Marzo 1919
Hace 72 años el Partido Comunista proclamó su programa al mundo en la forma de un manifiesto redactado por los más grandes heraldos de la revolución proletaria, Carlos Marx y Federico Engels. Ya en esa época, cuando apenas el comunismo había comenzado su lucha, fue atacado con provocaciones, mentiras, odio y la persecución de las clases poseedoras que, correctamente, vieron en él a su enemigo mortal. Durante tres cuartos de siglo, su desarrollo siguió caminos complejos: a períodos de alza tempestuosa, siguieron otros de decadencia; conoció los éxitos y la derrota cruel. Pero el movimiento siguió esencialmente el camino trazado por El Manifiesto del Partido Comunista. La etapa de la lucha final, decisiva, se retrasó más de lo que esperaban y creían los apóstoles de la revolución socialista. Pero ha llegado. Nosotros, los comunistas, representantes del proletariado revolucionario de los distintos países de Europa, América y Asia, reunidos en el Moscú soviético, nos sentimos y consideramos herederos y realizadores de la causa cuyo programa fue afirmado hace 72 años.
Nuestra tarea consiste en generalizar la experiencia revolucionaria de la clase obrera, purgar al movimiento de la mezcla corrosiva de oportunismo y socialpatriotismo, unificar los esfuerzos de todos los partidos verdaderamente revolucionarios del proletariado mundial, y así facilitar y acelerar la victoria de la revolución comunista en todo el mundo.
En la actualidad, cuando Europa está cubierta de ruinas humeantes, los más culpables de los incendiarios de la historia buscan afanosamente a los criminales responsables de la guerra, llevando a rastras a sus lacayos: profesores, parlamentarios, periodistas, socialpatriotas y otros apoyos políticos de la burguesía.
Durante muchos años el movimiento socialista predijo la inevitabilidad de la guerra imperialista, cuyas causas subyacen en la avidez insaciable de las clases poseedoras de los dos bandos principales y, en general, de todos los países capitalistas. En el Congreso de Basilea dos años antes de que estallase la guerra, los dirigentes socialistas responsables de todos los países echaron, sobre las espaldas del imperialismo, la culpa de la guerra inminente, y amenazaron a la burguesía con la revolución socialista, que caería sobre su cabeza como el castigo proletario a los crímenes del militarismo. Hoy, después de la experiencia de los últimos cinco años, la historia, habiendo puesto de manifiesto los apetitos depredadores de Alemania, desenmascara los actos no menos criminales de los aliados. Los socialistas de los países de la Entente siguen a sus gobiernos respectivos para descubrir al criminal de guerra en la persona del káiser alemán derrocado. Además, los socialpatriotas alemanes que, en agosto de 1914, hacían del libro blanco de los Hohenzollern el evangelio sagrado de las naciones, acusan ahora a su vez a esta monarquía alemana vencida, de la que fueron sus fieles servidores, de ser el principal criminal de guerra. Esperan así esconder su propio papel y a la vez conseguir los buenos oficios de los conquistadores. Pero, a la luz de los acontecimientos y de las revelaciones diplomáticas, junto con el papel de las dinastías derrocadas (los Romanov, Hohenzollern y los Habsburgos) y de las camarillas capitalistas de estos países, el papel de las clases dominantes de Francia, Inglaterra, Italia y EEUU aparece en toda su criminal magnitud a la luz de los acontecimientos producidos y de las revelaciones diplomáticas.
La diplomacia inglesa no confesó sus intenciones hasta el estallido mismo de la guerra. El gobierno de la City, obviamente, temía revelar sus propósitos de entrar en guerra al lado de la Entente, por si el gobierno de Berlín se asustaba y evitaba entrar en guerra. En Londres querían la guerra. Por eso fomentaron esperanzas en Berlín y Viena de que permanecería neutral, mientras París y San Petersburgo contaban firmemente con su intervención.
Preparada por el curso de los acontecimientos a lo largo de varias décadas, la guerra estalló por la provocación británica, directa y consciente. Así, el gobierno británico calculaba proporcionar a Francia y Rusia la ayuda suficiente como para desgastar al enemigo mortal de Inglaterra, Alemania, a la vez que ellas se arruinaban. Pero el poderío del militarismo alemán resultó demasiado formidable y exigió la intervención real de Inglaterra en la guerra. El papel al que aspiraba Gran Bretaña, siguiendo su antigua tradición, recayó sobre EEUU.
