Cómo se formó el Ejército Rojo, y sus combates victoriosos contra 21 ejércitos imperialistas y los destacamentos contrarrevolucionarios de las Guardias Blancas, representa uno de los capítulos de la Revolución Rusa sistemáticamente ocultados por la historiografía burguesa y la estalinista.

Cómo se formó el Ejército Rojo, y sus combates victoriosos contra 21 ejércitos imperialistas y los destacamentos contrarrevolucionarios de las Guardias Blancas, representa uno de los capítulos de la Revolución Rusa sistemáticamente ocultados por la historiografía burguesa y la estalinista. Y no es casualidad. Conocer esta parte asombrosa de la defensa militar del Estado obrero no puede dejar de inspirar a las nuevas generaciones de luchadores pues, más allá de la épica, y hubo mucha, constituye un ejemplo sobresaliente de táctica y estrategia marxista en el frente más complicado de todos: la guerra.

Los soldados revolucionarios y las Guardias Rojas

Desde 1905 los bolcheviques poseían una organización militar dedicada fundamentalmente a la propaganda clandestina entre las tropas. Después de la revolución de Febrero de 1917, su actividad adquirió grandes dimensiones no sólo para debilitar la autoridad de la oficialidad zarista y frustrar cualquier intento de organizar unidades militares que pudieran utilizarse contra la revolución (labor que realizaron a partir de su influencia en los comités de soldados), sino para agrupar las fuerzas que jugarían un papel central en la insurrección. En la Conferencia Panrusa de Organizaciones Militares Bolcheviques, celebrada el 16 de julio, tomaron parte representantes de 500 unidades que encuadraban a 30.000 soldados bolcheviques. Tras la fracasada ofensiva militar de julio y el intento de golpe del general Kornílov, su influencia creció irresistiblemente: para el mes de septiembre contaban con el apoyo mayoritario en la guarnición de Petrogrado y en numerosos regimientos de Moscú, y entre las tropas del frente norte y la flota del Báltico.

La otra organización que más contribuyó al éxito de la insurrección —y fue crucial en la organización inicial del Ejército Rojo— fueron las Guardias Rojas. Reflejando el doble poder existente a lo largo de 1917, este destacamento armado de la vanguardia obrera sufrió numerosos intentos de desarme desde el Gobierno provisional, frustrados siempre por el empeño de los sóviets de las principales barriadas por mantenerlas.

Los soldados revolucionarios y las Guardias Rojas constituyeron las tropas de choque en la toma del poder y garantizaron los primeros triunfos militares frente a la contrarrevolución interna. Pero la situación habría de complicarse mucho más. Enfrentarse a las organizaciones del antiguo régimen era algo muy diferente a repeler la intervención militar directa de las potencias imperialistas instruyendo, agrupando, armando y dirigiendo la contrarrevolución. Sin la agresión militar exterior, las posibilidades de una guerra civil prolongada, como fue el caso, habrían sido escasas.

La revolución amenazada

El II Congreso de los Sóviets —que sancionó la toma del poder de los bolcheviques—aprobó también numerosos decretos revolucionarios, entre ellos el que redactó Lenin a favor de una paz justa y democrática para acabar con la masacre imperialista. Todos los gobiernos beligerantes fueron invitados a abrir negociaciones, pero mientras Gran Bretaña y Francia rechazaron el ofrecimiento soviético, Alemania, la potencia beligerante más importante, la aceptó consciente de las debilidades militares de la Rusia soviética. De hecho, las condiciones draconianas que los alemanes exigieron propiciaron una importante crisis dentro del Gobierno y del Partido Bolchevique, entre los partidarios de firmar inmediatamente la paz (Lenin), y los que defendían la guerra revolucionaria contra el imperialismo alemán (los llamados “comunistas de izquierda”, dirigentes de la talla de Bujarin, Preobrazhenski, Búbnov, Uritski o Piatakov).

