6 de agosto de 1928

Querido camarada Valentinov:

En sus “Meditaciones sobre las masas”, fechadas el 8 de julio, examinando el problema de la “actividad” de la clase obrera, trata usted una cuestión fundamental, la de la conservación por parte del proletariado de su papel dirigente en nuestro Estado. Aunque todas las reivindicaciones de la Oposición tiendan a este objetivo, estoy de acuerdo con usted en cuanto a que no se ha dicho todo acerca de esta cuestión. Hasta ahora, la hemos examinado siempre en relación al conjunto de la toma y conservación del poder político, cuando, para arrojar más luz sobre ella, se hubiera debido tratarla por separado, como una cuestión especial con un valor propio. En el fondo, los mismos acontecimientos se han encargado de colocarla en un primer plano.

La Oposición conservará siempre, como uno de sus méritos respecto al Partido, del que nada puede despojarla, el haber dado la alarma, en el momento oportuno, sobre la terrible decadencia del espíritu de actividad de las masas trabajadoras y sobre su indiferencia creciente acerca del destino de la dictadura del proletariado y del Estado soviético.

Lo que caracteriza la oleada de escándalos recientemente desvelados, lo que constituye su mayor peligro, es precisamente esta pasividad de las masas (pasividad aún mayor entre las masas comunistas que entre los sin partido) en relación a las manifestaciones de despotismo sin precedente que se han producido. Han habido obreros testigos de ellas, pero las han dejado pasar sin protestar o se han limitado a murmurar un poco por temor a los que estaban en el poder o por indiferencia política. Desde el asunto de Chubarovsk (para no remontarnos más lejos) hasta los abusos de Smolensk, de Artiemovsk, etc., se oye constantemente la misma monserga: “Ya lo sabíamos desde hace algún tiempo...”

Robos, prevaricaciones, violencias, sobornos, increíbles abusos de poder, despotismo ilimitado, borrachera, disipación: de todo esto se habla como de hechos ya conocidos, no desde hace meses sino años, y también como de cosas que todo el mundo tolera sin saber por qué.

No hace falta que diga que cuando la burguesía mundial vocifera sobre los vicios del Estado soviético podemos ignorarla con tranquilo desprecio. Conocemos de sobra la pureza moral de los gobiernos y parlamentos burgueses de todo el mundo. Pero no son ellos los que debemos tomar por modelos. En nuestro caso, se trata de un Estado obrero. Nadie puede hoy ignorar los terribles estragos de la indiferencia política en la clase obrera.

Por añadidura, la cuestión de las causas de esta indiferencia y de los medios para eliminarla se revela esencial.

Pero esto nos obliga a tratarla de una forma fundamental, científica, sometiéndola a un análisis en profundidad. Un fenómeno semejante merece que le concedamos toda nuestra atención.

Las explicaciones que da usted de él son, indudablemente, correctas: cada uno de nosotros las ha expuesto ya en sus discursos; en parte, han encontrado ya un sitio en nuestra plataforma. Sin embargo, estas interpretaciones y los remedios propuestos para salir de esta penosa situación han tenido y siguen teniendo un carácter empírico; se refieren a los casos particulares y no resuelven el fondo de la cuestión.

En mi opinión, esto se ha producido porque la cuestión misma es una cuestión nueva. Hasta ahora, hemos sido testigos de numerosos casos en que el espíritu de iniciativa de la clase obrera se ha debilitado y ha descendido hasta el punto de alcanzar el nivel de la reacción política. Pero estos ejemplos se nos habían presentado, tanto aquí como en el extranjero, en un período en que el proletariado luchaba aún por la conquista del poder político.

No podíamos tener un ejemplo de descenso del ardor del proletariado en una época en que poseyera ya el poder, por la sencilla razón de que nuestro caso es el primero en la historia en que la clase obrera haya conservado el poder durante tanto tiempo.

Hasta ahora sabíamos qué podía ocurrirle al proletariado, es decir, cuáles podían ser las oscilaciones de su estado de ánimo, mientras es una clase oprimida y explotada; pero sólo ahora podemos, en base a hechos, evaluar los cambios de su estado de ánimo cuando toma en sus manos la dirección.

