaron a una política de exterminio de todos aquellos que podían, en algún momento y de alguna manera, ponerlo en cuestión.

Las grandes purgas estalinistas se extendieron desde 1936, tuvieron su apogeo al año siguiente, y se mantuvieron hasta finales de la década de los cuarenta. La feroz represión contra decenas de miles de militantes comunistas del Partido ruso tuvo su replica brutal en las secciones nacionales de la Comintern, entre los brigadistas internacionales y los asesores militares soviéticos del ejército republicano, entre los partisanos y resistentes que combatieron a Hitler. Este crimen contra una generación de revolucionarios marcó un abismo de sangre entre el régimen despótico de Stalin y la democracia obrera instaurada en los primeros años de la revolución rusa bajo Lenin.

“El 14 de agosto —escribe Pierre Borue— un comunicado oficial anuncia el comienzo de lo que será la era de los ‘Procesos de Moscú’. En agosto de 1936, en enero de 1937, en marzo de 1938, van a tener lugar en público idénticas escenas ante el colegio militar de la Corte Suprema de la URSS; acusados que habían sido compañeros y colaboradores de Lenin, fundador del Estado y del Partido, dirigentes revolucionarios mundialmente conocidos, cuyos simples nombres evocan aún, para ciertas personas, la epopeya revolucionarla de 1917, se inculpan de los peores crímenes, se proclaman asesinos, saboteadores, traidores y espías, todos afirman su odio hacia Trotsky, vencido en la lucha abierta en el partido a raíz de la muerte de Lenin, todos cantan alabanzas a su vencedor, Stalin, el ‘jefe genial’, que ‘guía al país con mano firme’…”

A principios de 1939, de los 139 miembros del Comité Central elegidos en el XVII Congreso del PCUS (celebrado entre enero y febrero de 1934) , 110 habían sido detenidos. De los 1.996 delegados presentes en ese Congreso (también llamado el de los “condenados”), 1.108 fueron arrestados y de ellos dos terceras partes ejecutados en los tres años siguientes al inicio de grandes purgas en 1936. A finales de 1940, del Comité Central del Partido Bolchevique de Octubre de 1917 sólo dos miembros habían sobrevivido: Stalin, jefe supremo del Estado, y Alejandra Kollontai, que actuaba como embajadora a Suecia.

Roy Medvedev en su documentada obra sobre las purgas afirma:

           “El conjunto de los antiguos miembros de los distintos grupos de la difunta oposición no pasaba de unos veinte o treinta mil individuos, muchos de los cuales fueron presos o fusilados a comienzos de 1937. Fue una dolorosa pérdida para el Partido; pero todavía se estaba en una fase inicial. A través de 1937 y 1938 la ola de represión fue en auge, arrastrando al núcleo central de los dirigentes del Partido. Esta implacable y tan bien planeada destrucción de todos quienes habían realizado la obra principal de la Revolución desde los días de la lucha clandestina, y luego a través de la sublevación y de la guerra civil, para alcanzar la restauración de la quebrantada economía y el gran florecimiento de los primeros años treinta, fue el más tenebroso acto de la tragedia de aquella década.”

Tampoco las filas del Ejército Rojo escaparon a esta escabechina. Poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial todo el Estado Mayor fue arrestado, y estrategas militares brillantes como Tujachevski, Yakir, Gamarnik, fueron ejecutados por orden de Stalin. Entre 1937 y 1938 se liquidó entre 20 y 35.000 oficiales del Ejército Rojo. El 90% de los generales y el 80% de todos los coroneles fueron asesinados por la NKVD (denominación posterior de la GPU), la temida policía secreta a las órdenes de Stalin. Tres mariscales, 13 comandantes, 57 comandantes de cuerpo, 111 comandantes de división, 220 comandantes de brigada y todos los comandantes de los distritos militares fueron fusilados. La dimensión de esta carnicería constituyó el mejor regalo que se podía hacer a Hitler, quien evidentemente lo aprovechó a fondo.

