¡Eres mísera y opulenta,
Eres vigorosa e impotente,
Madrecita Rusia!
La historia de la humanidad está dando en nuestros días uno de los virajes mayores y más difíciles, uno de esos virajes de inmensa significación que podríamos calificar, sin exagerar lo más mínimo, de liberadora universal. Es el viraje de la guerra a la paz; de la guerra entre fieras, que envían al matadero a millones de trabajadores y explotados en aras de un nuevo reparto del botín saqueado por los bandoleros más fuertes, a la guerra de los oprimidos contra los opresores por sacudirse el yugo del capital; un viraje del abismo de sufrimientos, torturas, hambre y barbarie al futuro luminoso de la sociedad comunista, al bienestar general y la paz duradera. No es extraño que en los tramos más cerrados de tan brusco viraje, cuando alrededor se rompe y desmorona lo viejo con ruido y estrépito infernales, y nace lo nuevo entre sufrimientos indescriptibles, haya quien sienta vértigo, quien se desespere, quien busque escapatoria de la realidad, a veces demasiado amarga, y quiera salvarse al amparo de una frase bonita y atractiva.
A Rusia le ha tocado en suerte ver con singular claridad y sufrir con especial intensidad y dolor el más brusco zigzag de la historia, que vuelve la espalda al imperialismo para orientarse hacia la revolución comunista. En unos cuantos días hemos destruido una de las monarquías más viejas, Poderosas, bárbaras y feroces. En unos cuantos meses hemos recorrido toda una serie de etapas de conciliación con la burguesía y desvanecimiento de las ilusiones pequeñoburguesas, etapas que han durado decenas de años en otros países. En unas cuantas semanas, después de derrocar a la burguesía hemos aplastado en guerra civil su resistencia abierta. El bolchevismo ha cruzado en marcha triunfal nuestro inmenso país del uno al otro confín. Hemos llevado la libertad y a una vida independiente a los sectores más pobres de las masas trabajadoras oprimidas por el zarismo y la burguesía. Hemos instaurado y consolidado la República Soviética, nuevo tipo de Estado, incomparablemente elevado y democrático que las mejores repúblicas parlamentarias burguesas. Hemos implantado la dictadura del proletariado, apoyada por los campesinos pobres, y hemos iniciado un sistema de transformaciones socialistas de gran alcance. Hemos despertado la fe en sus propias fuerzas y encendido el fuego del entusiasmo en millones de obreros de todos los países. Hemos lanzado en todas partes el llamamiento a la revolución obrera internacional. Hemos desafiado a los bandidos imperialistas de todos los países.
Y en unos cuantos días nos ha echado por tierra una fiera imperialista, que nos ataco, al vernos desarmados y nos ha obligado a firmar una paz increíblemente dura y humillante, que es un tributo por habernos atrevido a librarnos de la férrea tenaza de la guerra imperialista, aunque sólo sea por un plazo brevísimo. La fiera aplasta, estrangula y despedaza a Rusia con tanta mayor saña cuanto más amenazador se yergue ante ella el fantasma de la revolución obrera en su propio país.
Nos hemos visto obligados a firmar una paz de “Tilsit”. No tenemos por qué engañarnos nosotros mismos. Hay que tener el valor de mirar cara a cara a la verdad, amarga y desnuda. Hay que medir por completo, hasta el fondo, ese abismo derrota, desmembramiento, vasallaje y humillación al que nos han empujado hoy. Cuanto más claro lo comprendamos, tanto más firme y templado estará el acero de nuestra voluntad de liberación, de nuestro anhelo de salir del vasallaje y de alzarnos nuevamente a la independencia, nuestra firme decisión de lograr a toda costa que Rusia deje de ser mísera y débil para convertirse en vigorosa y opulenta en el pleno sentido de la palabra.
Puede serlo porque, a pesar de todo, aún nos quedan extensión y riquezas naturales suficientes para proveer a todos y a cada uno de medios de subsistencia, si no en abundancia, por lo menos en cantidad suficiente. Tenemos los recursos precisos -en riquezas naturales, reservas de fuerzas humanas y el magnífico impulso que la gran revolución ha dado a la energía creadora del pueblo- para hacer una Rusia vigorosa y opulenta de verdad.
Y Rusia lo será si desecha todo desaliento y toda fraseología; si, apretando los dientes, reúne todas sus fuerzas; si pone en tensión cada nervio y cada músculo; si comprende que la salvación sólo es posible siguiendo el camino de la revolución socialista internacional que hemos emprendido. Seguir adelante por ese camino sin que las derrotas depriman nuestro ánimo; edificar piedra a piedra los sólidos cimientos de la sociedad socialista; trabajar sin desmayo para crear una disciplina y una autodisciplina, para fortalecer en todo momento y lugar la organización, el orden, la eficiencia, la colaboración armónica de las fuerzas de todo el pueblo, la contabilidad y el control general de la producción y distribución de los productos: tal es la senda que conduce a crear el poderío militar y el poderío socialista.
