Kislovodsk, 15 de septiembre de 1924
Prólogo que Trotsky escribió para la recopilación de sus escritos correspondientes al primer año de la revolución.
Debemos estudiar la Revolución de Octubre
Aunque nos ha acompañado la suerte en la revolución de Octubre, no la ha tenido ésta en nuestra literatura. Todavía no poseemos una sola obra que ofrezca un cuadro general de tal revolución y que haga resaltar sus momentos más culminantes desde el punto de vista político y organizativo. Más aún, hasta el presente no se han editado los materiales que caracterizan las diferentes fases preparatorias de la revolución y la revolución misma. Publicamos muchos documentos y materiales sobre la historia de la Revolución y del Partido antes y después de Octubre; pero se consagra mucha menos atención al propio Octubre. Llevada a cabo la insurrección, parece que hemos decidido no tener que repetirla ya. Diríase que del estudio de Octubre, de las condiciones de su preparación inmediata, de su realización y de las primeras semanas de su consolidación no esperamos una utilidad directa para las tareas urgentes de la organización ulterior.
No obstante, una apreciación así, aun siendo inconsciente en parte, es profundamente errónea y denota, además, cierto carácter de estrechez nacionalista. En caso de que no tengamos que repetir la experiencia de la revolución de Octubre, ello no significa que no deba servirnos de enseñanza esta experiencia. Constituimos una fracción de la Internacional, mientras el proletariado de los demás países ha de resolver aún su problema de Octubre. Y en el transcurso del año pasado, hemos tenido pruebas harto convincentes de que los partidos comunistas más avanzados de Occidente no sólo no han sabido asimilarse nuestra experiencia, sino que ni siquiera la conocen desde el punto de vista de los hechos.
Claro está que cabe la observación de que es imposible estudiar Octubre e incluso editar los materiales referentes al caso sin volver a poner sobre el tapete las antiguas divergencias; pero resultaría demasiado mísera semejante manera de abordar la cuestión. Evidentemente, eran muy profundos y estaban muy lejos de ser fortuitos los desacuerdos de 1917; pero resultaría demasiado mezquino tratar de convertirlos ahora en un arma de combate contra los que se equivocaron entonces. Con todo, resultaría aun más inadmisible que, por consideraciones de orden personal, calláramos acerca de los problemas capitales de la revolución de Octubre, que revisten internacional importancia.
El año pasado, sufrimos dos penosas derrotas en Bulgaria. Primero, por fatalistas consideraciones doctrinales, el partido comunista búlgaro desperdició el momento excepcionalmente propicio para una acción revolucionaria (el levantamiento de los campesinos después del golpe de fuerza de junio de Zankov). Luego, intentando reparar su error, se lanzó a la insurrección de septiembre sin haber preparado las premisas políticas y organizativas. La revolución búlgara tenía que servir de introducción a la revolución alemana. Por desgracia, esta deplorable introducción ha tenido un desarrollo todavía peor en Alemania misma. Durante el segundo semestre del año observamos en este país una demostración clásica de la manera en que puede desaprovecharse una situación revolucionaria excepcional y de importancia histórica mundial.
Tampoco han sido objeto de una apreciación lo bastante completa y concreta las experiencias búlgara y alemana. El autor de estas líneas dio el mismo año un esquema del desarrollo de los acontecimientos alemanes. (Véanse en el opúsculo Oriente y Occidente los capítulos titulados En un viraje y La etapa por que atravesamos). Los sucesos posteriores han confirmado enteramente dicho esquema. Nadie, al menos, ha tratado de dar otra explicación. Pero no basta con un esquema; necesitamos un cuadro completo del desarrollo de los acontecimientos del año en Alemania, con apoyo de los hechos todos, un cuadro que esclarezca las causas de esta penosa derrota.
Es difícil, no obstante, pensar en un análisis de los acontecimientos de Bulgaria y Alemania cuando aún no hemos trazado un cuadro político de la revolución de Octubre. Todavía no nos hemos dado exacta cuenta de lo que hemos hecho y de cómo lo hemos hecho. Después de Octubre, parecía que los acontecimientos se desarrollarían en Europa por sí solos y con tal rapidez que no nos dejarían siquiera el tiempo de asimilarnos teóricamente las lecciones de entonces. Pero ha quedado demostrado que, sin un partido capaz de dirigir la revolución proletaria, ésta se torna imposible. El proletariado no puede apoderarse del Poder por una insurrección espontánea. Aun en un país tan culto y tan desarrollado desde el punto de vista industrial como Alemania, la insurrección espontánea de los trabajadores en noviembre de 1918 no hizo sino transmitir el Poder a manos de la burguesía. Una clase explotadora se encuentra capacitada para arrebatárselo a otra clase explotadora apoyándose en sus riquezas, en su "cultura", en sus innumerables concomitancias con el viejo aparato estatal. Sin embargo, cuando se trata del proletariado, no hay nada capaz de reemplazar al partido. El verdadero período de organización de los partidos comunistas empezó a mediados de 1921 ("lucha por las masas", "frente único", etc.). Entonces quedan relegadas a segundo plano las tareas de Octubre, así como su estudio. El año pasado ha vuelto a enfrentarnos con los trabajos de la revolución proletaria. Ya es hora de reunir todos los documentos, de editar todos los materiales y de proceder a su estudio.
Sabemos con certeza que cualquier pueblo, cualquier clase y hasta cualquier partido se instruyen principalmente por experiencia propia; pero ello no significa en modo alguno que sea de poca monta la experiencia de los demás países, clases y partidos. Sin el estudio de la gran Revolución Francesa, de la revolución de 1848 y de la Comuna de París, jamás hubiéramos llevado a cabo la revolución de Octubre, aun mediando la experiencia de 1905. En efecto, hicimos esta experiencia apoyándonos en las enseñanzas de las revoluciones anteriores y continuando su línea histórica. Se invirtió todo el período de la contrarrevolución en el estudio de las lecciones de 1905; pero para el estudio de la revolución victoriosa de 1917 no hemos realizado la décima parte del trabajo que realizamos para el de aquélla. Y eso que ni vivimos en un período de reacción ni en la emigración. Muy al contrario, las fuerzas y los medios de que disponemos en la actualidad no se pueden comparar con los de aquellos penosos años. Hay que poner en el orden del día, en el partido y en toda la Internacional, el estudio de la revolución de Octubre. Es preciso que todo nuestro partido, y en particular las juventudes, estudien minuciosamente tal experiencia, que ha corroborado de manera incontestable nuestro pretérito y abierto un espacioso horizonte al porvenir. La lección alemana del año pasado no sólo es un serio llamamiento, sino también una amenazadora advertencia.
Se puede, en verdad, decir que un conocimiento más concienzudo del desarrollo de la revolución de octubre no hubiera implicado garantía de triunfo para nuestro partido alemán. Cierto que el estudio aislado de la revolución de Octubre es insuficiente para darnos la victoria en los demás países; pero a veces existen situaciones con todas las premisas de la revolución, salvo una dirección resuelta y clarividente del partido, basada en la comprensión de las leyes y métodos de la revolución misma. Tal era, precisamente, la situación en Alemania el año pasado, y puede repetirse en otros países.
Ahora bien; para el estudio de las leyes y métodos de la revolución proletaria, no hay hasta hoy ninguna fuente más importante que nuestra experiencia de Octubre. Los dirigentes de los partidos comunistas europeos que no hicieran un estudio crítico, con todos sus pormenores, de la historia de aquella revolución, se asemejarían al caudillo que, conforme se preparase de momento a nuevas guerras, no estudiara la experiencia estratégica, táctica y técnica de la última guerra imperialista. Un caudillo así condenaría a la derrota sus ejércitos.
El partido es el instrumento esencial de la revolución proletaria. Nuestra experiencia de un año (febrero de l917-febrero de 1918) y las complementarias de Finlandia, Hungría, Bulgaria, Italia y Alemania, casi nos permiten enunciar como ley inevitable la crisis dentro del partido cuando se pasa del trabajo de preparación revolucionaria a la lucha directa por el Poder.
En general, las crisis dentro del partido surgen a cada viraje importante, como preludio o consecuencia suya. La razón de ello estriba en que cada período del desarrollo del partido tiene sus características especiales y reclama determinados hábitos y métodos, dimanando de ahí el origen directo de choques y crisis. "Sucede harto a menudo -escribía Lenin en julio de 1917- que, a un viraje brusco de la Historia, los mismos partidos avanzados no puedan, por un tiempo más o menos largo, adaptarse a la nueva situación, y repitan consignas eficaces ayer que carecen hoy de sentido, tanto más "súbitamente" cuanto más súbito haya sido el viraje histórico". De donde se deduce un peligro: si el viraje ha sido demasiado brusco o inesperado, y si el período anterior ha acumulado con exceso elementos de inercia y de conservatismo en los órganos dirigentes del partido, éste se muestra incapaz de ejercer la dirección en el momento más grave, para el cual se había preparado durante varios años o decenios. Lo corroe la crisis y el movimiento se efectúa sin finalidad, predestinado a la derrota.
Un partido revolucionario está sometido a la presión de diferentes fuerzas políticas. En cada período de su desarrollo elabora los medios de resistirlas y rechazarlas. En los virajes tácticos que comportan reagrupamientos y roces interiores disminuye su fuerza de resistencia. De ahí la posibilidad constante, para las agrupaciones internas de los partidos engendradas por la necesidad del viraje táctico, de desarrollarse considerablemente y de llegar a ser una base de diferentes tendencias de clase. En resumen, un partido desvinculado de las tareas históricas de su clase se convierte o corre el riesgo de convertirse en instrumento indirecto de las demás.
Si la observación que acabamos de hacer es justa respecto a cada viraje táctico importante, con mayor razón lo será respecto a los grandes virajes estratégicos. Entendemos por táctica en política -por analogía con la ciencia bélica- el arte de conducir las operaciones aisladas; por estrategia, el arte de vencer, es decir, de apoderarse del mando. Antes de la guerra, en la época de la II Internacional, no hacíamos estos distingos; nos limitábamos al concepto de la táctica socialdemocrática. Y no obedece al azar nuestra actitud. La socialdemocracia tenía una táctica parlamentaria, sindical, municipal, cooperativa, etcétera. En la época de la Segunda Internacional no se planteaba la cuestión de la combinación de todas las fuerzas y recursos, de todas las armas, para obtener la victoria sobre el enemigo, porque aquélla no se asignaba prácticamente la misión de luchar por el Poder. La revolución de 1905, después de un largo intervalo, renovó las cuestiones esenciales, las cuestiones estratégicas de la lucha proletaria. De este modo aseguró inmensas ventajas a los revolucionarios socialdemócratas rusos, es decir, a los bolcheviques.
La gran época de la estrategia revolucionaria comienza en 1917, primero en Rusia y después en toda Europa. Es evidente que la estrategia no impide la táctica. Las cuestiones del movimiento sindical, de la actividad parlamentaria, etcétera, no desaparecen de nuestro campo visual, sino que adquieren una nueva importancia como métodos subordinados de la lucha combinada por el Poder. La táctica se subordina a la estrategia.
Si los virajes tácticos engendran habitualmente en el partido roces interiores, con mayor razón los estratégicos deben de provocar trastornos mucho más profundos. Y el viraje más brusco es aquel en que el partido del proletariado pasa de la preparación, de la propaganda, de la organización y de la agitación a la lucha directa por el Poder, a la insurrección armada contra la burguesía. Todo lo que dentro del partido hay de irresoluto, de escéptico, de conciliador, de capitulante, se yergue contra la insurrección, busca la oposición de fórmulas teóricas y las encuentra prontas en sus adversarios de ayer, los oportunistas. Más adelante observaremos varias veces este fenómeno.
En el período de febrero a octubre, al efectuar un largo trabajo de agitación y de organización entre las masas, el partido hizo un examen último, una selección final de sus armas, antes de la batalla decisiva. En octubre y después se comprobó la importancia de tales armas en una operación de vasta envergadura. Ocuparse ahora de apreciar los diferentes puntos de vista sobre la revolución en general y sobre la Revolución Rusa, en particular, pasando por alto la experiencia de 1917, supondría entregarse a una escolástica estéril en vez de emprender un análisis marxista de la política. Sería actuar al igual de individuos que discutieran las ventajas de los diversos métodos de natación, negándose obstinadamente a mirar el río donde los nadadores los aplican. No hay mejor prueba de los puntos de vista revolucionarios que la aplicación de ellos durante la revolución, así como el método de natación se comprueba mejor cuando el nadador se arroja al agua.
“La dictadura democrática de obreros y campesinos”
Con su desarrollo y su resultado la revolución de Octubre asestó un golpe formidable a la parodia escolástica del marxismo que se había extendido considerablemente en los medios socialdemócratas rusos, comenzando por el Grupo de Emancipación del Trabajo, que había encontrado su más completa expresión en los mencheviques. Este pseudomarxismo consistía esencialmente en transformar el pensamiento condicional y limitado de Marx —“los países adelantados muestran a los atrasados la imagen de su desarrollo futuro”— en una ley absoluta, suprahistórica, sobre la cual se esforzaba por cimentar la táctica del partido de la clase obrera. Con esa teoría se descartaba, naturalmente, la cuestión de la lucha del proletariado ruso por el poder, mientras no hubieran dado el ejemplo y creado de algún modo un “precedente” los países más desarrollados desde el punto de vista económico.
No cabe duda de que todo país atrasado encuentra algunos rasgos de su porvenir en la historia de los países adelantados; pero ni por asomo procedería una repetición general del desarrollo de los sucesos. Por el contrario, cuanto mayor carácter mundial revista la economía capitalista, mayor carácter especial adquirirá la evolución de los países atrasados, donde los elementos retardatarios se combinan con los elementos más modernos del capitalismo.
En el prefacio de La guerra campesina escribía Engels: “En determinada etapa —que no llega necesariamente en todas partes al mismo tiempo o en un grado idéntico de desarrollo— la burguesía empieza a notar que su compañero, el proletariado la supera”. La evolución histórica obligó a la burguesía rusa a hacer esta comprobación más pronto y de un modo más completo que a cualquier otra. Ya a principios de 1905 había expresado Lenin el carácter especial de la Revolución Rusa en la fórmula "dictadura democrática de obreros y campesinos". Por sí misma, y así lo demostró el curso ulterior de los sucesos, esta fórmula no podía tener importancia sino como etapa hacia la dictadura socialista del proletariado con el apoyo de los campesinos.
Enteramente revolucionario y profundamente dinámico, el planteamiento de la cuestión por Lenin era radicalmente opuesto al sistema menchevique, según el cual Rusia sólo podía pretender repetir la historia de los pueblos avanzados, con la burguesía en el Poder y la socialdemocracia en la oposición. No obstante, en la fórmula de Lenin ciertos círculos de nuestro partido no acentuaban la palabra "dictadura", sino la palabra "democrática" para oponerla a la palabra "socialista". Eso significaba que en Rusia, país atrasado, sólo se podía concebir la revolución democrática. La revolución socialista debía comenzar en Occidente y sólo podíamos encauzarnos en la corriente del socialismo siguiendo a Inglaterra, Francia y Alemania. Pero este punto de vista derivaba de modo inevitable hacia el menchevismo, y esto fue lo que apareció claro en 1917 cuando las tareas de la revolución se plantearon, no como cuestiones de pronóstico, sino como cuestiones de acción.
En las condiciones de la Revolución, querer realizar la democracia total "contra" el socialismo -conceptuado prematuro- equivalía, políticamente, a derivar de la posición proletaria a la posición de la pequeña burguesía, a convertirse en el ala izquierda de la revolución nacional.
Considerada en sí misma la revolución de Febrero era esencialmente burguesa, había llegado demasiado tarde y no poseía por sí ningún elemento de estabilidad. Desgarrada por contradicciones que se manifestaron desde un principio en la dualidad de poderes, debía transformarse o bien en introducción directa a la revolución proletaria -lo cual aconteció- o arrojar a Rusia, bajo un régimen de oligarquía burguesa, a un Estado semicolonial.