Esta posición política (la de clase dirigente) no carece de peligros. No me refiero ahora a las dificultades objetivas derivadas del conjunto de las condiciones históricas, del cerco capitalista en el exterior y de la presión pequeño burguesa en el interior del país. No, se trata de las dificultades inherentes a toda nueva clase dirigente, que son consecuencia de la misma toma del poder y de su ejercicio, de la capacidad o incapacidad de servirse de él.

Estas dificultades, naturalmente, seguirían existiendo hasta cierto punto aunque admitiéramos, por un momento, que el país estuviera habitado tan sólo por masas proletarias y el exterior constituido tan sólo por Estados proletarios. Estas dificultades podrían llamarse los “peligros profesionales” del poder.

Sin duda, la situación de una clase que lucha por la toma del poder y la de una clase que detenta el poder son distintas. Repito que cuando hablo de peligros no estoy pensando en las relaciones con las demás clases, sino en aquellos que se crean entre las filas de la misma clase victoriosa.

¿Qué representa una clase que pasa a la ofensiva? Un máximo de unidad y cohesión. El espíritu de oficio o de camarilla, sin hablar ya de los intereses personales, pasa a segundo plano. Toda la iniciativa está en manos de la misma masa militante y de su vanguardia revolucionaria, ligada orgánicamente a esta masa de la forma más íntima.

Cuando una clase toma el poder, una parte de ella se convierte en agente de este poder. Así surge la burocracia. En un Estado socialista, donde la acumulación capitalista está prohibida por los miembros del partido dirigente, esta diferencia empieza por ser funcional, y luego se convierte en social. Estoy pensando ahora en la posición social de un comunista que tiene a su disposición un automóvil, un buen apartamento, vacaciones regulares, y que percibe el salario máximo autorizado por el Partido; posición que difiere de la del comunista que trabaja en las minas de carbón con un salario de 50 a 60 rublos mensuales. Es lo que se refiere a los obreros y empleados, ya sabe usted que están divididos en dieciocho categorías distintas.

Otra consecuencia es que algunas funciones desempeñadas antes por el Partido en su conjunto, por la clase en su conjunto, se han convertido ahora en atribuciones del poder, es decir, de tan sólo cierto número de personas de este partido y esta clase.

La unidad y la cohesión que antes eran consecuencia natural de la lucha de clase revolucionaria no pueden ya conservarse más que mediante un sistema de medidas orientadas a preservar el equilibrio entre los diferentes grupos de esta clase y este partido y a subordinar estos grupos al objetivo fundamental.

Pero esto constituye un proceso largo y delicado. Consiste en educar políticamente a la clase dominante de manera que se capacite para regir el aparato estatal, el partido y los sindicatos, para controlar y dirigir estos organismos.

Se trata, lo repito, de una cuestión de educación. Ninguna clase ha venido al mundo poseyendo el arte de gobernar. Este arte sólo se adquiere por la experiencia, gracias a los errores cometidos, es decir, extrayendo las lecciones de los errores que uno mismo comete. Ninguna Constitución soviética, así fuera ideal, puede asegurar a la clase obrera el ejercicio sin obstáculos de su dictadura y su control gubernamental si el proletariado no sabe utilizar los derechos que la Constitución le otorga.

Es un hecho histórico la ausencia de armonía entre las capacidades políticas de una clase determinada, su habilidad administrativa y las formas jurídicas constitucionales que establece a su modo después de la toma del poder. Esto puede observarse en la evolución de todas las clases; también, en parte, en la historia de la burguesía. La burguesía inglesa, por ejemplo, libró distintas batallas, no sólo para rehacer la Constitución de acuerdo con sus propios intereses sino también para estar en condiciones de sacar provecho de sus derechos, en particular de su derecho al voto plenamente y sin obstáculos. La novela de Charles Dickens Pickwick Papers contiene distintas escenas de la época del constitucionalismo inglés en la que el grupo dirigente, secundado por su aparato administrativo, volcaba en la cuneta la diligencia que llevaba a las urnas a los electores de la oposición para que no pudieran llegar a tiempo para votar.