Una gran cantidad de asesores soviéticos, mandos de las Brigadas Internacionales y simples combatientes, fueron calumniados, perseguidos y expulsados, o perecieron en las grandes purgas. El historiador Kowalsky señala al respecto:

           “(…) Ninguno de los asesores destacados sobre el terreno ignoraba lo que estaba sucediendo en Moscú. Los juicios-espectáculo a los que fueron sometidos muchos viejos bolcheviques y altos oficiales del Ejército Rojo recibieron una amplia cobertura mediática, y los asesores soviéticos tenían a su alcance en España toda clase de periódicos. El diario Mundo Obrero, órgano del PCE de amplia difusión, tenía su propio corresponsal en Moscú, Irene Falcón, encargada de informar de los juicios. Además, el Comisariado de Guerra utilizó otro método de intimidación, y en ese sentido se tomó la molestia de dar a conocer directamente a los asesores destinados a España el carácter de los procesos celebrados en Moscú (…) El contingente soviético que prestó sus servicios en la guerra civil sufrió enormes pérdidas a manos de los ejecutores de Stalin en Moscú, a menudo inmediatamente después de regresar de España.”

Muchos cuadros y militantes, después de luchar heroicamente en la guerra civil española y ocupar un lugar de vanguardia en la resistencia partisana en Francia, Italia, Yugoslavia, Hungría, incluso en las filas del Ejército Rojo, obtuvieron una recompensa insospechada: les esperaba la cárcel, cuando no la horca y los pelotones de ejecución. Rémi Skoutelsky escribe:

           “Tras la liberación [de Europa] muchos cuadros probados de la Resistencia Inmigrada en Francia regresaron a sus respectivos países para asumir importantes responsabilidades, sobre todo allí donde los comunistas habían llegado al poder. Así, Ljubomir Illitch, designado por Tito para que lo representara ante Eisenhower en 1944, se fue a Yugoslavia, Artur London a Checoslovaquia y Marino Mazzeti a Italia. En 1948, Tito rompió con la URSS (…) A partir de 1949, en todos los países del Este, salvo en Polonia, se desató una caza de brujas similar a la que había habido en Moscú en 1936, con confesiones forzadas y ejecuciones sumarísimas. Así, Laszlo Rajk, ministro de Asuntos Exteriores de Hungría, secretario adjunto del Partido Comunista, que había sido comisario en el batallón Rakosi y había resultado herido tres veces en España, más tarde preso en Gurs, confesó que había sido enviado por la policía secreta del almirante Horti, el dictador regente aliado de Hitler, ‘con la doble intención de descubrir los nombres del batallón Rakosi y buscar disminuir la eficacia de ese batallón en el plano militar’. Y agregó: ‘Debo añadir que también hice propaganda trotskista’. Otto Katz, mano derecha de Willy Münzenberg en la lucha a favor de la España republicana fue ahorcado con él. El objetivo de esos procesos, que por lo demás eran claramente antisemitas, era imponer la supremacía de la URSS eliminando cualquier veleidad independentista. Por eso apuntaban especialmente a aquellos que habían desplegado una lucha de tipo internacionalista, es decir, los ex brigadistas.”

Algunos corrieron mejor suerte aunque fueron calumniados duramente, como André Marty, excluido del Partido Comunista de Francia (PCF). La Asamblea General de la AVER, la asociación de brigadistas franceses en la guerra civil española que los estalinistas controlaban, votó una resolución que decía: “Los voluntarios tienen el deber de expulsar de sus filas a su ex presidente André Marty, quien debido a sus vínculos con los elementos policiales y los enemigos declarados de la causa por la cual lucharon y continuarán luchando, ha traicionado su confianza y ha desertado de las filas de los combatientes de la democracia.”

Pero fue en la URSS donde el terror estalinista alcanzó sus cuotas más crueles, sumergiendo a la sociedad en una atmósfera de paranoia. Según Karl Schlögel en su documentada obra, Terror y utopía, en el año 1937 fueron arrestadas cerca de dos millones de personas, unas setecientas mil de las cuales fueron asesinadas, y casi 1,3 millones enviadas a campos de concentración y a colonias de trabajos forzados.