Por consiguiente, podía estimarse el período consecutivo a la revolución de Febrero, ora como de consolidación, de desarrollo o de remate de la revolución democrática, ora como un período preparatorio de la revolución proletaria. Adoptaban el primer punto de vista, además de los mencheviques y socialistas revolucionarios, cierto número de dirigentes bolcheviques, quienes se distinguían de aquellos, empero, por el empeño que ponían en arrojar a Rusia a la izquierda de la revolución democrática. Sin embargo, el fundamento de su método era el mismo: consistía en "ejercer presión" sobre la burguesía dirigente, "presión" que no saliese del molde del régimen democrático burgués. Si hubiera triunfado esta política, el desarrollo de la revolución se habría efectuado fuera de nuestro partido, y a la postre hubiéramos tenido una insurrección de las masas obreras y campesinas no dirigidas por el partido, o sea jornadas de Julio en gran escala, como si dijéramos una verdadera catástrofe. Es evidente que la consecuencia inmediata de esta catástrofe hubiera sido la destrucción del partido. Ello demuestra lo profundo de las divergencias que existían entonces.
La influencia de los mencheviques y socialistas revolucionarios durante el primer período de la revolución no era, por supuesto, fortuita: representaba la fuerte proporción de la pequeña burguesía y ante todo de las masas campesinas en la población rusa, amén de la falta de madurez de la revolución. Precisamente este estado prematuro, en las condiciones especiales creadas por la guerra, dejó a los revolucionarios de la pequeña burguesía -defensores de los derechos históricos de ésta en el Poder- la posibilidad de dirigir al pueblo, en apariencia al menos.
Pero ello no significa que la Revolución rusa debiera haber seguido el derrotero que en realidad siguió de febrero a octubre de 1917. Este no derivaba sólo de relaciones de clase, sino también de condiciones temporales creadas por la guerra. Gracias a ella, los campesinos se hallaron organizados y equipados en un ejército de millones de hombres. Antes de que el proletariado tuviera tiempo de ordenarse bajo su bandera para arrastrar en pos de sí a las masas rurales, los revolucionarios de la pequeña burguesía habían encontrado un apoyo natural en el ejército campesino sublevado contra la guerra. Con el peso de este ejército innumerable, del cual dependía directamente todo, gravitaron sobre el proletariado, y en el primer período se lo llevaron consigo.
La marcha de la revolución hubiera podido ser diferente sobre las mismas bases de clase, según lo demuestra mejor que nada los acontecimientos que precedieron a la guerra. En julio de 1914 Petrogrado fue sacudido por huelgas revolucionarias que suscitaron combates en la calle inclusive. Es incontestable que la dirección de este movimiento pertenecía a la organización clandestina y a la prensa legal de nuestro partido. El bolchevismo consolidaba su influencia en la lucha directa contra los liquidadores y los partidos de la pequeña burguesía en general. El desarrollo del movimiento hubiera motivado en primer lugar el crecimiento del partido bolchevique: si se hubieran instituido los Soviets de diputados obreros en 1914, verosímilmente habrían sido bolcheviques desde el principio. Dirigidos por los bolcheviques, los Soviets urbanos hubieran despertado los campos. No quiere ello decir necesariamente que los socialistas revolucionarios hubieran perdido en absoluto y de inmediato la influencia que allí tenían. Según todas las probabilidades, se habría franqueado la primera etapa de la revolución proletaria bajo la bandera de los naridniki. Con todo, éstos se habrían visto forzados a situar su ala izquierda en la vanguardia, para estar en contacto con los Soviets bolcheviques de las ciudades. Asimismo en tal caso el resultado directo de la insurrección hubiera dependido ante todo del estado de ánimo y de la conducta del ejército, que estaba ligado a los campesinos.
Es imposible y además inútil tratar de adivinar ahora si el movimiento de 1914-1915 habría acarreado la victoria en caso de que no hubiera estallado la guerra. Pero hay muchos indicios para suponer que si la Revolución victoriosa se hubiera desarrollado en el sentido que iniciaron los sucesos de julio de 1914, el derrocamiento del zarismo habría ocasionado el advenimiento al Poder de los Soviets obreros revolucionarios, quienes al principio por mediación de los narodniki de izquierda, hubieran atraído a su órbita a las masas campesinas.
La guerra interrumpió el movimiento revolucionario que había empezado a desarrollarse, lo aplazó y después lo aceleró por demás. En la forma de un ejército de varios millones de hombres la guerra creó una base excepcional, tanto política como organizativa, para los partidos de la pequeña burguesía. En efecto, resulta difícil convertir en tal base al elemento campesino, siquiera sea ya revolucionario. Los partidos de la pequeña burguesía se imponían al proletariado y lo oprimían en las redes del defensismo, apoyándose en la organización preparada del ejército.
He aquí por qué desde un principio combatió Lenin con encarnizamiento la vieja consigna de "dictadura democrática de obreros y campesinos", que, dadas las nuevas condiciones, significaba la transformación del partido bolchevique en el ala izquierda del bloque defensista. Para Lenin, la tarea principal estribaba en sacar del pantano defensista a la vanguardia proletaria. Sólo con esta condición, en la etapa siguiente, podría el proletariado llegar a ser el centro de enlace de las masas trabajadoras del campo.
Pero, ¿qué actitud era menester adoptar frente a la revolución democrática, o dicho con más exactitud, frente a la dictadura democrática de obreros y campesinos? Lenin increpa vigorosamente a los "viejos bolcheviques" que han desempeñado ya varias veces -dice- un triste papel en la historia de nuestro partido repitiendo sin inteligencia una fórmula "aprendida" en vez de "estudiar" las particularidades de la nueva situación real. "No hay que apegarse a las viejas fórmulas -añade-, sino a la nueva realidad. ¿Abarca esta realidad la fórmula "viejo-bolchevique" de Kamenev* relativa a que no ha terminado la revolución democrática burguesa? No; semejante fórmula es anticuada. Carece de valor y está muerta. Vanos serán los esfuerzos que se intenten para resucitarla".
Es verdad que Lenin señaló ocasionalmente que los Soviets de los diputados obreros, soldados y campesinos en el primer período de la revolución de Febrero, encarnaron "hasta cierto punto" la dictadura revolucionario-democrática de obreros y campesinos. Así fue en la medida en que tales Soviets ejercieron el Poder. Pero, según ha replicado el propio Lenin en muchas ocasiones, los Soviets del período de Febrero ejercían sólo un semipoder; sostenían el Poder de la burguesía, no sin mantenerla a raya con el peso de una semioposición. Precisamente es esta situación equívoca la que les permitía no salirse del marco de la coalición democrática de obreros, campesinos y soldados.
Aunque muy distante todavía de la dictadura, esta coalición propendía a ella conforme se apoyaba, antes que en relaciones estatales regularizadas, en la fuerza armada y en la alianza revolucionaria. La inestabilidad de los Soviets conciliadores residía en el carácter democrático de tal coalición de obreros, campesinos y soldados, que ejercían un semipoder. Les quedaba la alternativa de ver disminuir su papel hasta la extinción o asumir el Poder de veras. Pero no podían asumirlo como coalición de obreros y campesinos representados por diferentes partidos, sino como dictadura del proletariado dirigida por un partido único que se atrajera las masas campesinas, empezando por los elementos semiproletarios.
En otros términos, la coalición democrática de obreros y campesinos sólo podía considerarse una forma preliminar del ascenso al Poder, una tendencia, pero no un hecho. La conquista del Poder debía romper la envoltura democrática, imponer a la mayoría de los campesinos la necesidad de seguir a los obreros, permitir que el proletariado realizara su dictadura de clase, y por razón idéntica, poner al orden del día, paralela a la democratización radical de las relaciones sociales, la injerencia socialista del Estado obrero en los derechos de la sociedad capitalista. Continuar en estas condiciones ateniéndose a la fórmula de la "dictadura democrática" equivalía, en realidad, a renunciar al Poder y a arrinconar la revolución en un callejón sin salida.
La principal cuestión en litigio, a cuyo derredor giraban las demás, era la de si se debía luchar por el Poder y asumirlo, o no. Eso basta para demostrar que no estábamos en presencia de aparentes divergencias episódicas, sino al frente de dos tendencias de principio. Una de ellas era proletaria y conducía a la Revolución Mundial; la otra era democrática, de la pequeña burguesía, y comportaba en último término la subordinación de la política proletaria a las necesidades de la sociedad burguesa en su proceso de reforma. Estas dos tendencias chocaron violentamente en todas las cuestiones del año 1917, por poco importantes que fuesen. La época revolucionaria, es decir, el momento de poner en actividad el caudal acumulado por el partido, debía motivar inevitablemente algunos desacuerdos del mismo género. En mayor o menor escala ambas tendencias se manifestarán aún muchas veces en todos los países, durante los períodos revolucionarios, con las diferencias motivadas por cada situación. Si se conceptúa "bolchevismo" una educación, un temple, una organización de la vanguardia proletaria capaz de tomar el Poder por la fuerza; si se conceptúa "socialdemocracia" el reformismo y la oposición dentro del marco de la sociedad burguesa, así como la adaptación a la legalidad de ésta, o sea la educación de las masas en la idea de la inconmovilidad del Estado burgués, claro está que la lucha entre las tendencias socialdemócratas y el bolchevismo, incluso en un partido comunista que no surge armado de la forja de la historia, debe manifestarse de la manera más perentoria y franca cuando se plantea directamente la cuestión del Poder en período revolucionario.
Hasta el 4 de abril, es decir después de que Lenin llegó a Petrogrado, no se planteó ante el partido el problema de la conquista del Poder. Pero, aun a partir de este momento, la línea del partido no tiene un carácter continuo, indiscutible para todos. A pesar de las decisiones de la Conferencia de abril de 1917, durante todo el período preparatorio se exterioriza una resistencia tan pronto sorda como declarada hacia la vía revolucionaria.
El estudio del desarrollo de las divergencias entre Febrero y la consolidación de la revolución de Octubre, no sólo ofrece un interés teórico excepcional, sino también una importancia práctica inconmensurable. En 1910 Lenin había calificado de "anticipatorios" los desacuerdos que se habían manifestado en el II Congreso de 1905. Conviene seguir estos desacuerdos desde su origen o sea después de 1903 y aun desde el "economismo". Pero carecería de sentido este estudio si no fuera completo y no comprendiera asimismo el período en que las divergencias fueron sometidas a la prueba decisiva de Octubre.
En estas páginas no podemos proceder a un examen completo de todas las etapas de dicha lucha. Pero juzgamos necesario colmar parcialmente la inadmisible laguna que existe en nuestra literatura respecto al período más importante del desarrollo de nuestro partido.
Como hemos dicho ya, el núcleo de las citadas divergencias es la cuestión del Poder. Sobre este extremo se basa el criterio que permite determinar el carácter de un partido revolucionario y de un partido no revolucionario.
En el período que estudiamos se formula y resuelve la cuestión de la guerra en estrecha conexión con la del Poder. Examinaremos ambas por orden cronológico: posición del partido y de su prensa en el período inmediato al derrocamiento del zarismo, antes de la llegada de Lenin; lucha en torno a las tesis de Lenin, Conferencia de Abril, consecuencias de las jornadas de Julio, sublevación de Kornilov*, Conferencia democrática y Preparlamento, insurrección armada y toma del poder (Septiembre-Octubre), gobierno socialista "homogéneo".
Creemos que el estudio de estas divergencias nos permitirá deducir conclusiones de considerable importancia para los demás partidos de la Internacional Comunista.
La lucha contra la guerra y el defensismo
En febrero de 1917 el derrocamiento del zarismo constituía, sin duda, un salto gigantesco hacia adelante. Pero, considerada en sí misma y no como un paso hacia Octubre, la revolución de Febrero significaba únicamente una aproximación de Rusia al tipo de república burguesa que existe, por ejemplo, en Francia. Claro que los partidos revolucionarios de la pequeña burguesía no la consideraron una revolución burguesa; pero tampoco la estimaron una etapa de la revolución socialista, conceptuándola una adquisición "democrática" que tenía por sí misma un valor independiente. Sobre esta premisa fundaron la ideología del defensismo revolucionario. No defendían la dominación de tal o cual clase, sino la "Revolución" y la "democracia". Dentro de nuestro partido, inclusive, la revolución de Febrero ocasionó al principio una mudanza notable de las perspectivas revolucionarias. En marzo, la Pravda se hallaba más cerca del defensismo "revolucionario" que de la posición de Lenin.
"Cuando dos ejércitos están frente a frente -decía un artículo de redacción- sería la política más absurda la que propusiera a uno de ellos rendir las armas y regresar a sus hogares. No sería ésta una política de paz, sino de esclavitud, que rechazaría con indignación un pueblo libre. No, el pueblo se mantendrá en su puesto con firmeza y devolverá balazo por balazo, proyectil por proyectil." (Pravda, Nº 9, 15 de marzo de 1917: Ninguna diplomacia secreta.) Nótese que aquí no se trata de las clases dominantes u oprimidas, sino del pueblo libre; no son las clases las que luchan por el Poder, sino el pueblo libre que está "en su puesto". Tanto las ideas como la manera de formularlas son puramente defensistas. En el mismo artículo leemos: "No es nuestra consigna la desorganización del ejército revolucionario o que se revoluciona, ni la vacua divisa de "¡Abajo la guerra!" Nuestra consigna es: presión (!) sobre el gobierno provisional para forzarle a que intente con resolución, ante la democracia del mundo (!), obligar (!) a todos los países beligerantes el comienzo inmediato de negociaciones respecto a la manera de terminar la guerra mundial. Hasta entonces cada uno (!) permanecerá en su puesto de combate."
Este programa de presión sobre el Gobierno imperialista para obligarlo a seguir un camino de paz era el de Kautsky y Ledebur en Alemania, de Longuet en Francia, de Mac Donald* en Inglaterra; pero no el del bolchevismo. En su artículo, la redacción no se contenta con aprobar el famoso manifiesto del Soviet de Petrogrado: "A los pueblos del mundo entero" -manifiesto impregnado del espíritu del defensismo "revolucionario"-; se solidariza con las resoluciones francamente defensistas adoptadas en dos mitines de Petrogrado y de las cuales declara: "Si las democracias alemana y austríaca no oyen nuestra voz -es decir, la voz del Gobierno provisional y del Soviet conciliador (L.T.)-, defenderemos nuestra patria hasta verter la última gota de nuestra sangre".
El artículo a que aludimos no supone una excepción, sino que expresa con exactitud la posición de Pravda hasta que regresó Lenin a Rusia. Así, en otro artículo Sobre la guerra (Pravda, N° 10, 16 de marzo de 1917), que contiene, sin embargo, algunas observaciones críticas acerca del manifiesto a los pueblos, encontramos la siguiente declaración: "No se puede por menos de aclamar el llamamiento de ayer, con el que el Soviet de Petrogrado de Diputados Obreros y Soldados invita a los pueblos del mundo entero a forzar a sus gobiernos para que cese la carnicería". ¿Cómo hallar una salida a la guerra? El mismo artículo responde: "La salida consiste en una presión sobre el gobierno provisional con el fin de hacerle declarar que accede a iniciar inmediatamente negociaciones de paz."
Podríamos dar buen acopio de citas análogas de carácter defensivo y conciliador más o menos disfrazado. En este momento, Lenin, que no había conseguido aún salir de Zurich, se pronunciaba con brío, en sus Cartas desde lejos, contra toda sombra de concesión a defensistas y conciliadores. "Es inadmisible, absolutamente inadmisible -escribía el 8 de marzo-, disimularse y disimular al pueblo que este gobierno quiere la continuación de la guerra imperialista, que es el agente del capital inglés, que persigue la restauración de la monarquía y la consolidación de dominación de los terratenientes, así como la de los capitalistas". Después, el 12 de marzo, insiste: "Pedir que este Gobierno concluya una paz democrática equivale a predicar virtud al explotador de un burdel". Mientras la Pravda exhorta a ejercer presión sobre el gobierno provisional para obligarlo a intervenir en pro de la paz ante “la democracia del mundo”, Lenin escribe:
"Dirigirse al gobierno Guchkov-Miliukov para proponerle concluir cuanto antes una paz honrosa, democrática, es actuar como un buen pope de aldea que propusiera a los terratenientes y a los mercaderes vivir según la ley de Dios, amar a su prójimo y brindar la mejilla derecha cuando se les abofetee la izquierda".