No es digno de un verdadero socialista engallarse o dejarse llevar de la desesperación por haber sufrido una grave derrota. No es cierto que no tengamos salida y nos veamos forzados a elegir entre una muerte “sin gloria” (desde el punto de vista de un hidalgo), como lo es una paz durísima, y una muerte “gloriosa” en lucha sin perspectiva. No es cierto que hayamos hecho traición a nuestros ideales o a nuestros amigos, al firmar una paz de “Tilsit”. No hemos hecho traición a nada ni a nadie; no hemos canonizado ni encubierto ninguna mentira. No nos hemos negado a ayudar en todo lo que podíamos, con todo lo que estaba a nuestro alcance, a ningún amigo y compañero de fatigas. Un jefe militar que conduce a la profunda retaguardia del país los restos de un ejército que ha sido derrotado o ha huido presa del pánico, un jefe militar que, en caso extremo, protege este repliegue, aceptando la paz más dura y humillante, no traiciona por ello a las unidades a las que está imposibilitado de prestar ayuda y que ha quedado cortadas por el enemigo. Ese jefe militar cumple con su deber, al elegir el único procedimiento para salvar lo que aún puede salvarse, al no aceptar aventuras ni ocultar al pueblo la amarga verdad, “al entregar terreno para ganar tiempo”, al aprovechar toda tregua, por mínima que sea, para reagrupar sus fuerzas, para permitir que el ejército, enfermo de descomposición y desmoralización pueda cobrar aliento o restablecerse.
Hemos firmado una paz de “Tilsit”. Cuando Napoleón I obligó a Prusia, en 1807, a firmar la paz de Tilsit, el conquistador había destrozado todos los ejércitos de los alemanes, ocupó la capital y todas las ciudades importantes, implantó su policía, obligó a los vencidos a proporcionarle cuerpos auxiliares para emprender nuevas guerras de rapiña, desmembró a Alemania y concluyó alianzas con unos Estados alemanes contra otros Estados alemanes. Y a pesar de todo, incluso después de semejante paz, el pueblo alemán se mantuvo firme, supo reagrupar sus fuerzas, erguirse y conquistar su derecho a la libertad y a la independencia.
Para cuantos quieran y sepan razonar, el ejemplo de la paz de Tilsit (que fue sólo uno de los muchos tratados y humillantes impuestos a los alemanes en aquella época) muestra con claridad cuán pueril e ingenua es la idea de que una paz durísima representa en todas las circunstancias un abismo de perdición y de que la guerra es la senda del heroísmo y de la salvación. Las épocas de guerras nos enseñan que la paz ha desempeñado más de una vez en la historia el papel de tregua para acumular fuerzas con vistas a nuevas batallas. La paz de Tilsit fue para Alemania una gran humillación; pero fue también, a la vez, un viraje hacia un grandioso resurgimiento nacional. La situación histórica no permitía entonces a ese resurgimiento otra salida que la del Estado burgués. Por entonces, hace más de cien años, la historia la hacían un puñado de nobles y pequeños grupos de intelectuales burgueses, en tanto que las masas de obreros y campesinos permanecían amodorradas o dormidas. En virtud de eso, la historia sólo podía transcurrir a la sazón con una lentitud espantosa.
Hoy, el capitalismo ha elevado a un nivel muchísimo más alto la cultura en general y la cultura de las masas en particular. Con sus inauditos horrores y sufrimientos, la guerra ha sacudido a las masas, las ha despertado. La guerra ha dado un impulso a la historia, que avanza en nuestros días con la velocidad de una locomotora. La historia la hacen ahora millones y decenas de millones de hombres. El capital ha madurado ahora para el socialismo.
Por tanto, si Rusia marcha hoy y -eso es indiscutible- de una paz de “Tilsit” al resurgimiento nacional, a la gran guerra patria la salida para ese resurgimiento no es la que conduce al Estado burgués, sino la que lleva a la revolución socialista internacional. Somos defensistas desde el 25 de octubre de 1917. Somos partidarios de “la defensa de la patria”; pero la guerra patria hacia la que nos encaminamos es una guerra la patria socialista, por el socialismo como patria una guerra por la República Soviética como destacamento del ejército mundial del socialismo.
“¡Odia al alemán, muera el alemán!”: tal ha sido y sigue siendo la consigna del patriotismo corriente, es decir, del patriotismo burgués. Pero nosotros diremos: “¡Odia a los bandidos imperialistas, odia al capitalismo, muera el capitalismo!” Y al mismo tiempo: “¡Aprende del alemán! ¡Sé fiel a la alianza fraternal con los obreros alemanes! Se han retrasado en acudir en nuestra ayuda. Pero nosotros ganaremos tiempo, los esperaremos, y ellos vendrán en nuestra ayuda”.
Sí, ¡aprende del alemán! La historia hace zigzags y da rodeos. Las cosas han ocurrido de manera que son precisamente los alemanes quienes encarnan hoy, al mismo tiempo que un imperialismo feroz, los principios de la disciplina, de la organización, de la colaboración metódica que se basa en la industria mecanizada más moderna, un control y una contabilidad rigurosísimos.
Y eso es precisamente lo que nos falta. Eso es precisamente lo que tenemos que aprender. Eso es precisamente lo que necesita nuestra gran revolución para poder pasar, a través de una serie de duras pruebas, del comienzo triunfal al final victorioso. Eso es precisamente lo que necesita la República Socialista Soviética de Rusia para dejar de ser mísera e impotente, para convertirse en vigorosa y opulenta por siempre.