La carta que os escribo hoy debí haberla escrito hace ya largo tiempo, el día mismo en que los “dieciséis” fueron masacrados en los sótanos de la Lubianka de acuerdo con las órdenes del “Padre de los Pueblos” .

Entonces guardé silencio. Tampoco elevé mi voz para protestar en ocasión de los asesinatos que siguieron, y ese silencio hace gravitar sobre mí una pesada responsabilidad. Mi falta es grande, pero me esforzaré por repararla lo más pronto posible, con el fin de aliviar mi conciencia.

Hasta entonces marché a vuestro lado, pero ya no daré un paso más en vuestra compañía. ¡Nuestros caminos se separan! ¡El que se calla hoy se convierte en cómplice de Stalin y traiciona la causa de la clase obrera y del socialismo!

Lucho por el socialismo desde los veinte años. En los umbrales de la cuarentena, y en lo sucesivo, no quiero vivir por los favores de un Ejov.

Quedan detrás de mí dieciséis años de trabajo clandestino. Es algo, pero me quedan aún bastantes fuerzas para comenzar todo de nuevo. Pues se trata de “empezar todo de nuevo”, de salvar el socialismo. Hace ya mucho tiempo que la lucha está entablada. Deseo ocupar mi sitio en ella.

El estruendo organizado alrededor de los aviadores que sobrevolaron el Polo tiene como objeto acallar los gritos y los gemidos de las víctimas torturadas en la Lubianka, en Svobodnaya, en Minsk, en Kiev, en Leningrado, en Tiflis. Esos esfuerzos son inútiles. La palabra, la palabra de la verdad es más fuerte que el estrépito de los más poderosos motores.

¡Cierto que los ases de la aviación conmoverán el corazón de las señoras americanas y de la juventud de los dos continentes intoxicada por el deporte, más fácilmente que nosotros en el intento de conquistar la opinión internacional y de conmover la conciencia del mundo! Que nadie se equivoque, no obstante: la verdad se abrirá camino, el día de la verdad está más cercano, mucho más cercano de lo que piensan los señores del Kremlin. El día en que el socialismo internacional juzgará los crímenes cometidos en el curso de los diez últimos años, está próximo. Nada será olvidado, nada será perdonado. La historia es severa: “el jefe genial, el padre de los pueblos, el sólido socialismo” dará cuenta de sus actos: la derro-ta de la revolución china, el plebiscito rojo , el aplastamiento del proletariado alemán, el socialfascismo y el frente popular, las confidencias a míster Howard , el idilio enternecido con Laval: ¡todas ellas historias a cual más insólitas!

Ese proceso será público y con testigos, una multitud de testigos, muertos o vivos: hablarán todos una vez más, pero esta vez para decir la verdad, toda la verdad. Comparecerán todos esos inocentes destruidos y calumniados, y el movimiento obrero internacional los rehabilitará a todos, ¡a esos Kámenev, Mratchkovski, Smirnov, Mouralov, Drobnis, Serebriakov, Mdivani, Okoudjana, Rakovski y Andrés Nin, todos esos “espías y provocadores, todos esos agentes de la Gestapo y saboteadores!”

Para que la Unión Soviética y el movimiento obrero internacional en su conjunto no sucumban definitivamente bajo los golpes de la contrarrevolución abierta y del fascismo, el movimiento obrero debe desembarazarse de Stalin y del estalinismo. Esa mezcla del peor de los oportunismos —un oportunismo sin principios—, de sangre y de mentiras, amenaza emponzoñar el mundo entero y aniquilar los restos de movimiento obrero.

¡Lucha sin tregua contra el estalinismo! ¡No al frente popular, sí a la lucha de clases! Tales son las tareas imperativas de la hora. ¡Abajo la mentira del “socialismo en un solo país”! ¡Volvamos al internacionalismo de Lenin!

Ni la II ni la III Internacional son capaces de llevar a cabo esta misión histórica: desintegradas y corruptas, sólo sirven para evitar el combate de la clase obrera; sólo sirven como auxiliares a las fuerzas policíacas de la burguesía ironías de la historia: en otro tiempo, la burguesía echaría de sus filas a los Cavaignac y a los Galliffet, a los Trepov y a los Wrangel. Hoy, bajo la “gloriosa dirección” de las internacionales, son los propios proletarios los que asumen el cometido de verdugos de sus camaradas. La burguesía puede dedicarse plácidamente a sus negocios; “el orden y la tranquilad” reinan por doquier: hay todavía individuos como Noske y Ejov. Stalin es su jefe y Feuchwanger, su Homero.

No puedo más. Recobro mi libertad. Vuelvo a Lenin, a su enseñanza y a su acción.

Pretendo consagrar mis humildes fuerzas a la causa de Lenin: ¡Quiero combatir, pues solamente nuestra victoria —la victoria de la revolución proletaria— liberará a la Humanidad del capitalismo y a la Unión Soviética del estalinismo!

¡Adelante hacia nuevos combates por el socialismo y la revolución proletaria! ¡Por la construcción de la IV Internacional!

LUDWIG  (IGNACIO REISS)

17 julio 1937

PD —En 1928 fui condecorado con la Orden de “La Bandera Roja”, por servicios a la revolución proletaria. Adjunto os envío esta condecoración. Sería contrario a mi dignidad el llevarla al mismo tiempo que los verdugos de los mejores representantes de la clase obrera rusa. (Izvestia ha publicado en el curso de los dos últimos meses listas de nuevos condecorados, cuyas funciones han sido púdicamente silenciadas: son los ejecutores de las penas de muerte).