El 4 de abril, al día siguiente de llegar a Petrogrado, Lenin se manifestó resueltamente contra la posición de la Pravda en la cuestión de la guerra y de la paz: "No se debe otorgar apoyo alguno al gobierno provisional -escribía-; hay que explicar la mentira de todas sus promesas, en particular de la que concierne a la renuncia a las anexiones. Es menester desenmascarar a este gobierno en vez de pedirle (reivindicación sólo apropiada para provocar ilusiones) que ‘cese’ de ser imperialista". Huelga añadir cómo Lenin califica de "famoso" y "confuso" el llamamiento de los conciliadores del 14 de marzo, acogido de tan favorable modo por la Pravda. Constituye una hipocresía imponderable lo de invitar a los demás pueblos a romper con sus banqueros y a crear simultáneamente un gobierno de coalición con ellos. "Los hombres del centro -dice Lenin en su proyecto de bases- juran que son marxistas e internacionalistas que quieren la paz, así como toda suerte de presiones sobre su gobierno con objeto de que "manifieste la voluntad pacifista del pueblo".
¿Pero acaso -podríase objetar desde luego- renuncia un partido revolucionario a ejercer presión sobre la burguesía y su gobierno? Evidentemente, no. La presión sobre el gobierno burgués es el camino de las reformas. Un partido marxista revolucionario no renuncia a ellas, aunque éstas se refieran a cuestiones secundarias y no a cuestiones esenciales. No se puede obtener el Poder por medio de reformas ni se puede, por medio de una presión, forzar a la burguesía a cambiar su política en una cuestión de la que depende su suerte. Precisamente por no haber dado lugar a una presión reformista, la guerra creó una situación revolucionaria. Era necesario seguir a la burguesía hasta el fin o sublevar a las masas contra ella para arrancarle el Poder. En el primer caso, podrían obtenerse ciertas concesiones de política interior, a condición de apoyar sin reservas la política exterior del imperialismo. Por eso se transformó abiertamente el reformismo socialista en social-imperialismo desde el principio de la guerra. Por eso se vieron obligados los elementos revolucionarios verdaderos a crear una nueva Internacional.
El punto de vista de la Pravda no era proletario-revolucionario, sino demócrata-defensista, aunque equívoco en su defensismo. "Hemos derrocado el zarismo -se decía-, y ejercemos una presión sobre el gobierno democrático. Este debe proponer la paz a los pueblos. Si la democracia alemana no puede pesar sobre su gobierno, defenderemos nuestra "patria" hasta verter la última gota de nuestra sangre". La realización de la paz no se había planteado como tarea exclusiva de la clase obrera -tarea por llevar a cabo a pesar del gobierno provisional burgués-, porque la conquista del Poder por el proletariado no se había planteado como tarea revolucionaria práctica. Sin embargo, ambas cosas eran inseparables.
La Conferencia de Abril
Para muchos dirigentes del partido, estalló como una bomba el discurso de Lenin en la estación de Finlandia sobre el carácter socialista de la Revolución Rusa. Desde el primer día, hubo de iniciarse la polémica entre él y los partidarios del "perfeccionamiento de la revolución democrática".
La demostración armada de abril, en la cual resonó, la consigna de "¡Abajo el gobierno provisional!", daría ocasión a un conflicto agudo. A ciertos representantes del ala derecha les suministró pretexto para acusar de blanquismo a Lenin. Decíase que no cabría derribar al gobierno provisional, sostenido entonces por la mayoría del Soviet, sino torciendo la voluntad de la mayor parte de los trabajadores. Formalmente, podía no parecer desprovisto de fundamento el reproche. En realidad, no delataba ni sombra de blanquismo la política de Lenin en abril. Para él, se reducía toda la cuestión a saber en qué medida continuaban los Soviets reflejando el estado de ánimo verdadero de las masas y a determinar si no se engañaba el partido al orientarse por ellos. La manifestación de abril, que había sido "más izquierdista" de lo que convenía, implicaba un reconocimiento destinado a comprobar el estado de ánimo de las masas, así como las relaciones entre estas últimas y la mayoría del Soviet, demostrando la necesidad de un largo trabajo preparatorio. A principios de mayo, Lenin reprobó en tono severo la conducta de los marineros de Kronstadt, quienes, movidos de su ímpetu, se habían excedido y habían declarado no reconocer el gobierno provisional.
De muy distinta manera abordaban la cuestión los adversarios de la lucha por el Poder. En la Conferencia de Abril del partido, exponía Kamenev sus quejas: "En el número 19 de la Pravda, unos compañeros -evidentemente se trata de Lenin (L.T.)- proponían una resolución sobre el derrocamiento del gobierno provisional, resolución impresa antes de la última crisis; pero la han rechazado luego como susceptible de introducir la desorganización y como aventurada. Bien se ve que los compañeros en cuestión se habían enterado de algo durante esa crisis. La resolución propuesta -es decir, la resolución propuesta por Lenin en la Conferencia (L.T.)- reitera esta falta".
Resulta significativa en alto grado semejante manera de plantear la cuestión. Una vez efectuado el reconocimiento, Lenin retiró la consigna de un derrocamiento inmediato del gobierno provisional; pero la retiró temporalmente, por unas semanas o por unos meses, según la mayor o menor rapidez con que creciera la indignación de las masas contra los conciliadores. Por su parte, la oposición consideraba errónea tal consigna. La demora provisional de Lenin no comportaba ninguna modificación de su línea de conducta. Lenin no se basaba en el hecho de que todavía no estuviera terminada la revolución democrática, sino sólo en el de que la masa aún era incapaz de derribar al Gobierno provisional y de que se requería cuanto antes hacerla capaz de abatirlo.
Toda la Conferencia de Abril del partido se consagró a la siguiente cuestión esencial: "¿Vamos a la conquista del Poder para realizar la revolución socialista, o ayudamos a perfeccionar la revolución democrática?" Por desgracia, todavía permanece sin publicar la reseña de esa Conferencia. Sin embargo, quizás no haya en la historia de nuestro partido un congreso que tuviera una importancia tan grande y tan directa para la suerte de nuestra Revolución.
Lucha irreductible contra el defensismo y los defensistas, conquista de la mayoría en los Soviets, derrocamiento del gobierno provisional por mediación de los Soviets, política revolucionaria de paz, programa de revolución socialista en el interior y de revolución internacional en el exterior: tal es la posición de Lenin. Conforme se sabe, la oposición propugnaba el perfeccionamiento de la revolución democrática por medio de una presión sobre el gobierno provisional, debiendo permanecer los Soviets como órganos de "inspección" cerca del poder burgués. De lo cual se desprende una actitud más conciliadora con respecto al defensismo.
En la Conferencia de Abril uno de los adversarios de Lenin argumentó así: "Hablamos de los Soviets de diputados obreros y soldados como de centros organizadores de nuestras fuerzas y del Poder... Por sí solo indica su nombre que constituyen un bloque de fuerzas pertenecientes a la pequeña burguesía y al proletariado, para quienes se impone la necesidad de rematar las tareas democráticas burguesas. Si hubiera terminado la revolución democrática burguesa, no podría existir este bloque... y contra él orientaría el proletariado la lucha revolucionaria... Sin perjuicio de lo anterior, reconocemos a esos Soviets la calidad de centros de organización de nuestras fuerzas... Así, pues, aún no está acabada la revolución burguesa, que no ha dado todo su rendimiento, y debemos reconocer que, si estuviera terminada por completo, pasaría el Poder a manos del proletariado". (Discurso de Kamenev).
Es palmario el desdichado esquematismo de este razonamiento. Porque precisamente la clave de la cuestión está en que para "terminar por completo" era necesario que pasara el Poder a otras manos. El autor del discurso precitado, ignora el eje verdadero de la revolución, no deduce las tareas del partido del agrupamiento real de las fuerzas de clase, sino de una definición formal de la revolución considerada burguesa o democráticoburguesa. Según él, es menester formar bloque con la pequeña burguesía e inspeccionar el poder burgués en tanto que no esté perfeccionada la revolución burguesa. Ello implica un esquema de claro sentido menchevique. Al limitar desde el punto de vista doctrinal las tareas de la Revolución con el apelativo de ésta -revolución "burguesa"-, había de llegarse fatalmente a la política de presionar al gobierno provisional, a la reivindicación de un programa de paz sin anexiones, etcétera. ¡Por perfeccionamiento de la revolución democrática se sobreentendía la realización de una serie de reformas por mediación de la Asamblea Constituyente, donde el partido bolchevique desempeñaría el papel de ala izquierda!
Así perdía cualquier significación efectiva la consigna de "Todo el Poder a los Soviets". Esto fue lo que en la Conferencia de Abril declaró Noguin*, más lógico que sus compañeros de oposición: "En el curso evolutivo desaparecen las atribuciones más importantes de los Soviets, y una serie de sus funciones administrativas se transmite a los municipios, a los zemstvos, etc. Consideremos el desarrollo ulterior de la organización estatal. No podemos negar que habrá una Asamblea Constituyente, y en consecuencia, un Parlamento. De ahí resulta que, progresivamente, se irá descargando de sus principales funciones a los Soviets; pero no quiere ello decir que terminen de una manera vergonzosa su existencia. Se limitarán a transmitir sus funciones. No será con Soviets del tipo actual con los que llegue a realizarse entre nosotros la república comunal".
Por último, un tercer oposicionista abordó la cuestión desde el punto de vista de la madurez de Rusia para el socialismo: "Al enarbolar la consigna de la revolución proletaria, ¿podemos contar con el apoyo de las masas? No, porque Rusia es el país de Europa donde domina más la pequeña burguesía. Si el partido adopta la plataforma de la revolución socialista, se transformará en un círculo de propagandistas. Debe desencadenarse la revolución desde Occidente…¿Dónde saldrá el sol de la revolución socialista? Dado el estado de cosas que reina entre nosotros, dada la preponderancia de la pequeña burguesía, estimo que no nos incumbe tomar la iniciativa de tal revolución. No disponemos de las fuerzas necesarias a este efecto, además de faltarnos las condiciones objetivas. En Occidente se plantea la cuestión de la revolución socialista poco más o menos como acá la del derrocamiento del zarismo."
No todos los adversarios de Lenin sacaban en la Conferencia de Abril las conclusiones que Noguin; pero todos, por la lógica de las circunstancias, se vieron obligados a aceptarlas unos meses más tarde, en vísperas de Octubre. Dirigir la revolución proletaria o circunscribirse al papel de oposición en el Parlamento burgués, suponía la alternativa a la cual se hallaba reducido nuestro partido. La segunda posición era menchevique, o dicho más exactamente, era la posición que no tuvieron más remedio que adoptar los mencheviques después de la revolución de Febrero.
En efecto, durante años, los líderes mencheviques habían afirmado que la revolución futura sería burguesa, que el gobierno de una revolución burguesa no podía llevar a cabo sino las aspiraciones de la burguesía, que la socialdemocracia no podía asumir las tareas de la democracia burguesa y debería, "sin dejar de impulsar a la burguesía hacia la izquierda", confinarse a un papel de oposición. En particular, Martinov no se había cansado de desarrollar este tema. Con la revolución de febrero los mencheviques se encontraron en el gobierno. De su posición de principios no conservaron más que la tesis relativa a que no debía el proletariado adueñarse del Poder. Así, pues, aquellos bolcheviques que condenaban al ministerialismo menchevique, mientras se alzaban contra la toma del Poder por el proletariado, se atrincheraban de hecho en las posiciones prerrevolucionarias de los mencheviques.
La revolución provocó desplazamientos políticos en dos sentidos: los reaccionarios se hicieron kadetes y los kadetes, republicanos (desplazamiento hacia la izquierda); los socialistas revolucionarios y los mencheviques se hicieron partido burgués dirigente (desplazamiento hacia la derecha). Por procedimientos de este género era como intentaba la sociedad burguesa crear una nueva armazón para su poder estatal, su estabilidad y su orden.
Pero, mientras los mencheviques abandonaban su socialismo formal por la democracia vulgar, la derecha de los bolcheviques se pasaba al socialismo formal, o sea, a la posición que ocuparan los mencheviques la víspera.
En la cuestión de la guerra se produjo el mismo reagrupamiento. Con excepción de algunos doctrinarios, la burguesía -que, por cierto, ya apenas esperaba la victoria militar- adoptó la fórmula de "ni anexiones ni indemnizaciones". Los mencheviques y los socialistas revolucionarios zimmerwaldianos, que habían criticado a los socialistas franceses porque defendían su patria republicana burguesa, se tornaron defensistas no bien se sintieron en república burguesa: de la posición internacionalista pasiva se pasaban al patriotismo activo. Al propio tiempo, la derecha bolchevique se deslizó al internacionalismo pasivo de "presión" sobre el gobierno provisional, con miras a una paz democrática “sin anexiones ni indemnizaciones”. De tal suerte, la fórmula de la dictadura democrática de obreros y campesinos se disloca teórica y políticamente en la Conferencia de Abril y suscita dos puntos de vista opuestos: el democrático, enmascarado con restricciones socialistas formales, y el socialista revolucionario, el punto de vista auténticamente bolchevique y leninista.
Las jornadas de julio; la sublevación de Kornilov, la Conferencia Democrática y el Parlamento
Las decisiones de la Conferencia de Abril proporcionaron al partido una base justa; pero no liquidaron las divergencias que se evidenciaban en el vértice de la dirección. Por el contrario, durante el curso de los acontecimientos, iban tales divergencias a revestir formas todavía más concretas y a alcanzar su máxima agudeza en el momento más grave de la revolución: en las jornadas de Octubre.
La tentativa de organizar una demostración el 10 de junio, tentativa sugerida por Lenin, la condenaron aquellos bolcheviques que habían desaprobado el carácter de la manifestación de abril. No tuvo lugar la demostración del 10 de junio, pues la prohibió el Congreso de los Soviets. Pero el 18 de junio se tomó el partido su desquite: la manifestación general de Petrogrado, organizada con arreglo a la iniciativa, bastante imprudente por cierto, de los conciliadores, se efectuó casi en su totalidad siguiendo las consignas bolcheviques. Sin embargo, el gobierno insistió en seguir su camino y emprendió una ofensiva estúpida en el frente. Era decisivo el momento. Lenin puso al partido en guardia contra las imprudencias, y el 21 de junio, escribía en la Pravda: "Compañeros, a la hora actual no sería racional un acto demostrativo. Nos vemos obligados ahora a pasar por una etapa completamente nueva de nuestra revolución". Pero vinieron las jornadas que marcaron un momento importante en el camino de la revolución y el desarrollo de las divergencias dentro del partido.
En aquellas jornadas desempeñó un papel decisivo la presión espontánea de las masas petersburguesas. Es indudable que entonces se preguntaba Lenin si no habría llegado ya el momento, si el estado de ánimo de las masas no habría traspuesto la superestructura soviética y si, hipnotizados por la legalidad soviética, no correríamos riesgo de retrasarnos a las masas y apartarnos de ellas. Muy verosímil es que durante las jornadas de Julio tuvieran lugar ciertas operaciones de puro carácter militar por iniciativa de compañeros sinceramente persuadidos de no estar en desacuerdo con la apreciación que de la situación hiciera Lenin. Más tarde, el propio Lenin diría: "En Julio cometimos bastantes tonterías". En realidad, también a la sazón se redujo el asunto a un reconocimiento, aunque de mayor envergadura, y a una etapa más avanzada del movimiento.
Tuvimos que batirnos en retirada. Al prepararse para la insurrección y para la toma del Poder, Lenin y el partido no vieron en la intervención de julio más que un episodio donde habíamos pagado bastante caro el profundo reconocimiento efectuado entre las fuerzas enemigas, pero que no podría hacer desviar la línea general de nuestra acción. Por el contrario, los compañeros hostiles a la política de tomar el Poder verían en el episodio una aventura perjudicial. Reforzaron su movilización los elementos del ala derecha, y su crítica se volvió más categórica. Por consiguiente, cambió el tono de la réplica, escribiendo Lenin: “Todas esas lamentaciones, todas esas reflexiones que tienden a probar cómo no habría convenido intervenir, provienen de renegados, si emanan de bolcheviques, o son manifestaciones del pavor y de la confusión peculiares a los pequeños burgueses”. El calificativo de renegados pronunciado en momento tal proyectaba una luz trágica sobre las divergencias dentro del partido. En lo sucesivo se repetiría con más frecuencia cada vez.