El gobierno de Washington se resignó tanto más fácilmente al bloqueo inglés, que de algún modo limitaba las ganancias de la bolsa norteamericana alimentadas con la sangre europea, porque los países de la Entente recompensaron jugosamente a la burguesía norteamericana por violación del “derecho internacional”. Sin embargo, este gobierno se vio obligado, debido a la gran superioridad militar de Alemania, a abandonar su ficción de neutralidad. EEUU asumió, en relación al conjunto de Europa, el papel que había ejercido Inglaterra en todas las guerras previas, y que también intentó ejercer en la última, en relación al continente: debilitar a un bando haciéndolo luchar contra el otro, interviniendo en las operaciones militares sólo para aprovecharse de la situación. Según las reglas del juego norteamericanas, la apuesta de Wilson no fue muy alta, pero fue la final y, por lo tanto, le aseguró la ganancia.
Como resultado de la guerra, las consecuencias de las contradicciones del sistema capitalista asolaron a la humanidad: hambrunas, inanición, epidemias y vandalismo moral. Así se resolvió, de una vez por todas, la controversia académica en el seno del movimiento socialista acerca de la teoría de la pauperización y de la transición gradual del capitalismo al socialismo. Los pedantes propagandistas de la teoría de que las contradicciones perdían su agudeza, durante décadas habían buscado por los cuatro rincones del globo hechos reales o míticos que atestiguaran el creciente bienestar de distintos sectores y categorías de la clase obrera. Se enterró la teoría de la pauperización masiva, entre las burlas despreciativas de los eunucos del profesorado burgués y de los mandarines del oportunismo socialista. En la actualidad este empobrecimiento, no sólo social, sino también fisiológico y biológico, se nos presenta en toda su cruda realidad.
La catástrofe de la guerra imperialista barrió totalmente con todas las conquistas de las luchas sindicales y parlamentarias. Porque esta guerra fue producto de las tendencias internas del capitalismo, igual que los acuerdos económicos y compromisos parlamentarios que la guerra enterró en sangre y estiércol.
El capital financiero, que sumergió a la humanidad en el abismo de la guerra, sufrió, en el curso de esta misma guerra, un cambio catastrófico. La dependencia del papel moneda de las bases materiales de la producción, ha quedado totalmente desbaratada. Al perder progresivamente su significado de medio y regulador de la circulación mercantil capitalista, el papel moneda se transformó en un instrumento de robo, de violencia económico-militar en general.
La desvalorización del papel moneda refleja la crisis general de la circulación mercantil capitalista. Durante las décadas que precedieron a la guerra, la libre competencia, como regulador de la producción y distribución, ya había sido barrida de los principales campos de la vida económica por el sistema de trust y monopolios; en el curso de la guerra el papel regulador y dirigente fue arrancado de las manos de estos grupos y transferido directamente a las del poder estatal militar. La distribución de materias primas, la utilización de petróleo de Bakú o Rumania, carbón de Donbas, trigo ucraniano, el destino de las locomotoras, vagones de carga y automóviles alemanes, la racionalización de la ayuda a la Europa hambrienta, todas cuestiones fundamentales de la vida económica mundial no se regulan ya mediante la libre competencia, ni por asociaciones de trust y consorcios nacionales e internacionales, sino mediante la aplicación directa de la fuerza militar, en aras de su preservación. Si el sometimiento total del poder estatal al poder del capital financiero llevó a la humanidad a la carnicería imperialista, a través de esta carnicería el capital financiero logró militarizar totalmente, no sólo al Estado, sino a sí mismo; y ya no es capaz de cumplir sus funciones económicas básicas de otra manera que por medio de la sangre y el hierro.
Los oportunistas, que antes de la guerra mundial llamaban a los trabajadores a la moderación para efectuar la transición gradual al socialismo, y que durante la guerra, en nombre de la paz civil y la defensa nacional, exigieron docilidad a la clase, nuevamente exigen del proletariado que renuncie a sus luchas, esta vez con el propósito de superar las consecuencias terribles de la guerra. Si esta prédica prendiera en las masas trabajadoras, el desarrollo capitalista se restauraría sobre los huesos de varias generaciones, en formas nuevas, mucho más monstruosas y concentradas, con la perspectiva de otra inevitable guerra mundial. Felizmente para la humanidad, esto ya no es posible.
