Albert Rhys Williams (28 septiembre 1883 - 27 febrero 1962), sindicalista, periodista y predicador norteamericano, fue testigo y participante en la Revolución Rusa de octubre de 1917 y amigo de John Reed y de V. I. Lenin...
Albert Rhys Williams (28 septiembre 1883 - 27 febrero 1962), sindicalista, periodista y predicador norteamericano, fue testigo y participante en la Revolución Rusa de octubre de 1917 y amigo de John Reed y de V. I. Lenin.
Escrito en 1919
Mientras Petrogrado se encuentra en un tumulto de patrullas en conflicto y voces en pugna, hombres de toda Rusia llegan a la ciudad. Son los delegados al Segundo Congreso Pan-Ruso de los Sóviets convocado en el Smolny. Todas las miradas se vuelven hacia el Smolny.
Anteriormente una escuela para las hijas de la nobleza, el Smolny es ahora el centro de los Sóviets. Se encuentra en el Neva, una enorme estructura majestuosa, fría y gris durante el día. Pero por la noche, brillando con un centenar de ventanas iluminadas, se vislumbra como un gran templo, un templo de la Revolución. Las dos fogatas ante de sus pórticos, atendidos por soldados con largos abrigos, flamean como llamas de altar. Aquí se concentran las esperanzas y las oraciones de incontables millones de pobres y desheredados. Aquí buscan la liberación de un largo sufrimiento y de la tiranía. Aquí se deciden para ellos cuestiones de vida y muerte.
Esa noche vi a un obrero, delgado, mal vestido, caminado por una calle oscura. Alzando la cabeza de pronto vio la fachada gigantesca del Smolny, brillando como oro a través de la nevada. Quitándose el sombrero, se mantuvo de pie un momento con la cabeza descubierta y los brazos extendidos. Gritando, a continuación –“¡La Comuna! El Pueblo! La Revolución!”, corrió y se fusionó con la multitud atravesando las rejas.
De la guerra, del exilio, de las mazmorras, desde Siberia, vienen estos delegados al Smolny. Hace años que están sin noticias de sus viejos camaradas. Súbitamente, gritos de reconocimiento, una carrera hasta el otro, unas cuantas palabras, el abrazo de un momento a otro, luego apurarse a las conferencias, asambleas, reuniones interminables.
Smolny es ahora un gran foro, rugiente como una gigantesca fragua con oradores llamando a las armas, el público silbando o aplaudiendo, el martillo golpeando por orden, los centinelas poniendo las armas a tierra, ametralladoras retumbando por los pisos de cemento, estentóreos coros de himnos revolucionarios, ovaciones atronadoras a Lenin y Zinoviev al emerger de la clandestinidad.
Todo va a gran velocidad, tornándose más tenso a cada minuto. Los trabajadores son dínamos de energía; milagros insomnes, incansables, sin nervios: hombres enfrentando cuestiones trascendentales de la Revolución.
A las diez y cuarenta de la noche del 7 de noviembre, se abre la histórica gran reunión con consecuencias para el futuro de Rusia y el mundo entero. Los delegados entran al gran salón de la asamblea. Dan, el presidente anti-bolchevique, está en la plataforma haciendo sonar la campana de orden y declara: “La primera sesión del Segundo Congreso de los Sóviets está abierta.”
Primero viene la elección del órgano rector del Congreso (el presidium). Los bolcheviques obtienen 314 miembros. Todos los otros partidos consiguen 11, el antiguo cuerpo dirigente dimite y los dirigentes bolcheviques, hasta hace poco los marginados y fuera de la ley de Rusia, asumen sus lugares. Los partidos de derecha, compuestos en gran parte por la intelectualidad, abren con un ataque a las credenciales y órdenes del día. La discusión es su punto fuerte. Se deleitan en cuestiones académicas. Argumentan refinados puntos de principio y procedimiento.
Entonces, de repente, desde la noche, un choque ensordecedor pone a los delegados de pie, inquietos. Es el rugir de los cañones, el crucero Aurora disparando sobre el Palacio de Invierno. Bajo y amortiguado por la distancia que viene con ritmo constante, regular, es un réquiem sonando por la muerte del viejo orden, un saludo al nuevo. Es la voz de las masas tronando a los delegados la demanda de “Todo el poder a los sóviets”. Así, la pregunta es directamente hecha al Congreso: “¿Declarará ahora a los Sóviets como gobierno de Rusia, y dará base legal a la nueva autoridad?”
El desierto de los intelectuales
Ahora viene una de las paradojas sorprendentes de la historia, y una de sus tragedias colosales, la negativa de la intelectualidad. Entre los delegados estuvieron decenas de estos intelectuales. Habían hecho al “pueblo oscuro” el objeto de su devoción. “Acudir al pueblo” era una religión. Por ellos habían sufrido la pobreza, la cárcel y el exilio. Había despertado a las masas con ideas revolucionarias, incitándolas a la rebelión. El carácter y la nobleza de las masas había sido alabadas sin cesar. En resumen, la intelectualidad había hecho un dios del pueblo. Ahora el pueblo se alzaba con la ira y el trueno de un dios, imperioso y arbitrario. Actuaba como un dios.
Pero los intelectuales rechazan un dios que no los escuche y sobre el cual han perdido el control. Inmediatamente la intelectualidad se convirtió atea. Ellos rechazan toda fe en su antiguo dios, el pueblo. Le niegan su derecho a la rebelión.