La actitud oportunista en la cuestión del Poder y de la guerra predeterminaba, evidentemente, una actitud análoga respecto a la Internacional. Intentaron los derechistas hacer participar al partido en la Conferencia de Estocolmo de los social-patriotas. El 16 de agosto, escribía Lenin: "El discurso de Kamenev en el Consejo Central Ejecutivo el 6 de agosto, con motivo de la Conferencia de Estocolmo, no pueden por menos de reprobarlo los bolcheviques fieles a su partido y a sus principios". Más adelante, glosando una frase en la cual se decía que empezaba a ondear sobre Estocolmo la bandera revolucionaria, Lenin escribía: "Eso implica una declamación huera en el espíritu de Tchernov y Tseretelli, una mentira indignante. No es la bandera revolucionaria, sino la bandera de las transacciones, de los acuerdos, de la amnistía de los socialimperialistas, de las negociaciones de los banqueros para el reparto de los territorios anexados la que empieza a ondear sobre Estocolmo".
La vía que llevaba a Estocolmo conducía, realmente, a la II Internacional, lo mismo que la participación en el Preparlamento llevaba a la república burguesa. Lenin optó por el boicot a la Conferencia de Estocolmo, como más tarde optó por el boicot al Preparlamento. En el mayor encono de la lucha, ni por un instante olvidó la tarea de la creación de una nueva Internacional, de una Internacional Comunista.
El 10 de abril, ya interviene para pedir el cambio de nombre del partido. Véase cómo aprecia las objeciones que se le hacen: "Esos son argumentos de la rutina, de la torpeza, de la pasividad". E insiste: "Ha llegado la hora de quitarnos nuestra camisa sucia, de ponernos ropa limpia". Sin embargo, fue tan fuerte la resistencia en las esferas dirigentes, que hubo que guardar un año para que el partido se decidiera a cambiar de nombre, a volver a las tradiciones de Marx y Engels. He aquí un episodio característico de la actuación de Lenin durante todo el año 1917. En el recodo más brusco de la historia, no cesa de acaudillar dentro del partido una lucha encarnizada contra el pasado en nombre del futuro. Y de momento acusa una agudeza extrema la resistencia de ayer, que enarbola el estandarte de la tradición.
Atenuó temporalmente, aunque no hizo desaparecer los desacuerdos, la sublevación de Kornilov que produjo una rectificación sensible a favor nuestro. En un momento dado, se manifestó en el ala derecha una tendencia de aproximación al partido y a la mayoría soviética en el terreno de defensa de la Revolución, y en cierto modo, de la patria. A primeros de septiembre, reacciona Lenin en su carta al Comité Central: "Abrigo la convicción profunda de que admitir el punto de vista de la defensa nacional, o como hacen algunos bolcheviques, llegar a formar bloque con los socialistas revolucionarios, a sostener al gobierno provisional, supone el error más craso al propio tiempo que da prueba de una falta absoluta de principios. No nos convertiremos en defensistas “hasta después” de la toma del Poder por el proletariado...". Más adelante añade: "Ni ahora siquiera debemos apoyar al gobierno de Kerensky. Sería faltar a los principios. ¿Acaso no hay que combatir a Kornilov?, se nos objetará. Claro que sí; pero, entre combatir a Kornilov y apoyar a Kerensky, media una diferencia, existe un límite, y este límite lo franquean algunos bolcheviques, cayendo en el “conciliacionismo”, dejándose arrastrar por el torrente de los acontecimientos".
La Conferencia Democrática (14-22 de septiembre) y el Prepar-lamento, al cual dio origen, marcaron una nueva fase en el desarrollo de las divergencias. Mencheviques y socialistas revolucionarios procuraban atar a los bolcheviques con la legalidad soviética y transformar ésta de manera indolora en legalidad parlamentaria burguesa. Simpatizaba con semejante táctica la derecha bolchevique. Hemos visto cómo se figuraban los derechistas el desarrollo de la Revolución: los Soviets entregarían progresivamente sus funciones a las instituciones calificadas (municipios, zemstvos, sindicatos), y al fin vendría la Asamblea Constituyente, a raíz de la cual ellos se eclipsarían del escenario político. La vía del Preparlamento debiera encaminar el pensamiento político de las masas hacia la Asamblea Constituyente, coronación de la revolución democrática. Pero entonces tenían los bolcheviques mayoría en los soviets de Petrogrado y Moscú, y aumentaba por días nuestra influencia en el ejército. Ya no se trataba de pronósticos ni de perspectivas; se trataba de la elección del camino por el cual iba a ser necesario avanzar sin tardanza.
De una bajeza despreciable se denotó la conducta de los partidos conciliadores en la Conferencia Democrática. Sin embargo, nuestra proposición de abandonar ostensiblemente tal Conferencia, donde corríamos riesgo de hundirnos, se estrellaba contra una resistencia categórica de los elementos derechistas, que aún influían mucho en la dirección de nuestro partido. Las colisiones sobre esta cuestión prolongaron la lucha sobre la cuestión del boicot al Preparlamento. El 24 de septiembre, o sea, después de la Conferencia Democrática, escribía Lenin: "Debieran irse los bolcheviques en señal de protesta a fin de no caer en la celada de la Conferencia, que procura desviar de las cuestiones serias la atención popular".
A pesar de su campo restringido, tuvieron excepcional importancia los debates dentro de la fracción bolchevique en la Conferencia Democrática sobre la cuestión del boicot al Preparlamento. En realidad, la tendencia más amplia de los derechistas era encauzar el partido por la vía del "perfeccionamiento de la revolución democrática". Probablemente, no se hizo reseña taquigráfica de estos debates; de cualquier modo, hasta el presente, que yo sepa, no se ha podido encontrar una sola nota del secretario. Al redactar esta recopilación, he descubierto entre mis papeles algunos materiales, parcos en extremo, a tal respecto. Kamenev desarrolló el argumento que, más tarde, con una forma más violenta y más clara, se expuso en la carta de él y Zinoviev* a los organismos del partido (11 de octubre). Fue Noguin quien planteó la cuestión con mayor lógica. El boicot del Preparlamento, decía, constituye, en sustancia, un llamamiento a la insurrección, es decir, a la repetición de las jornadas de julio. Nadie osaría entorpecer la misma institución por el motivo único de ostentar el nombre del Preparlamento.
El concepto esencial de los derechistas era que la revolución llevaba inevitablemente de los Soviets al parlamentarismo burgués, que el Preparlamento representaba una etapa natural de este camino, que no había razón para negarnos a participar en aquél, desde el momento en que nos disponíamos a sentarnos en los escaños de izquierda del Parlamento. Convenía, a su entender, perfeccionar la revolución democrática. Pero ¿cómo prepararse a ella? Por la escuela del parlamentarismo burgués, pues los países avanzados implican para los países retardatarios la imagen de su desarrollo futuro. Se concebía el derrocamiento del zarismo con arreglo a un criterio revolucionario, como se había producido en verdad; pero la conquista del Poder por el proletariado se concebía con arreglo a un criterio parlamentario, sobre las bases de la democracia acabada. Entre la revolución burguesa y la revolución proletaria habrían de transcurrir largos años de régimen democrático. La lucha por la participación en el Preparlamento era una lucha por la "europeización" del movimiento obrero, por su canalización lo más rápida posible en el cauce de la "lucha" democrática "por el Poder", es decir, en el cauce de la socialdemocracia. Nuestra fracción en la Conferencia Democrática contaba más de cien miembros y en nada se distinguía, sobre todo en aquella época, de un congreso del partido. Una mitad larga de esta fracción se pronunció por la participación en el Preparlamento. Era ya por sí solo este hecho de naturaleza como para suscitar serias inquietudes, y en efecto, a partir de tal momento, no cesó Lenin de dar la voz de alarma.
En los días de la Conferencia Democrática, escribía: "Por nuestra parte, implicaría una falta grave, una manifestación de cretinismo parlamentario sin ejemplo, comportarnos respecto a la Conferencia Democrática como respecto a un Parlamento. Porque, aun cuando se proclamara al Parlamento soberano de la revolución, no decidiría nada. La decisión reside fuera de ella, en los barrios obreros de Petrogrado y Moscú". Demuestran la opinión de Lenin sobre la participación en el Parlamento sus numerosas declaraciones, y en particular, su carta del 29 de septiembre al Comité Central, donde habla de "culpas indignantes de los bolcheviques, como la vergonzosa decisión de participar en el Preparlamento". Para él esta decisión suponía la manifestación de las ilusiones democráticas y de los errores de los pequeños burgueses contra las que no había cesado de combatir desarrollando y perfeccionando, en el transcurso de esa lucha, toda su concepción de la revolución proletaria.
No era cierto que debiesen mediar largos años entre la revolución burguesa y la revolución proletaria; no era cierto que la escuela del parlamentarismo constituyese la única o la principal escuela preparatoria para la conquista del Poder; no era cierto que la vía que llevaba al Poder pasara necesariamente por la democracia burguesa. Se trataba de abstracciones inconsistentes, de esquemas doctrinarios, cuyo solo resultado se reducía a encadenar la vanguardia, a hacer de ella, por mediación del mecanismo estatal "democrático", la oposición, la sombra política de la burguesía; se trataba de manifestaciones de la socialdemocracia. Era menester no dirigir la política del proletariado según los esquemas escolásticos, sino siguiendo la corriente real de la lucha de clases. No convenía ir al Preparlamento, sino organizar la insurrección y arrancar el Poder al adversario. Lo demás vendría de añadidura. Incluso proponía Lenin convocar un Congreso extraordinario del partido, cuya plataforma fuera el boicot del Preparlamento. Desde entonces, todos sus artículos y cartas desarrollan la idea de que no se debía pasar por el Preparlamento y ponerse a remolque de los conciliadores, sino echarse a la calle con objeto de empeñar la lucha por el Poder.
En vísperas de la insurrección
No hubo necesidad de reunir un Congreso extraordinario. La presión de Lenin logró el necesario desplazamiento de las fuerzas hacia la izquierda en el Comité Central, así como en la fracción del Preparlamento, de donde salieron los bolcheviques el 10 de octubre.
En Petrogrado, se promovió el conflicto del Soviet con el gobierno por la cuestión del envío al frente de las unidades de la guarnición que simpatizaban con el bolchevismo. El 16 de octubre, se creó el Comité Militar Revolucionario, órgano soviético legal de la insurrección. La derecha del partido se esforzaba por frenar el curso de los acontecimientos. Entraba en una fase decisiva la lucha de tendencias dentro del partido y de clases dentro del país. En la carta Sobre el momento presente, firmada por Kamenev y Zinoviev, es donde mejor se esclarece y argumenta la posición de la derecha. Escrita el 11 de octubre, dos semanas antes de la insurrección y enviada a los principales organismo del partido, esta carta se alza categóricamente contra la decisión del Comité Central concerniente a la insurrección armada.
Poniendo en guardia al partido contra la subestimación de las fuerzas del enemigo, para estimar, en realidad, exiguas con un criterio monstruoso, las fuerzas de la revolución, y negando hasta la existencia del estado de ánimo combativo entre las masas, declaraban los firmantes del documento dos semanas antes del 25 de octubre: “Estamos profundamente convencidos de que proclamar en este momento la insurrección armada no sólo es jugarse la suerte de nuestro partido, sino también la de la Revolución Rusa e internacional”. ¿Pero qué procedería hacer si no se decidiera la insurrección y la toma del Poder? La carta responde con bastante claridad a esta pregunta. “Por mediación del ejército y por mediación de los obreros, tenemos un revólver apoyado contra la sien de la burguesía”, que, bajo esta amenaza, no podría impedir la convocatoria de la Asamblea Constituyente. “Nuestro partido dispone de las mayores probabilidades en las elecciones de la Asamblea Constituyente... Aumenta la influencia del bolchevismo... Con una táctica justa, podremos obtener, por lo menos, la tercera parte de los mandatos en la Asamblea Constituyente”. Así, pues, según esta carta, el partido debía desempeñar el papel de oposición “influyente” en la Asamblea Constituyente burguesa. Este concepto socialdemócrata se hallaba atenuado hasta cierto punto por las consideraciones siguientes: “No podrán abolirse los Soviets, que se han tornado un elemento constitutivo de nuestra vida... Sólo sobre los Soviets podrá apoyarse la Asamblea Constituyente en su faena revolucionaria. La Asamblea Constituyente y los Soviets componen el tipo combinado de instituciones estatales hacia el cual nos orientamos”. Anotemos un hecho curioso que caracteriza bien la línea general de los derechistas. Año y medio más tarde, en Alemania, Rudolf Hilferding* quien también luchaba contra la toma del Poder por el proletariado, adoptó la teoría del poder estatal “combinado”, que aliara la Asamblea Constituyente con los Soviets. No sospechaba entonces el oportunista austroalemán que cometía un plagio. La carta “Sobre el momento presente” niega que tuviéramos ya de nuestra parte la mayoría del pueblo en Rusia, sin tomar en cuenta más que la mayoría parlamentaria. “En Rusia -dice- tenemos de nuestra parte la mayoría de los obreros y una fracción importante de los soldados; pero es dudoso todo lo demás. Por ejemplo, estamos persuadidos de que, si se efectúan las elecciones de la Asamblea Constituyente, la mayoría de los campesinos votará por los socialistas revolucionarios. ¿Se trata de un fenómeno fortuito?”.
Esta manera de plantear la cuestión comporta un error radical. No se comprende que la masa campesina puede tener intereses revolucionarios poderosos y un deseo intenso de satisfacerlos, pero no puede tener una posición política independiente. En suma, ha de votar por la burguesía al dar sus votos a los socialistas revolucionarios, o ha de alistarse de manera activa con el proletariado. Pues bien: de nuestra política dependía la realización de una u otra de ambas eventualidades. Si fuéramos al Preparlamento para desempeñar el papel de oposición en la Asamblea Constituyente, dejaríamos con ello, casi de modo automático, a los campesinos en trance de tener que buscar la satisfacción de sus intereses por medio de la Asamblea Constituyente, o sea por medio de su mayoría y no de la oposición. En cambio, la toma del Poder por el proletariado creaba inmediatamente el marco revolucionario para la lucha de los campesinos contra los terratenientes y los funcionarios.
Para emplear nuestras expresiones corrientes, diré que en tal carta hay al mismo tiempo, una “subestimación” y una “sobreestimación” de la masa campesina: subestimación de sus posibilidades revolucionarias (bajo la dirección del proletariado) y sobreestimación de su independencia política. Esta doble falta dimana, a su vez, de una subestimación de la fuerza proletaria y de su partido, o sea de un concepto socialdemócrata del proletariado. No hay en ello nada que sorprenda. Todos los matices del oportunismo se fundan a la postre en una apreciación irracional de las fuerzas revolucionarias y de las posibilidades del proletariado.
Al combatir la idea de la toma del Poder, los autores de la carta procuran asustar al partido con las perspectivas de la guerra revolucionaria. “No nos sostiene la masa de soldados por la consigna de la guerra, sino por la consigna de la paz… Si, después de tomar el Poder, necesitáramos, dada la situación mundial, empeñar una guerra revolucionaria, la masa de soldados se alejaría de nosotros. Claro que con nosotros permanecería el elemento selecto de los soldados jóvenes; pero la masa nos abandonaría”. Es de lo más instructiva esta argumentación. En ella se hallan las razones fundamentales que militaron más tarde en favor del concierto de la paz de Brest-Litovsk, aunque a la sazón sus autores y de sus partidarios, la aceptación de la paz de Brest. Nos queda por repetir aquí lo que sobre el particular hemos dicho en otra parte: que no es la capitulación de Brest por sí misma lo que caracteriza el genio político de Lenin, sino la alianza de Octubre y de Brest. Conviene no olvidarlo. La clase obrera lucha y madura con la conciencia de que su adversario es más fuerte que ella. Así lo observa de continuo en la vida corriente. Tiene el adversario riqueza, poder estatal, todos los medios de presión ideológica y todos los instrumentos de represión. Forma parte integrante de la vida y de la actividad de un partido revolucionario, en época preparatoria, la costumbre de pensar que el enemigo nos aventaja en fuerza. Además, le recuerdan de modo brutal, a cada instante, la fuerza de su enemigo, las consecuencias de los actos imprudentes o prematuros a los cuales pueda dejarse llevar el partido. Pero llega un momento en que se torna principal obstáculo para la victoria este hábito de considerar más poderoso al adversario. Hasta cierto punto, se disimula hoy la debilidad de la burguesía a la sombra de su fuerza de ayer. “¡Subestimáis las fuerzas del enemigo!” He aquí en lo que coinciden todos los elementos hostiles a la insurrección armada. “Cuantos no quieran sencillamente disertar acerca de la insurrección -escribían los derechistas dos semanas antes de la victoria- deben pesar con frialdad sus probabilidades. Y nosotros conceptuamos un deber decir que, sobre todo en el momento presente, sería de lo más perjudicial subestimar las fuerzas del adversario y sobrestimar las propias fuerzas. Las del enemigo son mayores de lo que parecen. Petrogrado decidirá el resultado de la lucha. Pero en Petrogrado han acumulado fuerzas considerables los enemigos del partido proletario: cinco mil “junkers” muy bien armados y organizados a la perfección, que saben batirse y lo desean con ardor; amén de ellos, el Estado Mayor, los destacamentos de choque, los cosacos, una fracción importante de la guarnición y, por último, gran parte de la artillería, dispuesta en abanico alrededor de la Capital. Además, con la ayuda del Comité Central Ejecutivo, casi de seguro intentarán nuestros adversarios traer tropas del frente” (Sobre el momento presente).