La estatización de la vida económica, contra la cual el capitalismo liberal tanto protestaba, ya es un hecho consumado. No hay escapatoria; es imposible volver no sólo a la libre competencia, sino también la dominación de los trust, consorcios y demás pulpos económicos. La única cuestión planteada hoy es: ¿quién organizará la producción estatizada, el Estado imperialista o el Estado del proletariado victorioso?
En otras palabras: ¿seguirá la humanidad trabajadora esclavizada a las camarillas mundiales victoriosas que, bajo el signo de la Liga de las Naciones y con la ayuda de un ejército “internacional” y de una marina “internacional” saquearán y estrangularán algunos pueblos y arrojarán migajas a otros, mientras siempre y en todas partes encadenan al proletariado con el único objetivo de mantener su dominación? ¿O la clase obrera de Europa y de los países avanzados de otras partes del mundo tomará en sus manos las ruinas de la economía para asegurar su regeneración sobre principios socialistas?
El actual período de crisis puede terminar. Lo logrará la dictadura proletaria, que no mira al pasado, que no respeta privilegios heredados ni derechos de propiedad, que toma como punto de partida las necesidades de las masas hambrientas. Con este fin, moviliza todas las fuerzas y recursos, transforma en activos a todos los miembros de la sociedad, establece un régimen de disciplina laboral, para así, en unos pocos años, sanar las heridas abiertas infligidas por la guerra y además elevar a la humanidad a alturas nuevas y sin precedentes.
El estado nacional, que impulsó poderosamente el desarrollo capitalista, limita demasiado el desarrollo futuro de las fuerzas productivas. Esto hace aún más precaria la posición de los estados pequeños, encerrados por todas las grandes potencias de Europa y desparramados por todo el resto del mundo. Estos estados pequeños, resultado de distintas fragmentaciones de los más grandes a cambio de servicios prestados y como tapones estratégicos, conservan sus propias dinastías, camarillas dominantes, pretensiones imperialistas, intrigas diplomáticas. Antes de la guerra, su independencia fantasma descansaba, al igual que el equilibrio de Europa, sobre el antagonismo ininterrumpido entre los dos campos imperialistas. La guerra ha roto este equilibrio. Al darle, al principio, enorme preponderancia a Alemania, la guerra los obligó a buscar su salvación bajo las alas magnánimas del militarismo alemán. Aplastada Alemania, los burgueses y los socialistas patrióticos de los estados respectivos se volvieron hacia el imperialismo aliado triunfante. Buscaban garantías para continuar su existencia independiente en el programa wilsoniano. Al mismo tiempo, la cantidad de estados pequeños ha aumentado; surgieron nuevos estados de divisiones de la monarquía austrohúngara, del ex imperio zarista; ni bien terminaban de nacer ya se trababan en lucha encarnizada por cuestión de fronteras. En el ínterin, los aliados imperialistas juegan con las pequeñas potencias, viejas y nuevas, ligados por el odio mismo y la impotencia común. Mientras oprimen y violan a los pueblos pequeños y débiles, mientras los condenan al hambre y a la destrucción, los aliados imperialistas, como lo hacían ayer los del Imperio Central, no dejan de hablar de la autodeterminación, que hoy se pisotea en Europa como en el resto del mundo.
Lo único que garantizará la existencia libre de los pueblos pequeños es la revolución proletaria. Ella liberará las fuerzas productivas de todos los países de los tentáculos de los estados nacionales, unificará a los pueblos en la más estrecha colaboración económica sobre la base de un plan económico común; ofrecerá a los más débiles y pequeños la oportunidad de dirigirse libre e independientemente, sin perjudicar la economía europea y mundial unificada y centralizada.
La última guerra, en gran medida colonialista, fue, a la vez, llevada a cabo con ayuda de las colonias. Las poblaciones coloniales fueron arrastradas a la guerra europea en una escala sin precedentes. Hindúes, negros, árabes y malgaches lucharon en territorios europeos. ¿En aras de qué? De su derecho a permanecer esclavos de Inglaterra y Francia. Jamás se reveló con tanta claridad la infamia del dominio capitalista de las colonias, ni se planteó con tanta nitidez el problema de la esclavitud colonial.