Tras diferentes rondas negociadoras en la ciudad bielorrusa de Brest-Litovsk, el Estado Mayor alemán rechazó sin contemplaciones las tácticas de Trotsky y los representantes soviéticos, que dilataron las conversaciones lo más que pudieron para alentar la propaganda revolucionaria y propiciar el levantamiento de los obreros alemanes. A partir del 17 de enero de 1918, el ejército germano desencadenó una dura ofensiva y los dirigentes bolcheviques no tuvieron más remedio que volver a la mesa de negociación aceptando concesiones territoriales muy duras sobre Ucrania, Letonia, Estonia y Lituania. Los imperialistas alemanes arrebataron al gobierno soviético el 27% de la superficie cultivable del país, el 26% de las vías férreas y el 75% de su producción de acero y hierro. El 3 de marzo de 1918, el Consejo de Comisarios del Pueblo, obligado por la supervivencia de la revolución, firmó la propuesta alemana de “paz” que no tenía nada de democrática ni de justa.

La experiencia de Brest arrojó luz sobre las tareas militares a las que se enfrentaba el Estado obrero. Combatir a un ejército superior planteaba retos de una naturaleza muy diferente a lo que podía suponer el arte de la insurrección o batirse con las fuerzas desmoralizadas de Kérenski. La situación empeoró mucho más durante la primavera y el verano de 1918: los alemanes ocupaban Polonia, Lituania, Letonia, Bielorrusia, y un buen pedazo de la Gran Rusia. Ucrania se había convertido en una colonia germano-austriaca gracias a la colaboración de los nacionalistas burgueses de la Rada ucraniana. Para empeorar las cosas, la Legión Checoslovaca, compuesta por prisioneros de guerra, se levantó a instancia del alto mando francés y del británico, mientras en el sur se atizaba la sublevación de los blancos comandados por Krásnov, y en el norte los británicos ocupaban Murmansk y Arjangelsk. La revolución estaba amenazada por todos los flancos.

En esta situación de emergencia, la tarea de armar la revolución fue encomendada por Lenin a León Trotsky, nombrado Comisario de Guerra por el Comité Central del Partido Bolchevique y el Comité Ejecutivo de los Sóviets en marzo de 1918. Su trabajo excepcional en este dominio, plasmado brillantemente en sus escritos militares, son parte del mejor patrimonio del movimiento obrero y la revolución socialista.

Un Ejército de clase, disciplinado y con un mando centralizado

Trotsky partía del punto de vista marxista de la guerra, como una continuación de la lucha de clases por medios militares, pero desechó cualquier formalismo doctrinal. Utilizando de manera creativa y audaz todos los recursos que estaban a su alcance, desafió ideas y conceptos aparentemente “principistas” pero ineficaces en las condiciones extremas en las que se presentaba el combate. Él mismo señala las enormes dificultades con las que chocó: “Después de la disgregación del viejo ejército quedó un odio en el país, un odio implacable a la casta militar. El viejo ejército que soportó enormes sacrificios, no cosechó más que derrotas, humillaciones, retiradas, millones de muertos y millones de inválidos, y miles de millones de gastos. No es sorprendente que esta guerra dejara en la conciencia del pueblo una terrible repulsión contra el militarismo y la soldadesca. Y fue en estas condiciones, camaradas, cuando comenzamos la creación de un ejército. Si nos hubiera tocado edificar sobre un terreno virgen, la cosa habría sido, desde el comienzo, más fácil y segura. Pero no: nos correspondió construir el ejército sobre un terreno recubierto por la sangre y el fango de la pasada guerra, sobre el terreno de la necesidad y el agotamiento, cuando el odio a la guerra y a todo lo militar estaba vivo en millones y millones de obreros y campesinos”.1

¿Cómo transformar la situación? ¿Cómo comenzar la labor de la reconstrucción militar entre aquel abatimiento general? Las primeras medidas, centradas en el reclutamiento de voluntarios, se mostraron insuficientes. Por supuesto que era necesario integrar a los más entusiastas y devotos militantes revolucionarios, un núcleo consciente que irradiaría fuerza moral para agrupar a capas más vastas de obreros y campesinos. Pero en una guerra de grandes dimensiones se necesitaba contar con una masa de soldados numerosa, disciplinada, dispuesta a los mayores sacrificios, que fuera dirigida por mandos competentes e instruidos.