Este proceso de diferenciación es totalmente natural en la burguesía triunfante o a punto de serlo. Está en efecto constituida, considerándola en el más amplio sentido del término, por una serie de agrupamientos e incluso de clases económicas. Conocemos la existencia de la gran burguesía, de la media y de la pequeña. Sabemos que existe una burguesía financiera, una burguesía comercial, una burguesía industrial y una burguesía agraria. Como resultado de determinados acontecimientos, como guerras y revoluciones, se efectúan reagrupamientos en las filas de la burguesía misma; aparecen nuevas capas que se ponen a desempeñar un papel que les es propio, como, por ejemplo, los propietarios, los compradores de bienes nacionales, los llamados nuevos ricos, que aparecen después de todas las guerras de cierta duración. Durante la Revolución Francesa, en el período del Directorio, estos nuevos ricos constituyeron uno de los factores de la reacción.

En términos generales, la historia de la victoria en Francia del Tercer Estado, en 1789, es enormemente instructiva. Ante todo, el propio Tercer Estado era enormemente heterogéneo. Englobaba a todos los que no pertenecían ni a la nobleza ni al clero; comprendía pues no sólo a todas las variedades de la burguesía, sino también a los obreros y a los campesinos pobres. No fue sino gradualmente, después de una larga lucha, de intervenciones armadas repetidas una y otra vez, que el Tercer Estado obtuvo, en 1792, la posibilidad legal de participar en la administración del país. La reacción política, que empezó antes ya de Thermidor, consistió en que el poder empezó a pasar tanto formal como efectivamente a manos de un número cada vez más restringido de ciudadanos. Poco a poco, primero por la fuerza de las cosas y después legalmente, las masas populares fueron eliminadas del gobierno del país.

Cierto que ahí la presión de la reacción se hizo sentir ante todo en las costuras que unían en un conjunto los fragmentos de las clases que constituían el Tercer Estado. Cierto también que si examinamos un determinado agrupamiento de la burguesía no nos ofrece unos contornos de clase tan vivos como, por ejemplo, los que separan a la burguesía del proletariado, es decir, dos clases que desempeñan papeles completamente distintos en la producción.

Además, en el curso de la Revolución Francesa, en su período de decadencia, el poder intervino no sólo para eliminar, siguiendo las líneas de diferenciación, a grupos sociales que ayer aún marchaban juntos y estaban unidos por el mismo objetivo revolucionario, sino que también desintegró a masas sociales más o menos homogéneas. Por especialización funcional, la clase dada destacaba de sus filas a los círculos de los altos funcionarios; ahí está el resultado de fisuras que se convirtieron, gracias a la presión de la contrarrevolución, en anchos abismos. Fue como consecuencia de ello que la misma clase dominante engendró contradicciones en el curso de la lucha.

Los contemporáneos de la Revolución Francesa, los que tomaron parte en ella y, más aún, los historiadores de la época siguiente, se preocuparon por el problema de las causas de la degeneración del partido jacobino.

Robespierre puso repetidamente en guardia a sus partidarios ante las consecuencias que podía comportar la intoxicación del poder. Les advirtió que, al detentar el poder, no debían hacerse demasiado presuntuosos, “ponerse huecos”, como decía él, o, como diríamos ahora, estar infectados de “vanidad jacobina”. Pero como veremos más adelante el propio Robespierre contribuyó en gran medida a dejar escapar el poder de manos de la pequeña burguesía apoyada en los obreros parisinos.

No citaremos ahora los datos proporcionados por los contemporáneos acerca de las distintas causas de descomposición del partido de los jacobinos, como, por ejemplo, su tendencia a enriquecerse, su participación en los contratos, los abastecimientos, etc. Lo que haremos es mencionar un hecho extraño y muy conocido: la opinión de Babeuf según la cual la caída de los jacobinos estuvo enormemente facilitada por las damas nobles de las que tanto se habían encaprichado. Se dirigía a los jacobinos en estos términos: “¿Qué estáis haciendo, plebeyos pusilánimes?¡Hoy os estrechan en sus brazos, mañana os estrangularán!” (Si en la época de la Revolución Francesa hubieran habido automóviles, nos hubiéramos encontrado también con el factor del “harén-automóvil”, que, según señala el camarada Sosnovski, ha desempeñado un papel muy importante en la formación de la ideología de nuestra burocracia de los soviets y del partido.)