A partir de entonces, hubo insurrecciones abiertas, en las colonias, hoy caldo de cultivo de un gran fermento revolucionario. En la propia Europa, Irlanda muestra, en sanguinarias batallas callejeras que todavía es y se siente un país esclavizado. En Madagascar, Anan y en otras partes, los ejércitos de la república burguesa han aplastado más de una vez los alzamientos de los esclavos coloniales durante la guerra. En la India, el movimiento revolucionario no retrocede; allí se han desarrollado las huelgas obreras más grandes de Asia, que el gobierno británico enfrentó con sus carros blindados en las calles de Bombay.
Así, la cuestión colonial está sobre el tapete, no sólo en los mapas del congreso diplomático de París, sino también en las propias colonias. En el mejor de los casos, el programa de Wilson tiene como objetivo, en su interpretación más favorable, cambiar la etiqueta de la esclavitud colonial. La emancipación de las colonias es concebible sólo en conjunción con la emancipación de la clase obrera de las metrópolis. Los obreros y campesinos, no sólo de Anan, Argelia y Bengala, sino también de Persia y Armenia, sólo lograrán su independencia cuando los obreros de Inglaterra y Francia, habiendo derrocado a Lloyd George y a Clemenceau, hayan tomado el poder estatal en sus manos. Aún ahora, la lucha en las colonias más avanzadas, aunque se libre sólo bajo la bandera de la liberación nacional, adquiere inmediatamente un carácter social, definido con mayor o menor claridad. Si la Europa capitalista arrastró violentamente a los sectores más atrasados del mundo al torbellino de las relaciones capitalistas, la Europa socialista vendrá en ayuda de las colonias liberadas con su tecnología, organización e influencia ideológica para facilitar su transición a una economía socialista planificada y organizada.
¡Esclavos coloniales de África y Asia! ¡La hora de la dictadura proletaria en Europa será para vosotros la de vuestra emancipación!
Todo el mundo burgués acusa a los comunistas de destruir la libertad y la democracia política. Son mentiras. Al tomar el poder, el proletariado simplemente desnuda la total ineficacia de los métodos de la democracia burguesa, y crea las condiciones y formas de una democracia obrera nueva y mucho más elevada. Todo el curso del desarrollo capitalista, sobre todo durante su etapa imperialista final, ha socavado la democracia política, no sólo dividiendo a las naciones en dos clases irreconciliablemente hostiles, sino también condenando a numerosas capas pequeñoburguesas y proletarias, como ya lo había hecho con los sectores más bajos y desheredados del proletariado, al debilitamiento económico y a la impotencia política.
En aquellos países donde su desarrollo histórico lo permitió, la clase obrera utilizó la democracia burguesa para organizarse contra el capitalismo. Lo mismo ocurrirá en el futuro en aquellos países donde las condiciones para la revolución proletaria aún no han madurado. Pero las amplias capas medias urbanas y rurales son frenadas por el capitalismo, retrasándose en su desarrollo histórico en lapsos que equivalen a épocas enteras.
Al campesino de Baviera y Baden que todavía no ve más allá de las torres de la iglesia aldeana, al pequeño productor vitivinícola francés empujado a la bancarrota por los grandes capitalistas que adulteran el vino, al pequeño granjero norteamericano esquilmado y engañado por los banqueros y diputados, el régimen de la democracia política los llama, en los papeles, a tomar la dirección del Estado. Pero, en la realidad, en todas las cuestiones básicas que determinan los destinos de los pueblos, la oligarquía financiera toma las decisiones a espaldas de la democracia parlamentaria. Así fue respecto a la guerra; así sucede ahora respecto a la paz.
La oligarquía financiera todavía trata de buscar en los votos parlamentarios, apoyo para sus actos de violencia. El Estado burgués dispone, para lograr sus objetivos, de todos los instrumentos de mentira, demagogia, provocación, calumnia, soborno y terror heredados de siglos de opresión de clase y multiplicados por los milagros de la tecnología capitalista.