En la guerra civil, por supuesto, cuando no se trata sencillamente de contar los batallones, sino de evaluar su grado de conciencia, nunca es posible llegar a una exactitud perfecta. El propio Lenin estimaba que el enemigo tendría fuerzas importantes en Petrogrado, y proponía empezar la insurrección en Moscú, donde, según él, debería realizarse sin efusión de sangre. Son inevitables faltas parciales de este género en el dominio de la previsión, aun dentro de las condiciones más propicias, y siempre resulta más racional afrontar la hipérbole menos grata. Pero lo que por el momento nos interesa es el hecho de la formidable sobreestimación de las fuerzas del enemigo, la deformación completa de todas las proporciones, cuando el enemigo no disponía, en realidad, de ninguna fuerza armada.
Conforme ha demostrado la experiencia en Alemania, esta cuestión tiene una importancia inmensa. Mientras la consigna de la insurrección era principalmente, si no exclusivamente, un medio de agitación para los directores del partido comunista alemán, no pensaban éstos en las fuerzas armadas del enemigo (Reichswehr, destacamentos fascistas, policía). Se les antojaba que por sí solo resolvería la cuestión militar el flujo revolucionario, que crecía sin cesar. Pero cuando se encontraron situados de manera directa frente al problema, los mismos compañeros que en cierto modo habían considerado inexistente la fuerza armada del enemigo, incurrieron de golpe en el otro extremo: comenzaron a aceptar de buena fe cuantas cifras se les suministraban acerca de las fuerzas armadas de la burguesía, las sumaron con cuidado a las fuerzas de la Reichswehr y de la policía, redondearon el total hasta llegar a más de medio millón, y así se encontraron con que ante ellos tenían un ejército compacto, armado hasta los dientes, suficiente para paralizar sus esfuerzos.
Resulta incontestable que las fuerzas de la contrarrevolución alemana eran más considerables, y en cualquier caso estaban mejor organizadas y mejor preparadas que las de nuestros kornilovianos y semikornilovianos; pero, asimismo, eran diferentes de las nuestras las fuerzas activas de la revolución alemana. El proletariado en Alemania representa la mayoría aplastante de la población. Entre nosotros, al menos en la etapa inicial, decidían la cuestión Petrogrado y Moscú. En Alemania, la insurrección habría tenido desde luego sus diez poderosos hogares proletarios. Si hubieran pensado en eso los directores del partido comunista alemán, las fuerzas armadas del enemigo les habrían parecido mucho menos imponentes que en sus evaluaciones estadísticas, infladas hasta la hipérbole. De todos modos, conviene rechazar categóricamente las evaluaciones tendenciosas que se han hecho y continúan haciéndose después del fracaso de octubre en Alemania con objeto de justificar la política que a él condujera.
A tal respecto, tiene una importancia excepcional nuestro ejemplo ruso. Dos semanas antes de nuestra victoria sin efusión de sangre en Petrogrado -victoria que lo mismo podíamos conseguir dos semanas atrás-, políticos expertos del partido veían erguirse contra nosotros una multitud de enemigos: los junkers que sabían y deseaban batirse, los batallones de choque, los cosacos, una parte considerable de la guarnición, la artillería dispuesta en abanico alrededor de la capital, las tropas traídas del frente. En realidad no había nada, nada en absoluto. Supongamos ahora por un instante que los adversarios de la insurrección hubieran tenido supremacía en el partido y el Comité Central. Entonces habría estado la Revolución condenada a la ruina, si Lenin no hubiera apelado al partido contra el Comité, lo cual se disponía a hacer y de fijo hubiese hecho con éxito. Pero no todos los partidos tendrán a disposición suya un Lenin cuando se encuentren frente a un caso análogo. No es difícil figurarse cómo se habría escrito la historia si hubiera triunfado en el Comité Central la tendencia a eludir la batalla. A no dudar, los historiadores oficiales hubiesen representado la situación de modo que mostrara hasta qué punto habría sido una locura la insurrección en octubre de 1917, sirviendo al lector estadísticas fantásticas sobre el número de junkers, cosacos, destacamentos de choque, artillería “dispuesta en abanico” y cuerpos de ejército procedentes del frente. Sin comprobar durante la insurrección, estas fuerzas habrían aparecido mucho más amenazadoras de lo que eran en realidad. ¡He aquí la lección que conviene incrustar a fondo en la conciencia de cada revolucionario!
La presión insistente, continua, incansable, de Lenin sobre el Comité Central, en los meses de septiembre y octubre, obedecía al temor de que dejáramos pasar el momento. “¡Bah! Así aumentará nuestra influencia” -contestaban los derechistas-. ¿Quién tenía razón? ¿Y qué significa dejar pasar el momento? Ahora abordamos la cuestión en que la apreciación bolchevique activa, estratégica, de las vías y los métodos de la Revolución, está en más clara pugna con la apreciación socialdemócrata, menchevique, impregnada de fatalismo. ¿Qué significa dejar pasar el momento? Evidentemente, es la situación más favorable para la insurrección cuando más nos favorece la correlación de fuerzas. Huelga especificar que se trata de la correlación de fuerzas en el dominio de la conciencia, es decir, de la superestructura política, y no de la base que se puede considerar más o menos constante para toda la época de la Revolución. Sobre una sola y misma base económica, con la misma diferenciación de clases de la sociedad, la correlación de fuerzas varía según el estado de ánimo de las masas proletarias, el derrumbamiento de sus ilusiones, el cúmulo de su experiencia política, el quebrantamiento de la confianza de las clases y grupos intermedios en el poder estatal o el debilitamiento de la confianza que en sí mismo tenga el citado poder. En tiempos de revolución se efectúan con rapidez estos procesos. Todo el arte de la táctica consiste en aprovechar el momento en que más propicia sea la combinación de condiciones. La insurrección de Kornilov había preparado en definitiva tales condiciones. Las masas, que perdieron confianza en los partidos de la mayoría soviética, habían visto con sus propios ojos el peligro de la contrarrevolución. Conceptuaban que ya correspondía a los bolcheviques el turno de buscar para la situación una salida. No podrían durar mucho la disgregación del poder estatal ni la afluencia espontánea de confianza impaciente y exigente de las masas a los bolcheviques. Debía resolverse de una manera u otra la crisis.
“¡Ahora o nunca!” -repetía Lenin. A lo cual replicaban los derechistas: “Es un profundo error histórico plantear la cuestión del paso del Poder a las manos del partido proletario con el dilema de “ahora o nunca”. Porque el partido del proletariado aumentará, y su programa se tornará cada vez más claro para masas cada vez más numerosas... Tomando la iniciativa de la insurrección en las circunstancias actuales, podría interrumpir la serie de sus éxitos... Os ponemos en guardia contra esta política funesta”. (Sobre el momento presente).
Este optimismo fatalista exige un estudio atento. No tiene nada de nacional, ni menos aún de individual. Sin ir más lejos, el año pasado observamos en Alemania la misma tendencia. En el fondo son la irresolución e incluso la incapacidad de acción las que se disimulan tras este fatalismo expectante; pero se enmascaran con un pronóstico consolador, arguyendo que nos volvemos más influyentes cada vez que nuestra fuerza aumenta con el tiempo. Craso error. La fuerza de un partido revolucionario no se acrecienta sino hasta un momento dado, después del cual puede declinar. Ante la pasividad del partido, las esperanzas de las masas ceden el puesto a la desilusión, y entre tanto, se repone de su pánico el enemigo, y de esta desilusión saca ventaja. A una mudanza de tal género hemos asistido en Alemania en octubre de 1923. Tampoco en Rusia estuvimos muy lejos de mudanza semejante en otoño de 1917. Para que se llevase a cabo quizás habría bastado dejar pasar algunas semanas aún. Tenía razón Lenin: “¡Ahora o nunca!”.
“Pero -decían los adversarios de la insurrección, formulando así su último y capital argumento- la cuestión decisiva esta en saber si el estado de ánimo de los obreros y soldados de la capital llega de veras al extremo de que ya no vean éstos salvación más que en la batalla de las calles, de que la quieran a todo trance. Y no existe tal estado de ánimo... La existencia de un estado de ánimo combativo que incitara a echarse a la calle a las masas de la población pobre de la capital, sería una garantía de que, si estas masas tomaran la iniciativa de la intervención, arrastrasen consigo organismos más considerables y más importantes (sindicato de Ferroviarios, de Correos y Telégrafos, etc.), en los cuales se manifiesta débil la influencia de nuestro partido. Pero, como ni siquiera existe tal estado de ánimo en las fábricas y los cuarteles, constituiría una añagaza tomarlo de base para edificar planes.” (Sobre el momento presente).
Estas líneas, escritas el 11 de octubre, adquieren una importancia de actualidad excepcional si se recuerda que, para explicar la retirada sin combate del año pasado, también los compañeros alemanes que dirigían el partido alegaron la razón de que las masas no querían batirse. Pero es menester comprender que, en general, está asegurada mejor la insurrección victoriosa cuando ya son las masas lo bastante expertas para no lanzarse con atolondramiento a la batalla y aguardan, exigen una dirección combativa, resuelta e inteligente. En octubre de 1917, instruidas por la intervención de abril, las jornadas de julio y la sublevación de Kornilov, comprendían perfectamente las masas obreras, o al menos su sector dirigente, que ya no se trataba de protestas espontáneas parciales ni de reconocimientos, sino de la insurrección decisiva para la toma del Poder. Por ende, su estado de ánimo se había vuelto más reconcentrado, más crítico, más razonado.
El tránsito de la espontaneidad confiada y llena de ilusiones a una conciencia más crítica, engendra inevitablemente una crisis revolucionaria. No puede dominarse esta crisis progresiva en el estado de ánimo de las masas como no sea con una política apropiada del partido, lo cual equivale a decir que con su deseo y su capacidad verdadera de dirigir la insurrección del proletariado. Por el contrario, un partido que durante largo tiempo ha acaudillado una agitación revolucionaria, arrancando poco a poco al proletariado a la influencia de los conciliadores, si comienza a titubear, a buscar subterfugios, a tergiversar y a dar rodeos después que la confianza de las masas le ha constreñido a las vías de hecho, provoca en aquéllas la decepción y la desorganización, pierde la revolución. En cambio, se asegura la posibilidad de alegar, luego del fracaso, la falta de actividad de las masas. Hacia ese camino empujaba a nuestro organismo la carta Sobre el momento presente. Por fortuna, el partido, bajo la dirección de Lenin, liquidó con una actitud resuelta tal estado de ánimo en las esferas directivas, y sólo merced a ello fue capaz de llevar la revolución al triunfo.
Las semanas decisivas de la insurrección
Ahora que hemos caracterizado la esencia de las cuestiones políticas ligadas a la preparación de la revolución de Octubre, y que hemos intentado esclarecer el sentido profundo de las divergencias en nuestro partido, nos resta examinar brevemente los momentos más importantes de la lucha que dentro del mismo se produjo en el transcurso de las últimas semanas, de las semanas decisivas.
Fue adoptada por el Comité Central, con fecha 10 de octubre, la decisión de proceder a la insurrección armada. El 11 se envió a los principales organismos del partido la carta Sobre el momento presente. El 18, o sea una semana antes de la revolución, publicó Kamenev otra carta en la Novaya Jizn. “No sólo Zinoviev y yo -decía-, sino una porción de compañeros, estimamos que sería un acto inadmisible, funesto para el proletariado y la Revolución, tomar la iniciativa de la insurrección armada en el momento presente, con la correlación actual de fuerzas, independientemente del Congreso de los Soviets y días antes de su convocatoria”. (Novaya Jizn, 18 de octubre de 1917). El 25 de octubre, estaba conquistado el Poder y constituido en San Petersburgo el gobierno soviético.
El 4 de noviembre, varios militantes eminentes presentaron su dimisión del Comité Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo, exigiendo la creación de un gobierno de coalición reclutado entre los partidos de los Soviets. “Si no -escribían- fuerza será resignarse a la permanencia de un gobierno puramente bolchevique por el ejercicio del terror político”. Y añadían, en otro documento de la misma fecha: “No podemos asumir la responsabilidad de la funesta política practicada por el Comité Central contra la voluntad de una parte inmensa del proletariado y de los soldados, que desean cese lo más pronto posible la efusión de sangre entre las diferentes fracciones de la democracia. Por eso presentamos nuestra dimisión de miembros del Comité Central, para tener derecho a exponer sinceramente nuestra opinión a la masa de obreros y soldados, y a exhortarlos a suscribir nuestra divisa: “¡Viva un gobierno de partidos soviéticos! ¡Acuerdo inmediato sobre esta base!” (Insurrección de Octubre, Archivos de la Revolución, 1917).
Así, pues, quienes habían combatido la insurrección armada y la conquista del Poder como una aventura, intervinieron, después de la victoria de la insurrección, para hacer restituir el Poder a los partidos a los cuales se los arrebató el proletariado. ¿Por qué razón deberá el partido bolchevique victorioso devolver el Poder -ya que de una restitución del Poder se trataba- a los mencheviques y a los socialistas revolucionarios? La oposición respondía: “Consideramos necesaria la creación de tal gobierno para prevenir toda efusión de sangre ulterior, el hambre amenazadora, el aplastamiento de la Revolución por los partidarios de Kaledin; para garantizar la convocatoria de la Asamblea Constituyente en la fecha fijada y la realización efectiva del programa de paz adoptado por el Congreso Panruso de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados”. En otros términos, se trataba de salir por la puerta soviética al camino del parlamentarismo burgués. Después de haberse negado la Revolución a pasar por el Preparlamento y de haberse afianzado merced a Octubre, se imponía la tarea de salvarla de la dictadura, según la oposición, canalizándola en el régimen burgués con el concurso de los mencheviques y de los socialistas revolucionarios. No se trataba, ni más ni menos, que de la liquidación de Octubre. Evidentemente, no había para qué hablar de un acuerdo en tales condiciones.
Al día siguiente, 5 de noviembre, aún apareció una carta donde se reflejaba la misma tendencia: “No puedo, en nombre de la disciplina del partido, callar cuando, en contra del buen sentido y a despecho de la situación, unos marxistas no quieren tener en cuenta las condiciones efectivas que nos dictan imperiosamente el acuerdo con todos los partidos socialistas... No puedo, en nombre de la disciplina del partido, entregarme al culto del personalismo, hacer depender de la participación anterior de tal o cual persona en el ministerio un acuerdo político con todos los partidos socialistas, acuerdo que consolidaría nuestras reivindicaciones fundamentales, y prolongar así, aunque no sea más que por un instante, la efusión de sangre”. (Gaceta Obrera, 5 de noviembre de 1917). El autor de esta carta, Lozovsky, concluye proclamando la necesidad de luchar por el Congreso del Partido, a fin de decidir “si el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso de los bolcheviques seguirá siendo el partido marxista de la clase obrera, o si se adentrará en definitiva por una vía sin nada de común con el marxismo revolucionario”.
En efecto, la situación parecía desesperada. No sólo la burguesía y los propietarios rurales; no sólo la “democracia revolucionaria”, en cuyas manos se hallaban todavía numerosos organismos (Comité Panruso de Ferroviarios, Comités de Ejército, Funcionarios, etc.), sino también los militantes más influyentes de nuestro propio partido, miembros del Comité Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo, condenaban públicamente la tentativa del partido de permanecer en el Poder para realizar su programa. A un examen superficial podía, sí, parecer desesperada la situación. Aceptar las reivindicaciones de la oposición era liquidar Octubre. Pero entonces no valía la pena de haber llevado a cabo la Revolución. No quedaba por hacer más que una cosa: seguir adelante, contando con la voluntad revolucionaria de las masas.