Todas las expulsiones, las purgas, los procesos, las ejecuciones sumarísimas, los sentencias a los campos siberianos, iban asociados a la acusación de trotskismo, término que en boca del aparato estalinista era sinónimo del mayor de los crímenes posibles. Pero ¿por qué esta hostilidad sin parangón contra Trotsky y el trotskismo? ¿Por qué esta persecución hasta el punto de desatar una cacería física que implicaba a todo el aparato de Estado soviético?

Trotsky, el colaborador más estrecho de Lenin en los grandes acontecimientos de octubre de 1917, fundador del Ejército Rojo y Comisario de sus tropas durante los difíciles años de la intervención imperialista y la guerra civil, había denunciado valientemente la política oportunista de la nueva burocracia, su giro autoritario y su traición al internacionalismo proletario. Sus seguidores fueron perseguidos con saña en la URSS, encarcelados e internados en Vorkutá, Kolimá y en otros lugares, donde fueron exterminados por millares.

Pero Trotsky nunca capituló, a pesar de que sufrió brutalmente el exilio de la URSS, la calumnia y la persecución, el asesinato de sus hijos, familiares y colaboradores más cercanos, y la aniquilación de sus camaradas. Hasta el último de sus alientos, cuando fue asesinado por Ramón Mercader en su residencia mexicana de Coyoacan, se mantuvo leal a las ideas del marxismo revolucionario. “Las leyes de la Historia son más fuertes que los aparatos burocráticos”, escribió en 1938. .

Fueron demasiados los que creyeron las mentiras y calumnias del estalinismo, los que justificaron sus crímenes o miraron para otro lado. No obstante, muchos reconocieron la impostura aunque para ello tuvieron que vivir en carne propia la represión estalinista. Los testimonios de estos militantes, que a pesar de todo no renunciaron a la causa del socialismo, hacen justicia a la generación de comunistas aniquilados por Stalin. Artur London, el brigadista checoslovaco que combatió en las trincheras españolas, miembro del Partido Comunista y compañero de Lise London, padeció la represión cuando era viceministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia. Su tormento lo retrató crudamente en su obra La Confesión, donde dejó escrito unas líneas que merecen ser recordadas:

           “(…) No es de extrañar que en 1934 aceptáramos la tesis estalinista de que el asesinato de Kirov era una manifestación de agresividad hitleriana, un complot antisoviético que exigía una respuesta inmediata. También creíamos las acusaciones lanzadas por Stalin y el equipo dirigente del Partido Bolchevique contra Trotsky y, más tarde, contra los demás compañeros de Lenin. Nuestra fe en Stalin nos cegaba y no entendíamos que sus desacuerdos con otros líderes del partido habían degenerado en un simple ajuste de cuentas, que las medidas represivas habían sustituido a la discusión, y que la calumnia y la mentira eran utilizadas para desacreditar a auténticos revolucionarios. Todo lo que aparecía como un ataque contra la URSS era considerado ‘objetivamente’ como una ayuda a nuestros adversarios. Así fue posible entre nosotros la visión de un Trotsky transformado en agente del nazismo. Ésta es una página negra del movimiento comunista internacional, que siguiendo a Stalin se hizo cómplice suyo.”

Artur London no fue el único en reconocer esta actividad criminal, incompatible con la causa de los trabajadores. Otro destacado militante comunista, y víctima como London de las purgas estalinistas, Leopold Trepper, legendario jefe de la Orquesta Roja, el servicio de contraespionaje organizado por la Comintern en la Europa ocupada por los nazis, escribió en El Gran Juego:

           “Los fulgores de octubre iban extinguiéndose en los crepúsculos carcelarios. La revolución degenerada había engendrado un sistema de terror y horror, en el que eran escarnecidos los ideales socialistas en nombre de un dogma fosilizado que los verdugos tenían aún la desfachatez de llamar marxismo. Y, sin embargo, desterrados pero dóciles, nos había seguido triturando el engranaje que habíamos puesto en marcha con nuestras propias manos. Cual ruedas del mecanismo, aterrorizados hasta el extravío, nos habíamos convertido en instrumentos de nuestra propia sumisión. Todos los que no se alzaron contra la maquina estalinista son responsables, colectivamente responsables de sus crímenes. Tampoco yo me libro de este veredicto.