Exigirle al proletariado que cumpla devotamente con las leyes de la democracia política en el combate final con el capitalismo, es como exigirle a un hombre que se enfrenta a sus asesinos que cumpla con las reglas artificiales del boxeo francés, reglas que el enemigo le presenta pero no utiliza.
En este reino de destrucción, donde no sólo los medios de producción y transporte sino también la democracia política están construidos sobre la roña y la sangre, el proletariado se ve obligado a crear su propio aparato, destinado, en primer lugar, a cimentar las ligazones internas de la clase obrera y asegurar la posibilidad de su intervención revolucionaria en el desarrollo futuro de la humanidad. Este aparato lo constituyen los sóviets obreros.
Los viejos partidos, las viejas organizaciones sindicales han demostrado, a través de sus dirigentes, que son incapaces, no sólo de solucionar, sino siquiera de comprender, las tareas que plantea la etapa actual. El proletariado ha creado un nuevo tipo de organización, una organización amplia que incluye a las masas trabajadoras independientemente de su oficio o del nivel de desarrollo político alcanzado; un aparato flexible que permite la renovación y extensión constantes, capaz de atraer a su órbita a nuevas capas, que abre sus puertas de par en par a los trabajadores de la ciudad y el campo ligados al proletariado. Esta organización irremplazable de la clase obrera gobernándose a sí misma, de lucha por la conquista del poder, ha sido probada ya en varios países y constituye la conquista y arma más poderosas con que cuenta el proletariado en nuestra época.
En todos los países donde las masas trabajadoras han alcanzado un alto nivel de conciencia, se están construyendo y se seguirá haciéndolo, sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos. Fortalecerlos, incrementar su autoridad, contraponerlos al aparato estatal de la burguesía: ésta es hoy la tarea más importante de los obreros honestos y con conciencia de clase de todos los países. Por medio de los sóviets, la clase obrera puede salvarse de la descomposición que siembran en su seno los sufrimientos infernales de la guerra, el hambre, la violencia de las clases poseedoras y la traición de sus dirigentes. La clase obrera podrá llegar al poder con mayor facilidad y seguridad en aquellos países donde los sóviets sean capaces de reunir alrededor de ellos a la mayoría de los trabajadores. Y a través de ellos el proletariado, ya conquistado el poder, ejercerá su dominio sobre todas las esferas de la vida económica y cultural del país, como ocurre actualmente en Rusia.
El Estado imperialista, desde el zarista a los más democráticos, se está hundiendo simultáneamente con el sistema militar imperialista. Los inmensos ejércitos movilizados por el imperialismo sólo podrán mantenerse en tanto que el proletariado permanezca atado al yugo de la burguesía. La ruptura de la unidad nacional significa la inevitable liquidación del ejército. Esto ocurrió primero en Rusia, luego en Alemania y Austria-Hungría. Lo mismo puede esperarse en otros países imperialistas. El campesino que se rebela contra el gran terrateniente, el obrero que se alza contra el capitalista, y ambos luchando contra la burocracia monárquica o “democrática”, provocan inevitablemente la insubordinación de los soldados y luego una profunda ruptura entre los elementos proletarios y burgueses del ejército. La guerra imperialista, que lanzó una nación contra la otra, cede paso a la guerra civil de clase contra clase.
Las lamentaciones del mundo burgués contra la guerra civil y contra el Terror Rojo representan la más monstruosa hipocresía conocida en toda la historia de las luchas políticas. No habría guerra civil si la camarilla de explotadores que llevaron a la humanidad al borde mismo de la ruina no resistieran cada avance de las masas, si no organizasen conspiraciones y asesinatos, si no pidieran ayuda armada al exterior para mantener o restaurar sus privilegios de ladrones.
Los enemigos mortales de la clase obrera le imponen la guerra civil. Esta no puede dejar de devolver golpe por golpe sin renunciar a sí misma y a su propio futuro, que es el de toda la humanidad. Los partidos comunistas jamás provocan la guerra civil artificialmente. Más aún, tratan de abreviarla en lo posible cuando ésta se hace una necesidad ineludible; buscan reducir al mínimo el número de víctimas y, sobre todo, asegurar la victoria del proletariado. De aquí surge la necesidad de desarmar oportunamente a la burguesía, de armar a los obreros en el momento debido, de crear el ejército comunista, para defender el poder obrero y preservar su estructura socialista. Así actúa el Ejército Rojo de la Rusia Soviética, que surgió como el baluarte de las conquistas de la clase obrera contra los ataques de adentro y de afuera. El ejército soviético es inseparable del Estado soviético.