El 7 de octubre publicó la Pravda una declaración categórica del Comité Central, escrita por Lenin, respirando entusiasmo revolucionario y encerrando fórmulas claras, sencillas, indiscutibles, con destino a la masa del partido. Este llamamiento disipó definitivamente todas las dudas sobre la política ulterior del partido y de su Comité Central: “¡Vergüenza para todos los hombres de poca fe, para cuantos dudan, para cuantos se han dejado asustar por la burguesía o por los clamores de sus auxiliares directos o indirectos! No hay ni sombra de vacilación en las masas de obreros y soldados petersburgueses, moscovitas y demás. Como un solo hombre, nuestro partido monta la guardia alrededor del poder soviético, vela por los intereses de todos los trabajadores, y, en primer lugar, de los obreros y campesinos pobres”. (Pravda, 20 de noviembre de 1917).
Estaba dominada la crisis más aguda del partido. Sin embargo, aún no cesaba la lucha intestina, que continuaba desarrollándose en la misma línea; pero cada vez disminuía más su importancia política.
Encontramos un testimonio de extremado interés en una Memoria presentada por Uritzky a la sesión de nuestro Comité en Petrogrado el 12 de diciembre respecto a la convocatoria de la Asamblea Constituyente: “No son nuevas las divergencias dentro de nuestro partido. Siguen la misma corriente iniciada con anterioridad en la cuestión de la insurrección. Ahora ciertos compañeros consideran la Asamblea Constituyente una coronación de la Revolución. Razonan como pequeños burgueses, piden que no cometamos faltas de tacto, etc., y no quieren que los bolcheviques de la Asamblea decidan sobre su convocatoria, su relación de fuerzas, etc. Estiman las cosas desde un punto de vista meramente formal; no comprenden que los datos de nuestra inspección nos permitan ver lo que ocurre alrededor de la Constituyente, y, en consecuencia, determinar nuestra actitud respecto a ella…
Luchamos ahora por los intereses del proletariado y de los campesinos pobres; pero algunos compañeros conceptúan que hacemos una revolución burguesa, que debe ser coronada por la Asamblea Constituyente”.
La disolución de ésta marcó el fin de una etapa importante en la historia de Rusia y de nuestro partido. Después de obviar las resistencias internas, no sólo se apoderaba del Poder el proletariado, sino que lo conservaba.
La insurrección de Octubre y la “legalidad” soviética
En septiembre, por los días de la Conferencia Democrática, exigía Lenin la insurrección inmediata. “Para tratar la insurrección como marxistas, es decir, como un arte -escribía-, debemos al propio tiempo, sin perder un minuto, organizar un Estado Mayor de los destacamentos insurreccionales, repartir nuestras fuerzas, lanzar los regimientos fieles a los puntos más importantes, cercar el teatro Alejandra, ocupar la fortaleza de Pedro y Pablo, detener al Gran Estado Mayor y al gobierno, enviar contra los kadetes militares y la División Salvaje destacamentos prontos a sacrificarse hasta el último hombre antes que dejar penetrar al enemigo en los sitios céntricos de la ciudad; debemos movilizar a los obreros armados, convocarlos a la batalla suprema, ocupar simultáneamente el telégrafo y el teléfono, instalar nuestro Estado Mayor Insurrecto en la estación telefónica central, ponerlo en comunicación por teléfono con todas las fábricas, con todos los regimientos, con todos los puntos donde se desarrolla la lucha armada, etc. Claro que todo ello no es más que aproximativo; pero insisto en probar cómo no se podría en el momento actual permanecer fiel al marxismo y a la Revolución sin tratar la insurrección como un arte”.
Esta manera de juzgar las cosas presuponía la preparación y la ejecución del movimiento insurreccional por mediación del partido y bajo la dirección suya, debiendo luego sancionarse la victoria por el Congreso de Soviets. El Comité Central no aceptó tal propuesta. Se canalizó la insurrección en la vía soviética y se la concatenó al II Congreso de Soviets. Esta divergencia exige una explicación especial, y entonces entrará naturalmente, no en el terreno de una cuestión de principios, sino de una mera cuestión técnica, aunque de gran importancia práctica.
Ya hemos dicho cuánto temía Lenin dejar pasar el momento de la insurrección. Ante los titubeos que se manifestaban por parte de las eminencias del partido, le parecía la agitación que concatenaba formalmente la insurrección a la convocatoria del II Congreso de Soviets un retraso inadmisible, una concesión a la irresolución y a los irresolutos, una pérdida de tiempo, un verdadero crimen. A partir de fines de septiembre, reitera muchas veces este pensamiento.
“Existe en el Comité Central y entre los dirigentes del partido -escribe el 29 de septiembre- una tendencia, una corriente a favor de la espera del Congreso de los Soviets y contra la toma inmediata del Poder, contra la insurrección inmediata. Es menester combatir esta tendencia, esta corriente”. A comienzos de octubre, escribe aún: “Esperar es un crimen; aguardar al Congreso de Soviets es un formalismo infantil y absurdo, una traición a la Revolución”. En sus tesis para la Conferencia de Petrogrado del 8 de octubre, aduce: “Hay que luchar contra las ilusiones constitucionalistas y las esperanzas en el Congreso de Soviets; hay que renunciar a la intención de aguardar, cueste lo que cueste, a ese Congreso”. El 24 de octubre, escribe, en fin: “Claro está que cualquier retraso en la insurrección equivale ahora a la muerte”. Y más adelante: “La Historia no perdonará un retraso a los revolucionarios que pueden vencer hoy (y vencerán, de seguro), pero corren riesgo de perderlo todo si aguardan a mañana”.
Todas estas cartas, donde estaba forjada cada frase sobre el yunque de la Revolución, presentan un interés excepcional para caracterizar a Lenin y apreciar el momento. Las inspira el sentimiento de la indignación contra la actitud fatalista, expectante, socialdemócrata, menchevique, respecto a la Revolución considerada una especie de película sin fin. Si en general es el tiempo un factor importante de la política, se centuplica su importancia en la época de guerra y de revolución. No cabe la certeza de que se pueda hacer mañana lo que se puede hacer hoy. Hoy es posible sublevarse, derribar al enemigo, tomar el poder, y mañana quizá sea imposible. Pero tomar el poder supone modificar el curso de la Historia. ¿Es concebible que tamaño acontecimiento deba depender de un intervalo de veinticuatro horas? Claro que sí. Cuando se trata de la insurrección armada, no se miden los acontecimientos por el kilómetro de la política, sino por el metro de la guerra. Dejar pasar algunas semanas, algunos días, a veces un solo día sin más, equivale, en ciertas condiciones, a la rendición de la Revolución, a la capitulación. Sin las presiones, las críticas y las desconfianzas revolucionarias de Lenin, verosímilmente, no habría erguido su línea el partido en el momento decisivo, porque era muy fuerte la resistencia en altas esferas, y en la guerra civil, como en la guerra en general, desempeña siempre un primer papel el Estado Mayor.
Pero, al propio tiempo, es evidente que nos conferían ventajas inestimables la preparación de la insurrección, so capa de preparación del II Congreso de Soviets y la consigna de la defensa de tal Congreso. Desde que los del Soviet de Petrogrado anulamos la orden de Kerensky concerniente al envío de dos tercios de la guarnición al frente, nos hallábamos de hecho en estado de insurrección armada. Lenin, que a la sazón se encontraba fuera de Petrogrado, no hubo de apreciar esta realidad en toda su trascendencia. Por lo que recuerdo, no habló de ella en sus cartas de entonces. Sin embargo, ya estaba predeterminado el final de la insurrección del 25 de octubre, al menos en sus tres cuartas partes, desde el instante en que nos opusimos al alejamiento de la guarnición de Petrogrado, creamos el Comité Militar Revolucionario (7 de octubre), nombramos comisarios nuestros en todas las unidades e instituciones militares y con ello aislamos por completo al Estado Mayor de la circunscripción militar de la capital y el gobierno. En resumen, así teníamos una insurrección armada -aunque sin efusión de sangre- de los regimientos de Petrogrado contra el gobierno provisional, bajo la dirección del Comité Militar Revolucionario y con la consigna de preparación de la defensa del II Congreso de Soviets, que debía resolver la cuestión del poder.
Si aconsejó Lenin que la insurrección comenzara en Moscú, donde, según él, triunfaría sin efusión de sangre, fue porque, en su retiro, no tenía posibilidad de darse cuenta de la mudanza radical que se había producido no sólo en el estado de ánimo, sino también en las relaciones orgánicas, en toda la jerarquía militar, después de la sublevación “pacífica” de la guarnición de la capital a mediados de octubre. Desde que, por orden del Comité Militar Revolucionario, se negaron a salir de la ciudad los batallones, teníamos en la capital una insurrección victoriosa, apenas velada por los últimos jirones del Estado democrático burgués. La insurrección del 25 de octubre revistió un simple carácter complementario. Por eso se denotó tan indolora.
En Moscú, al revés, fue la lucha mucho más larga y más sangrienta, aunque ya estuviese instaurado en Petrogrado el poder del Consejo de Comisarios del Pueblo. Se impone la evidencia de que, si la insurrección hubiera comenzado en Moscú antes del golpe de fuerza de Petrogrado, habría sido de más larga duración aún, y su éxito, muy dudoso. Porque un fracaso en Moscú suscitaría en Petrogrado una grave repercusión. Por supuesto, aún con el plan de Lenin, no se hacía imposible la victoria; pero resultó mucho más económico, mucho más ventajoso el curso que siguieron los acontecimientos y deparó una victoria más completa.
Aprovechamos la coyuntura de hacer coincidir de modo más o menos exacto la toma del poder con el momento de la convocatoria del II Congreso de Soviets, únicamente porque ya era un hecho consumado en sus tres cuartas partes, sino en sus nueve décimas, la insurrección armada “silenciosa”, casi “legal”, en Petrogrado al menos. Era “legal” esta insurrección en el sentido de que surgió de las condiciones “normales” de la dualidad de poderes. Ya había ocurrido muchas veces al Soviet de Petrogrado, hasta cuando estaba en manos de los conciliadores, que inspeccionaría o modificaría las decisiones del gobierno. Era una manera de corresponder por entero a la constitución del régimen que la historia conocía con el nombre de “kerenskysmo”.
Cuando los bolcheviques hubimos obtenido mayoría en el Soviet de Petrogrado, no hicimos más que continuar y acentuar los métodos de dualidad del Poder. Nos encargamos de inspeccionar y revisar la orden del envío de la guarnición al frente. Así cubrimos con las tradiciones y los procedimientos de la dualidad del poder la insurrección efectiva de la guarnición de Petrogrado. Más aún: uniendo en nuestra agitación la cuestión del Poder y la convocatoria del II Congreso de Soviets, desarrollamos y profundizamos las tradiciones de esa dualidad de Poder y preparamos el terreno de la legalidad soviética para la insurrección bolchevique en toda Rusia.
No arrullábamos a las masas con ilusiones constitucionalistas soviéticas, porque, tras la consigna de la lucha por el II Congreso, ganábamos para nuestra causa y agrupábamos las fuerzas del ejército revolucionario. A la vez conseguimos, en mucha mayor escala de lo que esperábamos, atraer a nuestros enemigos los conciliadores a la celada de la legalidad soviética. Políticamente, siempre es peligroso valerse de astucias, sobre todo en época de revolución, pues resulta difícil engañar al enemigo y se corre riesgo de inducir a error a las masas que os sigan. Si prosperó por completo nuestra “astucia”, fue porque no comportaba una invención artificial de estratega ingenioso y deseoso de evitar la guerra civil, sino porque se desprendía por sí sola de la descomposición del régimen conciliador y de sus contradicciones flagrantes. El gobierno provisional quería desembarazarse de la guarnición. Los soldados no querían ir al frente. A este sentimiento natural le dimos una expresión política, un móvil revolucionario, una apariencia “legal”. Con ello nos aseguramos la unanimidad en el seno de la guarnición y ligamos estrechamente esta última a los obreros de Petrogrado. En cambio, dadas su situación desesperada y su pusilanimidad nuestros enemigos se inclinaban a tomar como artículo de fe a tal legalidad. Querían ser engañados, y les suministramos la ocasión con largueza.
Entre nosotros y los conciliadores se empeñaba una lucha por la legalidad soviética. Para las masas, los Soviets eran la fuente del Poder. De ellos habían salido Kerensky, Tseretelli, Skobelev. Pero también estábamos nosotros estrechamente ligados a los mismos por nuestra consigna fundamental de “Todo el Poder a los Soviets”. La burguesía derivaba su filiación de la Duma del Imperio. Los conciliadores tomaban la suya de los Soviets; pero pretendían reducir el papel de éstos a nada. De ellos procedíamos también nosotros, aunque para transmitirles el Poder. No querían romper con los tales sus lazos los conciliadores, de modo que se apresuraron a tender un puente entre la legalidad soviética y el parlamentarismo. A este efecto convocaron la Conferencia Democrática y crearon el Preparlamento. La participación de los Soviets en el Preparlamento sancionaba su acción hasta cierto punto. Los conciliadores trataban de embaucar la Revolución con el señuelo de la legalidad soviética para canalizarla en el parlamentarismo burgués.
Pero también nosotros teníamos interés en utilizar la legalidad en cuestión. Al final de la Conferencia Democrática arrancamos a los conciliadores su consentimiento para la convocatoria del II Congreso de Soviets. Este Congreso los puso en un apuro extremo. Porque no podían oponerse a su convocatoria sin romper con la tan invocada legalidad. Por otra parte, se daban cuenta perfectamente de que, en virtud de su composición, nada bueno les prometía el tal Congreso. Así, pues, validos de aquella, apelábamos con mayor insistencia a éste como al dueño de los destinos del país, y en toda nuestra propaganda invitábamos a apoyarlo y protegerlo contra los ataques inevitables de la contrarrevolución. Si los conciliadores nos atraparon en el terreno de la legalidad soviética con el Preparlamento procedente de los Soviets, nosotros, a nuestra vez, los atrapamos por medio del II Congreso de Soviets en el mismo terreno. Una cosa era organizar una insurrección armada con la consigna de conquista del Poder por el partido; pero prepararla y luego realizarla, invocando la necesidad de defender los derechos del Congreso de los Soviets, era otra cosa.
De suerte que, al querer que coincidiera la toma del Poder con el II Congreso de los Soviets, ni por asomo abrigábamos la cándida esperanza de que este Congreso pudiese resolver por sí aquella cuestión. Eramos ajenos en absoluto al fetichismo de la forma soviética. Para apoderarnos del Poder, llevábamos con actividad los trabajos en el dominio de la política, de la organización de la técnica militar. Pero encubríamos legalmente nuestra faena al remitirnos al próximo Congreso, que debía decidir la cuestión.
Mientras emprendíamos la ofensiva en toda la línea, simulábamos defendernos. Por el contrario, si el gobierno provisional hubiera querido defenderse en serio, habría tenido que prohibir la convocatoria del Congreso de Soviets y suministrar entonces a la parte adversa el pretexto de la insurrección armada, pretexto que para él era el más ventajoso. No sólo colocábamos al gobierno provisional en una situación política desventajosa, sino que adormecíamos su desconfianza. Los ministros creían seriamente que por nuestra cuenta se trataba del parlamentarismo soviético, de un nuevo Congreso donde se adoptaría una nueva resolución acerca del Poder, a la manera de las resoluciones acerca de los Soviets de Petrogrado y Moscú, después de lo cual, remitiéndose al Preparlamento y a la próxima Asamblea Constituyente, nos dejarían en ridículo. Tal era el pensamiento de los pequeños burgueses más razonables, y de ello tenemos una prueba incontestable en el testimonio de Kerensky.
Cuenta éste en sus recuerdos la discusión tempestuosa que, en la noche del 24 al 25 de octubre, tuvo con Dan y otros respecto a la insurrección que estaba ya en plena ejecución:
“Primero me declaró Dan -dice- que ellos estaban mucho mejor informados que yo, quien exageraba los acontecimientos bajo la influencia de las comunicaciones de mi ‘Estado Mayor reaccionario’. Luego me aseguró que la resolución de la mayoría del Soviet, resolución desagradable ‘para el amor propio del gobierno’, contribuiría indiscutiblemente a un cambio favorable del estado de ánimo de las masas; que ya se dejaba sentir su efecto, y que ahora ‘disminuiría con rapidez’ la influencia de la propaganda bolchevique”.