Pero lo que desempeñó el papel más importante en el aislamiento de Robespierre y el Club de los Jacobinos, lo que los separó completamente de las masas de los obreros y los pequeños burgueses, fue, además de la liquidación de todos los elementos de izquierda, empezando por los enragés, los hebertistas y los chaumettistas (en general, de toda la Commune de París), la eliminación gradual del principio electoral y su sustitución por el principio de los nombramientos.

El envío de comisarios a los ejércitos o a las ciudades donde la contrarrevolución levantaba la cabeza no era sólo legítimo, sino indispensable. Pero cuando Robespierre empezó, poco a poco, a reemplazar a los jueces y los comisarios de las distintas secciones de París que, hasta entonces, habían sido elegidos igual que los jueces; cuando empezó a nombrar a los presidentes de los comités revolucionarios, llegando hasta sustituir por funcionarios a toda la dirección de la Commune, no podía, con todas estas medidas, sino reforzar a la burocracia y aniquilar la iniciativa popular.

Así pues, el régimen de Robespierre, en vez de desarrollar la actividad revolucionaria de las masas, ya oprimidas por la crisis económica, y, sobre todo, por la crisis de alimentos, no hizo más que agravar el mal y facilitar la tarea de las fuerzas antidemocráticas.

Pumas, presidente del tribunal revolucionario, se quejó a Robespierre de no poder encontrar jurados para el tribunal por no querer nadie cumplir esta función.

Pero el propio Robespierre experimentó sobre sí mismo esta indiferencia de las masas parisinas cuando, el 10 de Thermidor, le hicieron atravesar las calles de París, herido y sangrante, sin ningún temor de que las masas populares intervinieran en favor del dictador de ayer.

Evidentemente, sería ridículo atribuir la caída de Robespierre y la derrota de la democracia revolucionaria al principio de los nombramientos.

Sin embargo, aceleró sin lugar a dudas la acción de los demás factores. Entre ellos, el papel decisivo lo desempeñaron las dificultades de abastecimiento, provocadas en gran medida por dos años de malas cosechas (así como también por las perturbaciones consecutivas a la transformación de la gran propiedad rural de la nobleza en pequeña explotación campesina), por el alza constante de los precios del pan y de la carne, por el hecho de que los jacobinos no quisieran, al principio, recurrir a medidas administrativas para contener la codicia de los campesinos ricos y los especuladores. Cuando por fin se decidieron, bajo la presión de las masas, a hacer que se votara la ley del máximo, esta ley, operando en las condiciones de mercado libre y de producción capitalista, no podía, inevitablemente, actuar más que como un paliativo.

Pasemos ahora a la realidad en la que vivimos.

Pienso que es necesario ante todo señalar que cuando empleamos expresiones como “el Partido” o “las masas” no debemos perder de vista el contenido que la historia de los últimos diez años ha introducido en estos términos.

La clase obrera y el Partido, no ya físicamente, sino moralmente, no son ya lo que eran hace diez años. No exagero al decir que el militante de 1917 difícilmente se reconocería en el militante de 1928. Se ha producido un cambio profundo en la anatomía y en la fisiología de la clase obrera.

En mi opinión, es necesario que concentremos la atención en el estudio de las modificaciones en los tejidos y en sus funciones. El análisis de los cambios acontecidos deberá mostramos la manera de salir de la situación creada. No pretendo presentar ahora este análisis; me limitaré a tan sólo algunas observaciones.

Cuando se habla de la clase obrera, es necesario encontrar respuesta a una serie de preguntas; por ejemplo:

¿Cuánta es la proporción de los obreros empleados actualmente en nuestra industria que han ingresado en ella después de la Revolución, y cuál la proporción de los que trabajaban antes en ella?

¿Cuál es el porcentaje de los que en otro tiempo participaron en el movimiento revolucionario, tomaron parte en huelgas, fueron deportados, encarcelados, o estuvieron en la guerra con el Ejército Rojo?

¿Cuánta es la proporción de obreros empleados en la industria que trabajan en ella sin interrupción? ¿Cuántos entre ellos trabajan tan sólo accidentalmente?

¿Cuál es el porcentaje en la industria de los elementos semiproletarios, semicampesinos, etc?