Comprendiendo el carácter internacional de sus tareas, los obreros avanzados han tratado, desde los inicios del movimiento socialista, de unificarlo a escala mundial. La Primera Internacional comenzó este trabajo en Londres en 1864. La guerra franco-prusiana, de la que surgió la Alemania de los Hohenzollern, terminó con la Primera Internacional y al mismo tiempo impulsó el desarrollo de los partidos obreros nacionales. En 1889, estos partidos se reunieron en el Congreso de París y crearon la organización de la Segunda Internacional. Pero el centro de gravedad del movimiento obrero en este período permaneció totalmente dentro del marco de los estados nacionales, estructurándose sobre las industrias de cada país, y en la actividad parlamentaria nacional. Las décadas de actividad organizativa reformista produjeron toda una generación de dirigentes, la mayoría de los que reconocían, de palabra, el programa de la revolución social, pero de hecho renunciaba al mismo, empantanándose en el reformismo, en una adaptación dócil al Estado burgués. El carácter oportunista de los partidos dirigentes de la Segunda Internacional ha quedado totalmente al descubierto, lo que llevó al colapso más grande de la historia mundial, en un momento en que la marcha de los acontecimientos históricos exigían a los partidos obreros métodos de lucha revolucionarios. La guerra de 1870 golpeó a la Primera Internacional, puso al descubierto que no había una fuerza de masas apoyando su programa socialrevolucionario. La de 1914 liquidó a la Segunda Internacional, demostró que las organizaciones más poderosas de las masas trabajadoras estaban dominadas por partidos que se habían transformado en órganos auxiliares del Estado burgués.
No nos referimos sólo a los socialpatriotas que se pasaron clara y abiertamente al campo de la burguesía, que se convirtieron en sus embajadores y hombres de confianza, y en los mejores verdugos de la clase obrera. También estamos hablando de la tendencia amorfa e inestable del “Centro Socialista”, que busca resucitar a la Segunda Internacional, revivir la estrechez, el oportunismo, la impotencia revolucionaria de sus dirigentes. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, la actual mayoría del Partido Socialista de Francia, el Grupo Menchevique de Rusia, el Partido Laborista Independiente de Inglaterra y otros grupos similares, tratan de ocupar el lugar que antes de la guerra les pertenecía a los viejos partidos oficiales de la Segunda Internacional. Reivindican el compromiso y el conciliacionismo; con todos los medios a su disposición, paralizan la energía del proletariado, prolongando la crisis y multiplicando las calamidades de Europa. La lucha contra el “Centro Socialista” es premisa indispensable para lograr la victoria contra el imperialismo.
Dando la espalda a la cobardía, las mentiras y la corrupción de los partidos socialistas oficiales, nosotros los comunistas, reunidos en la Tercera Internacional, nos consideramos los continuadores directos de las heroicos intentos y martirios de una larga serie de generaciones revolucionarias, desde Babeuf hasta Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo.
La Primera Internacional anunció el curso futuro de los acontecimientos e indicó el camino. La Segunda reunió y organizó a millones de trabajadores. Pero la Tercera es la Internacional de la acción de masas abierta, la Internacional de la realización revolucionaria, la Internacional del hecho.
El orden burgués mundial ya ha sido suficientemente denunciado por la crítica socialista. La tarea del Partido Comunista Internacional consiste en derrocar este orden y erigir, en su lugar, el orden socialista. Llamamos a los obreros y obreras de todos los países a unirse bajo la bandera comunista, que ya es la bandera de las primeras grandes victorias proletarias en todos los países. ¡Uníos en la lucha contra la barbarie imperialista, contra la monarquía y las clases privilegiadas, contra el Estado burgués y la propiedad burguesa, contra todos los aspectos y todas las formas de la opresión de las clases o de las naciones!
Proletarios de todos los países, uníos bajo la bandera de los sóviets obreros, de la lucha revolucionaria por el poder y de la dictadura del proletariado, bajo la bandera de la Tercera Internacional.