El plan que Trotsky presentó en la primavera de 1918 ante el Comité Central Ejecutivo panruso de los sóviets se apoyaba en tres ejes estratégicos: a) instrucción general obligatoria que se fue imponiendo progresivamente, primero reclutando a los trabajadores de Petrogrado, Moscú y otras ciudades, incorporando después de forma masiva a los campesinos pobres; b) utilización de especialistas militares, o lo que es lo mismo, empleo de los oficiales y suboficiales del antiguo ejército; c) establecimiento de un mando único y centralizado.

La aplicación de este programa suscitó una fuerte oposición interna dentro del partido. Los “comunistas de izquierda” rechazaron vivamente esta orientación, alegando que el recurso a los oficiales zaristas socavaría el carácter revolucionario y clasista del nuevo ejército, tanto como la centralización y el mando único harían aflorar la vieja estructura de oficiales designados, destruyendo la democracia alcanzada con los comités de soldados.

Todos estos argumentos, que más tarde cristalizarían en la llamada “doctrina militar proletaria”, y de la que nos ocuparemos en la segunda parte de este trabajo, fueron contestados por Trotsky con argumentos y hechos: “Ya he dicho en mi informe, que si los peligros que nos amenazan se limitasen al peligro de la contrarrevolución interna, no tendríamos necesidad, en general, de un ejército. Los obreros de las fábricas de Petrogrado y Moscú podrían crear en cualquier momento destacamentos de combate suficientes para aplastar... cualquier intento de sublevación armada dirigida a devolver el poder a la burguesía. Nuestros enemigos interiores son demasiado insignificantes y lastimosos como para que sea necesario crear en la lucha contra ellos un aparato militar perfecto, construido sobre bases científicas y movilizar toda la fuerza armada del pueblo. Si ahora necesitamos esa fuerza es, justamente, porque el régimen y el país soviéticos están gravemente amenazados desde el exterior, porque nuestros enemigos interiores no son fuertes más que en virtud del vínculo de clase que los une a nuestros enemigos de clase exteriores. Y precisamente en este aspecto vivimos un momento en el cual la lucha por el régimen que estamos creando depende, directa o indirectamente, de llevar la capacidad defensiva del país a su máximo nivel”.2

La utilización de los viejos oficiales partía de las necesidades imperiosas de la defensa armada de la revolución. Para Trotsky no se trataba de una discusión principista sobre la fisonomía que debía adoptar el ejército en una sociedad socialista, basado en las milicias ciudadanas territoriales tal como Engels había señalado en numerosos escritos. Una fuerza armada de ese tipo sólo podría crearse en una etapa de abundancia y progreso de las fuerzas productivas, de desarrollo tecnológico de la sociedad y de gran nivel cultural de la población, condiciones ausentes en las Rusia destruida y arruinada de 1918.

Trotsky insistió en comprender que el legado cultural del que la revolución había tomado posesión debía salvarse y, al mismo tiempo, transformarse como medio de instrucción y construcción socialista gracias a todo lo que podía aportar el nuevo poder proletario. Mientras la revolución debiera defenderse, la capacidad y los conocimientos militares del pasado debían considerarse parte de ese legado. No se trataba de principios abstractos, sino de la urgencia del Estado obrero para aplastar la contrarrevolución y la intervención imperialista. Apoyándose en una concepción dialéctica y no formal, Trotsky no hacía más que reconocer la contradicción que mediaba, en el terreno de la defensa militar, entre el poder potencial de la clase obrera victoriosa y su atraso cultural y científico.