           Pero, ¿quién protesto en aquella época? ¿Quién se levantó para gritar su hastío? Los trotskistas pueden reivindicar ese honor. A semejanza de su líder, que pagó su obstinación con un pioletazo, los trotskistas combatieron totalmente el estalinismo y fueron los únicos que lo hicieron. En la época de las grandes purgas, ya sólo podían gritar su rebeldía en las inmensidades heladas, a las que los habían conducido para mejor exterminarlos. En los campos de concentración, su conducta fue siempre digna e incluso ejemplar. Pero sus voces se perdieron en la tundra siberiana. Hoy día los trotskistas tienen el derecho a acusar a quienes antaño corearon los aullidos de muerte de los lobos. Que no olviden, sin embargo, que poseían sobre nosotros la inmensa ventaja de disponer de un sistema político coherente, susceptible de sustituir al estalinismo, y al que podían agarrarse en medio de la profunda miseria de la revolución traicionada. Los trotskistas no ‘confesaban’, porque sabían que sus confesiones no servirían ni al partido ni al socialismo.”

De entre los innumerables testimonios de comunistas que rompieron con Stalin citaremos por último a Ignacio Reiss, el agente de la NKVD asesinado en septiembre de 1937 por sus antiguos compañeros. Reiss, conocido como Ludwig, escribió una carta al Comité Central del PCUS el 17 de julio de 1937:

           “La carta que os escribo hoy debía haberla escrito hace ya largo tiempo, el día en que los ‘dieciséis’ fueron masacrados en los sótanos de la Lubianka de acuerdo a las órdenes del ‘Padre de los Pueblos’. Entonces guarde silencio. Tampoco eleve mi voz para protestar en ocasión de los asesinatos que siguieron, y ese silencio hace gravitar sobre mí una pesada responsabilidad. Mi falta es grande, pero me esforzare por repararla lo más pronto posible, con el fin de aliviar mi conciencia. Hasta entonces marché a vuestro lado, pero ya no daré un paso más en vuestra compañía. ¡Nuestros caminos se separan! ¡El que se calla hoy se convierte en cómplice de Stalin y traiciona la causa de la clase obrera y el socialismo! (…) La verdad se abrirá camino, el día de la verdad está más cercano, mucho más cercano de lo que piensan los señores del Kremlin. El día en que el socialismo internacional juzgará los crímenes cometidos en el curso de los últimos diez años, está próximo (…) Para que la Unión Soviética y el movimiento obrero internacional en su conjunto no sucumban definitivamente bajo los golpes de la contrarrevolución abierta y del fascismo, el movimiento obrero debe desembarazarse de Stalin y del estalinismo. Esa mezcla del peor de los oportunismos —un oportunismo sin principios—, de sangre y de mentiras, amenaza emponzoñar el mundo entero y aniquilar los restos del movimiento obrero. ¡Lucha sin tregua al estalinismo! ¡No al frente popular, si a la lucha de clases! Tales son las tareas imperativas de la hora (…) Recobró mi libertad. Vuelvo a Lenin. A su enseñanza y a su acción. Pretendo consagrar mis humildes fuerzas a la causa de Lenin: ¡Quiero combatir, pues solamente nuestra victoria —la victoria de la revolución proletaria— liberará a la Humanidad del capitalismo y a la Unión Soviética del estalinismo! ¡Adelante hacia nuevos combates por el socialismo y la revolución proletaria! ¡Por la construcción de la IV Internacional!…”

Miles de militantes comunistas de todo el mundo han tenido que conocer esta verdad muy tarde, después de que el régimen de Stalin —que había “construido definitivamente el socialismo en la URSS”— colapsase; después que el capitalismo se restaurara en la tierra de Octubre, y que la burocracia estalinista se transformaba en la nueva burguesía rusa recuperando todos los símbolos y atributos del viejo régimen. Una experiencia, amarga y dolorosa, que hace de La Revolución Traicionada mucho más que un texto marxista destacado o un acta de acusación contra el estalinismo. Por encima de todo lo convierte en un llamado imperecedero a la rebelión.

Madrid, 4 de octubre de 2015