Al igual que Frankenstein, ante este monstruo de su propia creación, la intelectualidad tiembla, tiembla de miedo, tiembla de ira. Lo consideran un bastardo, un diablo, una terrible calamidad, sumiendo en el caos a Rusia, “una rebelión criminal contra la autoridad”. Se lanzan en su contra, atacando, maldiciendo, suplicando, delirando. Como delegados se niegan a reconocer esta Revolución. Se niegan a permitir que este Congreso declare a los sóviets el gobierno de Rusia.
¡Tan inútil! ¡Tan impotente! Sería más fácil negarse a reconocer un maremoto o un volcán en erupción, que negarse a reconocer esta Revolución. Esta Revolución es elemental, inexorable. Está en todas partes, en los cuarteles, en las trincheras, en las fábricas, en las calles. Está aquí, oficialmente, en este congreso, en cientos de delegados de obreros, soldados y campesinos. Está aquí, extraoficialmente, en las masas que abarrotan cada centímetro de espacio, subiéndose a los pilares y los marcos de las ventanas, tornando el salón blanco con la niebla de sus humeantes cuerpos apretados, eléctricos con la intensidad de sus sentimientos.
La gente viene a comprobar que se hará su voluntad revolucionaria: que el Congreso declare a los sóviets el gobierno de Rusia. En este punto son inflexibles. Todo intento de ocultar este aspecto, todos los esfuerzos por paralizar o evadir su voluntad invoca explosiones de indignada protesta.
Los partidos de la derecha tienen largas resoluciones que presentar. La masa es impaciente. “¡No más resoluciones! ¡No más palabras! ¡Queremos hechos! ¡Queremos el gobierno del Sóviet!”
La intelectualidad, como de costumbre, desea acordar el asunto con una coalición de todos los partidos. “Sólo es posible una coalición”, es la réplica. “La coalición de trabajadores, soldados y campesinos.”
Mártov llama en voz alta para “una solución pacífica ante la guerra civil inminente.” “¡Victoria! ¡Victoria!, es la única solución posible”, es el grito de respuesta.
El oficial Kutchin trata de aterrorizarlos con la idea de que los sóviets están aislados, y que todo el ejército está en contra de ellos. “¡Mentiroso! ¡Oficial!” gritan los soldados. “Usted habla por los oficiales no por los hombres en las trincheras. Los soldados exigimos ¡Todo el poder a los Soviets!”
Su voluntad es de acero. No hay ruegos ni amenazas que la quiebren o dobleguen. Nada puede desviarla de su objetivo.
Finalmente lleno la furia, Abramovich, clama: “No podemos quedarnos aquí y ser responsables de estos crímenes. Invitamos a todos los delegados a salir de este congreso.” Con un gesto dramático desciende de la plataforma y se dirige hacia la puerta. Alrededor de ochenta delegados se levantan de sus asientos y se abren paso tras él.
“Que se vayan”, grita Trotsky, “¡que se vayan! Son solo desperdicios que serán barridos al basurero de historia.”
Entre una tormenta de gritos, burlas e insultos de “¡Renegados! ¡Traidores!” de los proletarios, los intelectuales salen de la sala y de la Revolución. ¡Una tragedia suprema! La intelectualidad rechaza la revolución que había ayudado a crear, abandonando a las masas en la crisis de su lucha. Suprema locura, también. No aíslan a los sóviets, sólo se aíslan a si mismos. Detrás de los sóviets hay sólidos batallones de apoyo.
Los Sóviets son proclamados el Gobierno
Cada minuto trae la noticia de nuevas conquistas de la Revolución: la detención de ministros, la incautación del Banco del Estado, del telégrafo, de la estación telefónica, del Estado Mayor. Uno por uno, los centros de poder están pasando a manos del pueblo. La autoridad espectral del antiguo gobierno se está desmoronando ante los golpes de martillo de los insurgentes.
Un comisario, sin aliento y salpicado de barro, desmonta de su caballo y sube a la plataforma para anunciar: “La guarnición de Tsarskoye Selo está con los Sóviets. Hace guardia a las puertas de Petrogrado.” Desde otro: “El Batallón de Ciclistas con los Sóviets. No se encontrará ni un solo hombre dispuesto a derramar la sangre de sus hermanos.” Luego Krylenko, sube tambaleante, telegrama en mano: “¡Saludos al Soviet del Décimo Segundo Ejército! El Comité de Soldados está tomando el mando del Frente Norte”.
Y, por último, al final de esta noche tumultuosa, desde de esta lucha de lenguas y el choque de voluntades, la simple declaración: “El gobierno provisional es depuesto. Por la voluntad de la gran mayoría de obreros, soldados y campesinos, el Congreso de Sóviets asume el poder. La autoridad Soviética propondrá una paz democrática inmediata a todas las naciones, una tregua inmediata en todos los frentes. Se asegurará la libre transferencia de tierras..., etc.”
¡Pandemonio! Los hombres llorando abrazados. Mensajeros saltando y alejándose a carrera. El telégrafo y el teléfono zumbando y tarareando. Coches partiendo al frente de batalla; aviones cruzando a toda velocidad ríos y llanuras. Señales de radio destellando a través de los mares. ¡Todos mensajeros de la gran noticia!
La voluntad de las masas revolucionarias ha triunfado. Los Sóviets son el gobierno.
Esta histórica sesión termina a las seis de la mañana. Los delegados, tambaleantes por la toxina de la fatiga, los ojos hundidos de insomnio, pero exultantes, se tropiezan por las escaleras de piedra y por las puertas de Smolny. Afuera todavía está oscuro y frío, pero en el este se vislumbra un rojo amanecer