“Por otra parte, según él, los bolcheviques, en sus negociaciones con los líderes de la mayoría soviética, se habían declarado prontos a ´someterse a la voluntad de la mayoría de los Soviets´ y dispuestos a tomar ´desde mañana´ todas las medidas para sofocar la insurrección, que ´había estallado contra su deseo, y sin su sanción´”. Concluyó Dan insistiendo en que “desde mañana” (¡siempre mañana!) licenciarían los bolcheviques su Estado Mayor militar, y me declaró que todas las precauciones adoptadas por mí sólo servían para “exasperar” a las masas, porque, con mi “intromisión”, no hacía más que “impedir a los representantes de la mayoría de los Soviets triunfar en sus negociaciones con los bolcheviques sobre la liquidación de la insurrección”.
“Pues bien; en el momento de hacerme Dan esta notable comunicación, los destacamentos armados de la “guardia roja” ocupaban sucesivamente los edificios gubernamentales. Y casi a raíz de salir del Palacio de Invierno, Dan y sus compañeros, fue detenido en la Millionnaya el ministro de Cultos, Kartachev, que regresaba de la sesión del gobierno provisional, y conducido al Instituto Smolny, adonde había vuelto Dan para proseguir sus entrevistas con los bolcheviques. Hay que reconocer que estos obraron entonces con una gran energía y una habilidad consumada. Mientras estaba la insurrección en su apogeo y por toda la ciudad operaban las “tropas rojas”, algunos líderes bolcheviques, especialmente afectos a esta tarea, se esforzaban, no sin éxito, en engañar a los representantes de la “democracia revolucionaria”. Toda la noche se la pasaron estos redomados discutiendo sin tregua las diferentes fórmulas que, al decir de ellos, debían servir de base para una reconciliación y para liquidar la insurrección. Con este método de las “negociaciones” ganaron los bolcheviques un tiempo precioso en extremo para su causa. Y no se movilizaron a tiempo las fuerzas combativas de los socialistas revolucionarios y de los mencheviques. Que es lo que se trataba de demostrar”. (A. Kerensky, Desde lejos).
Esto es lo que se trataba de demostrar, en efecto. Conforme se ve, los conciliadores se dejaron coger por completo en la celada de la legalidad soviética. En cambio, es falsa la suposición de Kerensky, según la cual unos bolcheviques especialmente encargados de esta misión inducían a error a mencheviques y socialistas revolucionarias respecto a la liquidación próxima de la insurrección. En realidad, tomaron parte en las negociaciones aquellos bolcheviques que de veras querían liquidar la insurrección y constituir un Gobierno socialista sobre la base de un acuerdo entre los partidos. Pero, objetivamente, esos parlamentarios prestaron a la insurrección un buen servicio alimentando con sus ilusiones las del enemigo. Aún así, no pudieron prestar este servicio a la Revolución sino porque, a despecho de sus consejos y advertencias, el partido efectuaba y remataba la insurrección con una energía infatigable.
Para el éxito de esta amplia maniobra envolvente, se requería un concurso excepcional de circunstancias grandes y pequeñas. Ante todo, hacía falta un ejército que no quisiera ya batirse. Muy otro hubiera sido el desarrollo total de la Revolución, particularmente en el primer período, si no hubiéramos tenido, al llegar el momento oportuno, un ejército campesino de varios millones de hombres vencidos y descontentos. Sólo en estas condiciones era posible realizar de modo satisfactorio con la guarnición de Petrogrado la experiencia que predeterminaba la victoria de Octubre. No convendría erigir en ley tal combinación especial de una insurrección tranquila, casi inadvertida, con la defensa de la legalidad soviética contra los kornilovianos. Por el contrario, puede afirmarse con certeza que nunca se repetirá semejante experiencia en ninguna parte bajo la misma forma. Pero procede estudiarla con cuidado, porque su estudio ensanchará el horizonte de cada revolucionario, develándole la diversidad de métodos y medios susceptibles de ponerse en práctica, a condición de asignarse un móvil claro, de tener una idea precisa de la situación y el propósito de empeñar la lucha hasta el fin.
En Moscú se prolongó mucho más la insurrección y causó más víctimas. Lo explica hasta cierto punto el hecho de que la guarnición de la ciudad no hubiera sufrido una preparación revolucionaria como la guarnición de Petrogrado con el envío de batallones al frente.
En Petrogrado, repetimos, se efectuó la insurrección armada en dos veces: por la primera quincena de octubre, cuando los regimientos se negaron a cumplir la orden del comandante en jefe, sometiéndose a la decisión del Soviet, que respondía por completo a su estado de ánimo, y el 25 de octubre, cuando ya no se requería más que una pequeña insurrección complementaria para abatir al gobierno de Febrero.
En Moscú se hizo de una sola vez. He aquí, verosímilmente, la razón principal de que se dilatara. Pero había otra: cierta irresolución por parte de la dirección. En varias ocasiones, se pasó de las operaciones militares a las negociaciones, para volver luego a la lucha armada. Si por lo general resultan perjudiciales en política los titubeos del elemento directivo, titubeos que las tropas sienten muy a fondo, durante una insurrección se tornan un peligro mortal. A la sazón ha perdido ya confianza en sus propias fuerzas la clase dominante; pero aún tiene el aparato gubernamental en sus manos. La clase revolucionaria ha de llevar a cabo la tarea de apoderarse del aparato estatal; más, para eso, ha de confiar en sus propias fuerzas. Desde el momento en que el partido empuja a los trabajadores por la vía de la insurrección, debe de su acto extraer todas las consecuencias necesarias. A la guerre comme à la guerre (“La guerra es la guerra”). Bajo las condiciones de guerra menos que nunca pueden tolerarse las vacilaciones y las demoras. Todos los plazos son cortos. Al perder el tiempo, aunque no sea más que por unas horas, se devuelve a las clases dirigentes algo de confianza en sí mismas y se quita a los insurrectos una porción de su seguridad porque esta confianza, esta seguridad determina la correlación de fuerzas que decide el resultado de la insurrección. Bajo tal aspecto conviene estudiar paso a paso la marcha de las operaciones militares en Moscú según se combinaban con la dirección política.
De toda importancia sería señalar también algunos puntos donde se desarrolló la guerra civil en condiciones especiales: por ejemplo, cuando se complicaba con el elemento nacional. La naturaleza de un estudio así, basado en un examen minucioso de los hechos, enriquecería de manera considerable nuestro concepto del mecanismo de la guerra civil, y por ende, facilitaría la elaboración de ciertos métodos, reglas y procedimientos con un carácter lo suficientemente general para que se pudiera introducirlos en una especie de estatuto de la guerra civil.
El caso es que una buena proporción estaba prejuzgada en provincias por su resultado en Petrogrado, aunque se dilatara en Moscú. La revolución de Febrero hubo de perjudicar notablemente el antiguo aparato, y era incapaz de renovarlo y consolidarlo el gobierno provisional que lo había heredado. Así, pues, entre febrero y octubre no funcionaba más que por inercia burocrática el aparato estatal. Las provincias estaban habituadas a sumarse a Petrogrado: lo habían hecho en Febrero y de nuevo lo hicieron en Octubre. Era nuestra ventaja mayor la de que preparábamos el derrocamiento de un régimen que aún no había tenido tiempo de formarse. La extrema inestabilidad y la falta de confianza en sí del aparato estatal de Febrero facilitaron de modo singular nuestro trabajo, manteniendo la firmeza de las masas revolucionarias y del partido mismo.
En Alemania y Austria hubo una situación análoga después del 9 de noviembre de 1918. Pero allí la socialdemocracia tapó las brechas del aparato estatal y contribuyó al establecimiento del régimen burgués republicano que ni aún ahora puede considerarse un modelo de estabilidad, pero que cuenta ya seis años de existencia, a pesar de todo. Por lo que atañe a los demás países capitalistas, no tendrán esta ventaja, es decir, esta proximidad de la revolución burguesa y la revolución proletaria. Hace largo tiempo que han llevado a cabo su revolución de Febrero. Claro que en Inglaterra todavía quedan bastantes supervivencias feudales; pero no hay probabilidades de una revolución burguesa allí. En cuanto el proletariado inglés tome el Poder, del primer escobazo desembarazará al país de monarquía, lores, etcétera. La revolución proletaria en Occidente tendrá que habérselas con un Estado burgués enteramente formado. No quiere ello decir, empero, que tenga que habérselas con un aparato estable, porque la misma posibilidad de la insurrección proletaria presupone una disgregación bastante avanzada del Estado capitalista. Si entre nosotros fue la revolución de Octubre una lucha contra un aparato estatal que aún no había tenido tiempo de formarse desde Febrero, en otros países la insurrección tendrá contra ella un aparato estatal en trance de dislocación progresiva.
Como regla general, conforme hemos dicho en el IV Congreso de la Internacional Comunista, cabe suponer que sea mucho más fuerte que entre nosotros la resistencia de la burguesía en los antiguos países capitalistas, y el proletariado obtendrá con mayor dificultad la victoria. En cambio, la conquista del Poder le asegurará una situación mucho más firme, mucho más estable que la nuestra a raíz de Octubre. Entre nosotros no se desarrolló de veras la guerra civil hasta después de la toma del Poder por el proletariado en los principales centros urbanos e industriales, y duró los tres primeros años de existencia del poder soviético. Hay muchas razones para que en la Europa central y occidental cueste al proletariado más trabajo apoderarse del Poder; pero, después de conquistarlo, tendrá las manos mucho más libres que nosotros.
Evidentemente, sólo un carácter condicional pueden tener estas conjeturas. El desenlace de los acontecimientos dependerá en gran parte del orden en que se produzca la revolución en los diferentes países de Europa, de las posibilidades de intervención militar, de la fuerza económica y militar de la Unión Soviética en el momento. De cualquier modo, la eventualidad muy verosímil de que en Europa y América tropiece la conquista del Poder con una resistencia mucho más seria, mucho más encarnizada y reflexiva de las clases dominantes que la opuesta entre nosotros, nos obliga a considerar un arte la insurrección armada y la guerra civil en general.
Nuevamente, sobre los soviets y el partido en la Revolución Proletaria
En nuestro país, tanto en 1905 como en 1917, los Soviets de diputados obreros surgieron del movimiento mismo como su forma de organización natural a un cierto nivel de lucha. Pero los partidos jóvenes europeos que han aceptado más o menos los Soviets como “doctrina”, como “principio”, estarán siempre expuestos al peligro de un concepto fetichista de los mismos en el sentido de factores autónomos de la Revolución. Porque, a pesar de la inmensa ventaja que ofrecen como organismo de lucha por el Poder, es perfectamente posible que se desarrolle la insurrección sobre la base de otra forma orgánica (comités de fábricas, sindicatos) y que no surjan los Soviets como órgano del Poder sino en el momento de la insurrección o aún después de la victoria.
Desde este punto de vista, resulta muy instructiva la lucha que emprendió Lenin contra el fetichismo sovietista luego de las jornadas de Julio. Como en julio se tornaron los Soviets, dirigidos por socialistas revolucionarios y mencheviques, en organismos que impulsaban francamente a los soldados a la ofensiva y perseguían a los bolcheviques, podía y debía buscarse otros caminos al movimiento revolucionario de las masas obreras. Lenin indicaba los comités de fábricas como organismos de la lucha por el Poder. (Ver, por ejemplo, las memorias de Orjonikije*). Es muy probable que el movimiento hubiera seguido esta línea de conducta sin la sublevación de Kornilov, la cual obligó a los Soviets conciliadores a defenderse por sí y permitió a los bolcheviques insuflarles de nuevo el espíritu revolucionario, ligándolos bien a las masas por mediación de su izquierda, o sea del bolchevismo.
Tiene tal cuestión una inmensa importancia internacional, según lo ha demostrado la reciente experiencia de Alemania. En este país se crearon varias veces Soviets como órganos de la insurrección, del Poder... sin poder. Se dio el resultado de que en 1923 comenzara el movimiento de las masas proletarias y semiproletarias a agruparse alrededor de los comités de fábricas, que en el fondo ejecutaban las mismas funciones que las que entre nosotros incumbían a los Soviets en el período anterior a la lucha directa por el Poder. Sin embargo, en agosto y septiembre, propusieron algunos compañeros proceder inmediatamente a la creación de Soviets en Alemania. Tras de largos y ardientes debates se rechazó su propuesta, y con razón. Como ya se habían convertido los comités de fábricas en puntos efectivos de concentración de las masas revolucionarias, los Soviets habrían desempeñado en el período preparatorio un papel paralelo al de estos comités y no tendrían sino una forma sin contenido. Así, pues, no habrían hecho más que desviar el pensamiento de las tareas materiales de la insurrección (ejército, policía, centurias, ferrocarriles, etcétera) para volver a fijarlo en una forma de organización autónoma.
Por otra parte, la creación de Soviets como tales antes de la insurrección implicaría una especie de proclamación de guerra no seguida de efecto. El gobierno, que estaba obligado a tolerar los comités de fábricas, porque reunían en torno suyo masas considerables, se ensañaría contra los primeros Soviets como órgano oficial que intentara apoderarse del Poder. Los comunistas se habrían visto obligados a defender los Soviets como organismo. Entonces no tendría la lucha decisiva por móvil la conquista o la defensa de posiciones materiales, ni se desenvolvería en el momento escogido por nosotros, en el momento de dimanar necesariamente del movimiento de las masas la insurrección, y estallaría, a causa de una forma orgánica, a causa de los Soviets, en el momento escogido por el enemigo.
Ahora bien: es evidente que podía con pleno éxito subordinarse todo el trabajo preparatorio de la insurrección a la forma orgánica de los comités de fábricas, que ya habían tenido tiempo de convertirse en organismos de masas, que continuaban aumentando y fortaleciéndose a la vez que dejaban al partido en libertad para fijar la fecha de la insurrección. No cabe duda de que debieran surgir los Soviets en cierta etapa; pero sí es dudoso que, dadas las condiciones que acabamos de indicar, hubieran surgido en el fragor de la lucha como órganos directos de la insurrección, pues de ello podría provenir en el momento crítico una dualidad de dirección revolucionaria. Dice un proverbio inglés que no conviene cambiar de caballo cuando se cruza un torrente. Es posible que después de la victoria en las principales ciudades hubieran empezado a aparecer Soviets en todos los puntos del país. De cualquier modo, la insurrección victoriosa provocaría por necesidad la creación de ellos como órganos del poder.
Conviene no olvidar que entre nosotros ya habían surgido durante la etapa “democrática” de la revolución, que entonces habían sido legalizados hasta cierto punto, que los habíamos heredado luego nosotros, y que los habíamos utilizado. No ocurrirá lo mismo en las revoluciones proletarias de Occidente. Allí, en la mayoría de los casos, se crearán Soviets a instancia de los comunistas, y por consiguiente, serán órganos directos de la insurrección proletaria. Claro que no es imposible que se acentúe por demás la desorganización del aparato estatal burgués antes de que pueda el proletariado apoderarse del Poder, lo cual permitiría crear Soviets como órganos declarados de la preparación de la insurrección. Pero hay pocas probabilidades para que esta eventualidad constituya regla general. En el caso más frecuente, no se llegará a crearlos sino en los últimos días, como órganos directos de la masa pronta a insurreccionarse. Asimismo es muy posible, en fin, que surjan después del momento crítico de la insurrección y aún después de su victoria, como órganos del nuevo Poder. Importa tener siempre presente todas estas eventualidades para no caer en el fetichismo organizativo ni transformar los Soviets, de forma flexible y vital de lucha, en “principio” de organización introducido desde fuera en el movimiento y entorpeciendo su desarrollo regular.
Hace poco se ha declarado en nuestra prensa que no sabíamos por qué puerta entraría la revolución proletaria en Inglaterra, si por el partido comunista o por los sindicatos, conceptuando imposible decidirlo. Esta manera de plantear la cuestión, con miras de envergadura histórica, es radicalmente falsa y muy peligrosa, porque enturbia la principal lección de los últimos años. Si no ha existido allí una revolución victoriosa al final de la guerra es porque faltaba un partido, evidencia que se aplica a Europa entera. Podría comprobarse su justeza siguiendo paso a paso el movimiento revolucionario en diferentes países.