Trotsky no se engañaba sobre el carácter de muchos de estos oficiales, que en no pocos casos procedieron al sabotaje y la deserción. Pero confiaba en el poder de atracción de la revolución y, para asegurar su lealtad, colocó a su lado a los llamados comisarios rojos, es decir, militantes comunistas probados. Este tipo de organización militar tenía sus antecedentes en el periodo jacobino de la revolución francesa y funcionó con éxito. Trotsky estableció claramente las atribuciones de ambos: el comandante era responsable del adiestramiento y de las operaciones militares; el comisario velaría por el comportamiento leal de aquel y de la moral de las tropas. Como señala Isaac Deustcher, “nadie le rindió a la eficacia de este sistema un homenaje más pleno aunque más renuente que Denikin [general blanco], su víctima: ‘El Gobierno soviético puede estar orgulloso de la habilidad con que ha esclavizado la voluntad y el cerebro de los generales y oficiales rusos, haciendo de ellos su instrumento involuntario pero obediente”.3

La misma argumentación servía respecto al mando único y el papel de los comités de soldados a la hora de designar oficiales en el Ejército Rojo. Trotsky insistía: el derecho de los soldados a elegir a sus comandantes, consigna que fue introducida audazmente por los bolcheviques después de la revolución de febrero, impidió la acción contrarrevolucionaria de la oficialidad zarista. Pero dentro del ejército de la revolución proletaria ese método, propio de la lucha de clases contra los capitalistas, no haría más que obstaculizar la ejecución de órdenes tomadas en condiciones excepcionalmente difíciles. Un mando único centralizado era imprescindible para poder optimizar la defensa contra fuerzas militares superiores.

Trotsky insistió en el orden, la disciplina, la limpieza y la preparación del nuevo Ejército Rojo. Pero no concebía su fuerza sólo desde el punto de vista de la técnica y la organización escrupulosa. El Ejército Rojo se basaba en la clase obrera y el campesinado pobre: su moral dependía de su conciencia revolucionaria colectiva y los objetivos socialistas e internacionalistas por los que peleaba. El juramento del soldado del Ejército Rojo era la mejor demostración de esta concepción: “Yo, hijo del pueblo trabajador, ciudadano de la República Soviética, adopto el título de soldado del ejército obrero y campesino. Ante las clases trabajadoras de Rusia y del mundo entero, me comprometo a llevar este título con honor, a estudiar concienzudamente el arte militar y a proteger como la pupila de mis ojos los bienes nacionales y militares de todo deterioro. Me comprometo a observar rigurosamente en todo momento la disciplina revolucionaria y a ejecutar sin objeción todas las órdenes de los jefes designados por las autoridades del gobierno obrero y campesino (…) Me comprometo a defender la República Soviética contra todos los peligros y atentados que vengan de sus enemigos, a no escatimar mis fuerzas ni mi vida en la lucha por la República Soviética de Rusia, por la causa del socialismo y de la fraternidad de los pueblos”.4

Justo cuando la situación parecía más desesperada, este enfoque político permitió a la revolución movilizar todas sus fuerzas, instruir a la clase obrera y al campesinado pobre en el arte de la guerra, y levantar un poderoso ejército de más de cinco millones de combatientes que asombró a todo el mundo.

Notas

  1. “Sobre los frentes”, en Cómo se armó la revolución, Selección de Escritos militares de León Trotsky, Edit CEIP, Buenos Aires 2006, p. 249.
  2. “El Ejército Rojo”, Ibíd, p. 128.
  3. Isaac Deustcher, El profeta armado, Editorial ERA, México 1976, p. 381.
  4. El Juramento del soldado del Ejército Rojo fue aprobado por el Comité Central panruso de los Sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos, el 22 de abril de 1918.