Si descendemos y penetramos en las profundidades del proletariado, el semiproletariado y las masas trabajadoras en general, nos encontraremos con partes enteras de la población a las que apenas se hace caso entre nosotros. No me refiero únicamente a los desempleados, que constituyen un peligro creciente que, en cualquier caso, ha sido claramente señalado por la Oposición. Pienso en las masas reducidas a la mendicidad o semipauperizadas, las cuales, debido a lo irrisorio de los subsidios estatales, se encuentran al borde del pauperismo, del robo y de la prostitución.

No podemos imaginarnos cómo vive la gente, a veces a unos pocos pasos de nosotros. A veces nos topamos con fenómenos de los que ni siquiera hubiéramos podido sospechar la existencia en un Estado soviético y que nos dan la impresión de haber descubierto súbitamente un abismo. No se trata de defender la causa del poder de los Soviets invocando el hecho de que no ha conseguido desembarazarse de la triste herencia del régimen zarista y capitalista. No; pero en nuestra época, bajo nuestro régimen, descubrimos la existencia, en el cuerpo de la clase obrera, de grietas en las que la burguesía podría introducir cuñas.

En un período determinado, bajo el régimen burgués, la parte consciente de la clase obrera arrastraba tras ella a esta masa numerosa, incluyendo a los semivagabundos. La caída del régimen capitalista debía comportar la liberación de todo el proletariado. Los elementos semivagabundos hacían responsables de su situación a la burguesía y al Estado capitalista, y consideraban que la revolución debía aportar un cambio en su condición. Ahora estas gentes están lejos de sentirse satisfechas: su situación no ha mejorado, o apenas lo ha hecho. Empiezan a mirar con hostilidad el poder de los Soviets y la parte de la clase obrera que trabaja en la industria. Se convierten sobre todo en enemigos de los funcionarios de los Soviets, del Partido y de los sindicatos. A veces se les oye hablar de los elementos encumbrados de la clase obrera como de la “nueva nobleza”.

No me detendré ahora en la diferenciación introducida por el poder en el seno del proletariado, y que he calificado más arriba de “funcional”. La función ha modificado el órgano mismo; es decir, la psicología de los que se encargan de las distintas tareas de dirección en la administración y la economía del Estado ha cambiado hasta tal punto que no sólo objetiva, sino también subjetivamente, no sólo material, sino también moralmente, han dejado de pertenecer a esta misma clase obrera. Así, por ejemplo, un director de fábrica que se comporte como un “sátrapa” a pesar de ser comunista, a pesar de su origen proletario, a pesar de que hace pocos años aún trabajaba en la fábrica, no encarnará, a los ojos de los obreros, las mejores cualidades del proletariado. Molotov puede divertirse colocando un signo de igualdad entre la dictadura del proletariado y nuestro Estado con sus degeneraciones burocráticas y, por añadidura, con las bestias de Smolensk, los estafadores de Tashkent y los aventureros de Artiemovsk. Con ello no consigue más que desacreditar al Estado obrero sin por ello desarmar el legítimo descontento de los obreros.

Pasando al partido mismo, a todos los matices que encontramos en la clase obrera hay que añadir los tránsfugas de las demás clases. La estructura social del partido es mucho más heterogénea que la del proletariado. Siempre ha sido así, con la diferencia, naturalmente, de que cuando el partido tenía una vida ideológica intensa fundía este amalgama social en una única aleación gracias a la lucha de una clase revolucionaria en acción.

Pero el poder, tanto en el partido como en la clase obrera, es causa de la misma diferenciación que revela las costuras entre las diferentes capas sociales.

La burocracia de los Soviets y del Partido constituye un hecho de un orden nuevo. No se trata de casos aislados, de fallos en la conducta de algún camarada, sino más bien de una nueva categoría social a la que debería dedicarse todo un tratado.

En relación al proyecto de programa de la Internacional Comunista escribí a León Davidovich, entre otras cosas:

“En lo que respecta al capítulo IV (el período de transición). La manera en que se formula el papel de los Partidos Comunistas en el período de la dictadura del proletariado es bastante floja. Sin duda alguna, esta forma vaga de hablar del papel del partido respecto a la clase obrera y el Estado no es producto del azar. La antítesis con la democracia burguesa se indica claramente, pero no se dice una sola palabra para explicar qué debe hacer el partido para realizar concretamente esta democracia proletaria. “Atraer a las masas y hacerlas participar en la construcción”, "reeducar su misma naturaleza"”

 

(Bujarin se recrea desarrollando este último punto, entre otros, y especialmente en relación con la revolución cultural):” son afirmaciones exactas desde el punto de vista de la historia y se las conoce desde hace tiempo; pero quedan reducidas a banalidades si no se introduce en ellas la experiencia acumulada en diez años de dictadura del proletariado.”