Por lo que atañe a Alemania, claro está que habría podido triunfar la Revolución en 1918 y en 1919, si la masa hubiera estado dirigida como conviene por el partido. En 1917, el ejemplo de Finlandia nos mostró cómo se desarrollaba allí el movimiento revolucionario en condiciones excepcionalmente favorables, so capa y con la ayuda militar directa de la Rusia revolucionaria. Pero era socialdemócrata la mayoría directiva del partido finlandés, e hizo fracasar la Revolución. De la experiencia de Hungría no se desprende con menos claridad una lección idéntica. En este país, no conquistaron el Poder los comunistas, aliados con los socialdemócratas de izquierda, sino que lo recibieron de manos de la burguesía espantada. Victoriosa sin batalla y sin victoria, desde luego se encontró la revolución húngara privada de una dirección combativa. El partido comunista se fusionó con el partido socialdemócrata, demostrando así que no era comunista de veras y que, por tanto, no obstante el espíritu combativo de los proletarios húngaros, era incapaz de conservar el Poder que había obtenido tan fácilmente. No puede triunfar la revolución proletaria sin el partido, fuera del partido o por un sucedáneo del partido. Tal es la principal enseñanza de los diez últimos años.
Los sindicatos ingleses pueden, en verdad, tornarse una palanca poderosa de la revolución proletaria y reemplazar a los mismos Soviets obreros, por ejemplo, en ciertas condiciones y durante cierto período. Pero no lo conseguirán sin el apoyo de un partido comunista, ni mucho menos contra él, y estarán imposibilitados de desempeñar esta misión hasta que en su seno la influencia comunista prepondere. Harto cara, para no retenerla íntegramente, hemos pagado tamaña lección acerca del papel y la importancia del partido en la revolución proletaria para renunciar tan ligeramente a ella o aún para menospreciar su significación.
En las revoluciones burguesas han desempeñado la conciencia, la preparación y el método, un papel mucho menor que el que están llamadas a desempeñar y desempeñan ya en las revoluciones del proletariado. La fuerza motriz de la revolución burguesa era también la masa; pero mucho menos consciente y organizada que ahora. Su dirección estaba en manos de las diferentes fracciones de la burguesía, que disponía de la riqueza, de la instrucción y de la organización (municipios, universidades, prensa, etcétera). La monarquía burocrática se defendía empíricamente, obraba al azar. La burguesía elegía el momento propicio para echar todo su peso social en el platillo de la balanza y apoderarse del Poder, explotando el movimiento de las masas populares.
Pero en la revolución proletaria no sólo implica el proletariado la principal fuerza combativa, sino también la fuerza dirigente con la personalidad de su vanguardia. Su partido es el único que puede en la revolución proletaria desempeñar el papel que en la revolución burguesa desempeñaban la potencia de la burguesía, su instrucción, sus municipios y universidades. Resulta tanto más importante este papel cuanto que se ha acrecentado de manera formidable la conciencia de clase de su enemigo. A lo largo de los siglos de su dominación la burguesía ha elaborado una escuela política incomparablemente superior a la de la antigua monarquía burocrática. Si para el proletariado ha constituido hasta cierto punto el parlamentarismo una escuela preparatoria de la Revolución, más ha constituido para la burguesía una escuela de estrategia contrarrevolucionaria. Basta a demostrarlo el hecho de que con el parlamentarismo haya educado la burguesía a la socialdemocracia, que ahora comporta el más poderoso baluarte de la propiedad privada. Conforme han enseñado las primeras experiencias, la época de la revolución social en Europa será una época de batallas, no ya implacables, sino razonadas, mucho más razonadas que las nuestras de 1917.
He aquí el motivo de que debamos abordar de manera completamente distinta que como se hace ahora las cuestiones de la guerra civil, y en particular, de la insurrección. A la zaga de Lenin, repetimos con frecuencia las palabras de Marx: “La insurrección es un arte”. Pero supone una frase vacía este pensamiento si no estudiamos los elementos esenciales del arte de la guerra civil sobre la base de la vasta experiencia acumulada durante estos años. Hay que confesar a las claras que nuestra indiferencia por los problemas relativos a la insurrección armada testimonia la fuerza considerable que todavía conserva entre nosotros la tradición socialdemócrata. De seguro sufrirá un fracaso el partido que considere de modo superficial las cuestiones de la guerra civil, con la esperanza de que se arreglará todo por sí solo en el momento necesario. Se impone estudiar colectivamente y asimilarse la experiencia de las batallas proletarias de 1917.
La ya esbozada historia de las agrupaciones del partido en 1917 representa asimismo una parte esencial de la experiencia de la guerra civil y tiene una importancia directa para la política de la Internacional Comunista. Hemos dicho, y lo repetimos, que en ningún caso puede ni debe el estudio de nuestras divergencias ser considerado un arma dirigida contra los compañeros que entonces practicaron una política errónea. Pero, por otra parte, sería inadmisible tachar en la historia del partido su capítulo más importante, únicamente porque a la sazón no marchaban todos sus componentes de acuerdo con la revolución del proletariado. Puede y debe el partido conocer todo su pasado para apreciarlo como convenga y puntualizar cada extremo. No se compone de reticencias la tradición de un partido revolucionario, sino de claridad crítica.
Al nuestro la historia le confirió incomparables ventajas revolucionarias. He aquí, en conjunto, lo que le ha dado un temple excepcional, una clarividencia superior, una envergadura revolucionaria sin ejemplo: sus tradiciones de la lucha heroica contra el zarismo; sus hábitos y procedimientos revolucionarios, ligados a las condiciones de la actividad clandestina; su elaboración teórica de la experiencia revolucionaria de toda la humanidad; su pugna contra el menchevismo, contra la corriente de los narodniki, contra el conciliacionismo; su experiencia de la revolución de 1905; su elaboración teórica de esta experiencia durante los años de la contrarrevolución; su examen de los problemas del movimiento obrero internacional desde el punto de vista de las lecciones de 1905. Y sin embargo, aún dentro de este partido tan bien preparado, o mejor dicho, en sus esferas dirigentes, al llegar el momento de la acción decisiva, se formó un grupo de viejos bolcheviques, revolucionarios expertos, que se opuso a la revolución proletaria, y que, durante el período más crítico de la revolución -de febrero de 1917 a febrero de 1918- adoptó en todas las cuestiones esenciales una postura socialdemócrata.
Para preservar de las consecuencias funestas de este estado de cosas al partido y a la Revolución, se requirió la influencia excepcional de Lenin. Esto es lo que no puede olvidarse, si queremos que aprendan algo en nuestra escuela los partidos comunistas de los demás países. La cuestión de la selección del personal directivo reviste una importancia excepcional para los partidos de la Europa occidental. Así lo enseña, entre otras, la experiencia de la quiebra de octubre de 1923 en Alemania. Pero ha de efectuarse tal selección con arreglo al principio de la acción revolucionaria...
En Alemania hemos tenido bastantes ocasiones de experimentar la valía de los dirigentes del partido en el momento de las luchas directas. Sin esta prueba, no hay elementos de juicio seguros. Durante el transcurso de estos últimos años, Francia ha tenido muchas menos convulsiones revolucionarias, siquiera limitadas. Sin embargo ha tenido algunas ligeras explosiones de guerra civil cuando el Comité directivo del partido y los dirigentes sindicales debían reaccionar en cuestiones urgentes e importantes, como, por ejemplo, el mitín sangriento del 11 de enero de 1924. El estudio atento de episodios de este género nos suministra datos inestimables que permiten apreciar las buenas cualidades de la dirección del partido, la conducta de sus jefes y de sus diferentes órganos. Irremisiblemente llevaría a la derrota no tomar en cuenta estos datos para la selección de los hombres, porque es imposible la victoria de la revolución proletaria sin una dirección perspicaz, resuelta y valerosa.
Todo partido, aún el más revolucionario, elabora inevitablemente su conservatismo orgánico. De no hacerlo, carecería de la estabilidad necesaria. Pero todo es cuestión de grados a este respecto. En un partido revolucionario, debe combinarse la dosis necesaria de conservatismo con la ausencia total de rutina, la flexibilidad de orientación y la audacia en la acción. Se comprueban mejor tales cualidades en los virajes históricos. Hemos visto antes como decía Lenin que, cuando sobrevenía un cambio brusco de situación, y por tanto, de tareas, los partidos, aun los más revolucionarios, continuaban a menudo en su posición anterior y de ahí que se tornaran o amenazaran tornarse un freno para el desarrollo revolucionario. El conservatismo del partido, igual que su iniciativa revolucionaria, encuentran su expresión más concentrada en los órganos directivos. Pues bien: todavía tienen que efectuar los partidos comunistas europeos su viraje más brusco, aquel por el cual pasarán del trabajo preparatorio a la toma del Poder. Es tal viraje el que exige más cualidades, impone más responsabilidades y resulta más peligroso. Desperdiciar el momento oportuno implica para el partido el desastre mayor que pueda sufrir.
Considerada a favor de nuestra propia experiencia, la experiencia de las batallas de los últimos años en Europa, y principalmente en Alemania, nos enseña que hay dos categorías de jefes propensos a hacer retroceder al partido en el momento de convenirle dar el mayor salto adelante. Los unos tienden a ver más que nada las dificultades, los obstáculos, y a apreciar cada situación con la idea preconcebida, inconsciente a veces, de esquivar la acción. En ellos, el marxismo se vuelve un método que sirve para establecer la imposibilidad de la acción revolucionaria. Representaban los ejemplares más característicos de este tipo de jefes los mencheviques rusos. Pero no se limita este tipo al menchevismo, y en el momento más crítico, se revela dentro del partido más revolucionario entre los militantes que ocupan los más altos puestos. Los representantes de la otra categoría son agitadores superficiales. No ven los obstáculos mientras no tropiezan con ellos de frente. Cuando llega el momento de la acción decisiva, transforman inevitablemente en impotencia y pesimismo su costumbre de eludir las dificultades reales haciendo juegos malabares de palabras.
Para el primer tipo, para el revolucionario mezquino que se contenta con ínfimas ganancias, las dificultades de la conquista del Poder no constituyen sino la acumulación y la multiplicación de todas las que están habituados a hallar en su camino. Para el segundo tipo, para el optimista superficial, siempre surgen de repente las dificultades de la acción revolucionaria. En el período preparatorio observan conducta diferente estos dos hombres: el uno parece un escéptico con quien es imposible contar firmemente desde el punto de vista revolucionario; por el contrario, el otro puede semejar un revolucionario ardoroso. Pero en el momento decisivo ambos van tomados de la mano para erguirse contra la insurrección. Sin embargo, no tiene valor todo el trabajo preparatorio sino en la medida en que capacita al partido y sobre todo a sus órganos directivos para determinar el momento de la insurrección y dirigirla. Porque la tarea del partido comunista consiste en la toma del Poder con objeto de proceder a la reconstrucción de la sociedad.
En estos tiempos se ha hablado y escrito con frecuencia respecto a la necesidad de “bolchevizar” la Internacional Comunista. Se trata, en efecto, de una tarea urgente, indispensable, cuya proclamada necesidad hácese sentir de modo más imperioso aún después de las terribles lecciones que el año pasado nos diera en Bulgaria y en Alemania. El bolchevismo no es una doctrina, o no es sólo una doctrina, sino un sistema de educación revolucionaria para llevar a cabo la revolución proletaria. ¿Qué significa bolchevizar los partidos comunistas? Significa educarlos y seleccionar en su seno un equipo dirigente, de modo que no flaqueen al llegar el momento de su revolución de Octubre. “Esto es todo Hegel, la sabiduría de los libros y el significado de toda filosofía...”
Dos palabras acerca de este ensayo
La primera fase de la revolución “democrática” abarca desde la de Febrero a la crisis de abril y su solución del 6 de mayo, con la creación de un gobierno de coalición en el cual participaban los mencheviques y los narodniki. No tomó parte en los acontecimientos de esta primera fase el autor de la presente obra, porque no llegó a Petrogrado hasta el 5 de mayo, víspera de la constitución del gobierno de coalición. En los artículos escritos desde América se hace luz sobre la Revolución y sus perspectivas. Creo que, en cuanto tienen de esencial, concuerdan con el análisis que de ella ha dado Lenin en sus Cartas desde lejos.
Desde el día de mi llegada a Petrogrado, trabajé de completo acuerdo con el Comité Central de los bolcheviques. Huelga añadir que apoyé de lleno la teoría de Lenin sobre la conquista del Poder por el proletariado. En lo que concierne a los campesinos, no me separó la menor disensión de él, quien terminaba entonces la primera etapa de su lucha contra los bolcheviques de la derecha, que ostentaban la consigna de la “dictadura democrática de obreros y campesinos”. Hasta mi adhesión formal al partido, tomé parte en la elaboración de una serie de decisiones y documentos del mismo. El único motivo que me indujo a retrasar mi adhesión tres meses, fue el deseo de acelerar la fusión de los bolcheviques con los mejores elementos del organismo “interdepartamental”, y en general, con los internacionalistas revolucionarios. Propugné esta política con entero asentimiento de Lenin.
Al redactar esta obra me ha saltado a la vista cierta frase de un artículo mío de entonces a favor de la unificación, frase con la cual señalaba, en materia organizativa, “el estrecho espíritu de círculo” de los bolcheviques. Claro que algunos pensadores tan profundos como Sorin no dejarán de relacionar directamente esta frase con las divergencias de miras acerca del párrafo I del estatuto. No siento la necesidad de entablar una discusión sobre el particular ahora que de palabra y de hecho he reconocido mis magnas culpas en materia organizativa. Pero el lector menos prevenido se explicará de manera mucho más sencilla y directa, por las condiciones concretas del momento, lo que la expresión tenga de precipitada. Todavía conservaban los obreros interdepartamentales una desconfianza muy grande respecto a la política organizadora del Comité de Petrogrado. En mi artículo repliqué lo siguiente: “Aún existe el espíritu de circulo herencia del pasado; pero, para que disminuyera, deben cesar los interdepartamentales de llevar una existencia aislada, aparte”.
Mi “propuesta” al Primer Congreso de Soviets, puramente polémica, de formar un gobierno con una docena de Piechekonov, fue interpretada -creo que por Sujanov*- como exteriorización de una inclinación personal, y al propio tiempo como una táctica distinta de la de Lenin. Eso es un absurdo, sin duda.
Al exigir nuestro partido que tomaran el Poder los Soviets dirigidos por los mencheviques y los socialistas revolucionarios, “exigía” con ello un ministerio compuesto de individuos como Piechekonov. En resumen, no había ninguna diferencia fundamental entre Piechekonov, Tchernov y Dan; todos podían servir lo mismo para facilitar la transmisión del Poder de la burguesía al proletariado. Quizás conociera un poco mejor aquél la estadística y diese la impresión de un hombre algo más práctico que Tseretelli o Tchernov. Una docena de Piechekonov equivalía a un gobierno compuesto de representantes ordinarios de la pequeña burguesía democrática en vez de la coalición.
Cuando las masas petersburguesas, dirigidas por nuestro partido, adoptaron la consigna de “¡Abajo los diez ministros capitalistas!”, exigían de modo tácito que ocupasen el lugar de éstos los mencheviques y los narodniki. “Apelad a los kadetes y tomad el Poder, señores demócratas burgueses; poned en el gobierno a doce Piechekonov, y os prometemos desalojaros de vuestros puestos lo más “pacíficamente” posible en cuanto suene la hora. Y no ha de tardar en sonar”. No cabe hablar entonces de una línea de conducta especial. Mi línea de conducta era la que había formulado Lenin en tantas ocasiones...
Considero necesario subrayar la advertencia hecha por el camarada Lentsner, editor de este volumen. Como él mismo lo señala, la mayoría de los discursos contenidos en este volumen fueron tomados no de versiones taquigráficas sino de informes suministrados por periodistas de la prensa conciliadora, semiignorantes y semi-maliciosos. Un rápido examen de varios documentos de esta clase me hicieron rechazar la decisión de corregirlos y complementarlos. Que permanezcan tal cual están. Son también, a su manera, documentos de la época, aunque emanados “de la otra parte”.
Este volumen no hubiera aparecido sin la competente y cuidadosa labor del camarada Lentsner -que recopiló también las notas- y de sus colaboradores, camaradas Heller, Krijanovsky, Rovensky e I. Rumer.
Aprovecho la oportunidad para expresarles mi gratitud. Como así también para destacar el enorme trabajo de preparación de este volumen así como de otros libros, realizado por mi más estrecho colaborador, M. S. Glazman. Termino estas líneas con el más profundo sentimiento de pesar ante la trágica desaparición de este magnífico camarada, hombre y trabajador.