“Aquí es donde se plantea la cuestión de los métodos de dirección, que desempeñan tan importante papel.”

“Pero a nuestros dirigentes no les gusta hablar de esto, por temor a que no se evidencie que ellos mismos están lejos aún de haber "reeducado su propia naturaleza”.

Si yo tuviera que escribir un proyecto de programa para la Internacional Comunista, dedicaría mucho espacio, en este capítulo (el período de transición), a la teoría de Lenin sobre el Estado durante la dictadura del proletariado y al papel del Partido y de su dirección en la creación de una democracia proletaria, tal como hubiera debido ser, y no de una burocracia de los Soviets y del Partido como la que existe actualmente.

El camarada Preobrazhenski ha prometido consagrar a la burocracia soviética un capítulo especial en su libio Las conquistas de la dictadura del proletariado en el año XI de la Revolución. Espero que no olvide el papel de la burocracia del Partido, que desempeña en el Estado soviético un papel mucho más importante que su hermana de los Soviets. Le he expresado mi esperanza de que estudie este fenómeno sociológico específico en todos sus aspectos. No hay folleto comunista que, al narrar la traición de la social- democracia alemana el 4 de agosto de 1914, no señale al mismo tiempo el papel determinante desempeñado por las cimas burocráticas del Partido y los sindicatos en la historia de la caída de ese partido.

Por otro lado, muy poco se ha dicho, y aun en términos muy generales, acerca del papel desempeñado por nuestra burocracia de los Soviets y el Partido en la desagregación del Partido y del Estado soviético. Este es un fenómeno sociológico de primera importancia que, sin embargo, no puede entenderse ni abarcarse en todo su alcance si no se examinan las consecuencias que ha tenido al cambiar la ideología del Partido y de la clase obrera.

Usted pregunta: ¿qué ha pasado con el espíritu de actividad revolucionaria del Partido y de nuestro proletariado? ¿Dónde ha ido a parar su iniciativa revolucionaria? ¿Dónde están sus intereses ideológicos, su valentía revolucionaria, su orgullo proletario? Le sorprende a usted que haya tanta apatía, tanta cobardía, pusilanimidad, arribismo y tantas otras cosas que yo mismo podría añadir. ¿Cómo es posible que hombres con un pasado revolucionario estimable, cuya honestidad personal está fuera de duda, que en distintas ocasiones han dado pruebas de su fidelidad a la revolución, se hayan transformado en lamentables burócratas? ¿De dónde sale esa horrible “Smerdiakovstchina”* de la que habla Trotsky en su carta sobre las declaraciones de Krestinski y de Antonov-Ovseenko?

Mas, si bien puede contarse con que tránsfugas de la burguesía y la pequeña burguesía, intelectuales, o, hablando en general, “individuos”, tengan deslices desde el punto de vista de las ideas y de la moralidad, ¿cómo explicar el mismo fenómeno cuando se trata de la clase obrera? Muchos camaradas han constatado el hecho de su pasividad y no pueden ocultar su decepción.

Cierto que otros camaradas han visto, durante determinada campaña de recolección del trigo, síntomas de una robusta salud revolucionaria que demuestran que los reflejos de clase están vivos aún en el Partido. Muy recientemente, el camarada Isdhenko me ha escrito (o, para ser exactos, ha escrito en unas tesis que debe haber enviado también a otros camaradas) que la recolección del trigo y la autocrítica se deben a la resistencia de la sección proletaria de la dirección del Partido.

Por desgracia, debemos decir que no es exacto. Estos dos hechos son resultado de una maniobra tramada por las altas esferas y no se deben a la presión de la crítica de los obreros; es por razones políticas y, a veces, por razones de grupo, o, me atrevería a decir, de fracción, que una parte de las cimas del Partido sigue esta línea. Sólo puede hablarse de una presión proletaria, la que está dirigida por la Oposición. Pero esta presión, hay que decirlo claramente, no ha sido suficiente para mantener a la Oposición dentro del Partido; es más, no ha logrado cambiar su política.

Estoy de acuerdo con León Davidovich cuando demuestra, mediante una serie de ejemplos irrefutables, el papel revolucionario verdadero y positivo que determinados movimientos revolucionarios han desempeñado a través de su derrota: la Comuna de París, la insurrección de diciembre de 1905 en Moscú. La primera garantizó el mantenimiento de la forma republicana de gobierno en Francia; la segunda abrió el camino de la reforma constitucional en Rusia. Sin embargo, los resultados de estas derrotas conquistadoras son de corta duración si una nueva oleada revolucionaria no los refuerza.

Lo más lamentable es que no se produce ningún reflejo por parte del Partido y de la masa. Durante dos años se ha desarrollado una lucha excepcionalmente dura entre la Oposición y las altas esferas del Partido; y en el curso de los dos últimos meses se han dado acontecimientos que hubieran debido abrir los ojos a los más ciegos. Sin embargo, nadie hasta ahora tiene la impresión de que las masas del Partido hayan intervenido.

Resulta pues comprensible el pesimismo de algunos camaradas, pesimismo que también siento latir en sus preguntas.

Cuando Babeuf salió de la cárcel de l'Abbaye y echó un vistazo a su alrededor, se preguntó qué había pasado con el pueblo de París, con los obreros de los faubourgs Saint-Antoine y Saint-Marceau, con los que el 14 de julio habían tomado la Bastilla, el 10 de agosto de 1792 las Tunerías, y habían sitiado la Convención el 30 de mayo de 1793, sin hablar ya de otras intervenciones armadas. Resumió sus observaciones en una sola frase en la que se siente la amar-gura del revolucionario: “Es más difícil reeducar al pueblo en el amor a la Libertad que conquistarla”.

Hemos visto ya por qué el pueblo de París olvidó la atracción de la Libertad. El hambre, el desempleo, la liquidación de los cuadros revolucionarios (muchos dirigentes habían sido guillotinados), la eliminación de las masas de la dirección del país, todo ello trajo un cansancio moral y físico de las masas tan grande que el pueblo de París y del resto de Francia necesitó treinta y siete años de descanso antes de empezar otra revolución.

Babeuf formuló su programa en pocas palabras (me refiero a su programa de 1794): “La libertad es una comuna elegida”.

Debo confesar ahora una cosa: nunca me hice ilusiones en cuanto a que bastara con que los líderes de la Oposición se presentaran en las asambleas del Partido y en las reuniones obreras para que las masas se pasaran al lado de la Oposición. Consideré siempre semejantes esperanzas, que venían sobre todo de los dirigentes de Leningrado, como una especie de supervivencia del período en que confundían las ovaciones y los aplausos oficiales con una expresión del verdadero sentir de las masas y los atribuían a su imaginaria popularidad.

Iré todavía más lejos: esto explica, en mi opinión, el vuelco brusco de su conducta.

Pasaron a la oposición con la esperanza de tomar rápidamente el poder. Fue con este objeto que se unieron a la Oposición de 1923. Cuando un miembro del “grupo sin líderes” reprochó a Zinoviev y Kámenev el haber abandonado a su aliado Trotsky, Kámenev contestó: “Necesitábamos a Trotsky para gobernar; para volver al Partido, es un peso muerto”.

Sin embargo, el punto de partida, el supuesto previo, hubiera debido ser que la obra de la educación del Partido y de la clase obrera es una tarea larga y difícil, y que lo es tanto más cuanto que ante todo deben limpiarse los espíritus de todas las impurezas introducidas en ellos por la práctica de los Soviets y del Partido y por la burocratización de estas instituciones.

No debemos perder de vista que la mayoría de los miembros del Partido (sin hablar ya de los jóvenes comunistas) tiene la más errónea de las concepciones acerca de las tareas, las funciones y la estructura del Partido, es decir, tienen la concepción que la burocracia les enseña con su ejemplo, con su conducta práctica y con sus fórmulas estereotipadas. Entre los obreros que han ingresado en el Partido después de la guerra civil la mayoría lo han hecho después de 1923 (la promoción de Lenin), y no tienen ni idea de qué era antes el régimen de partido.

La mayoría de ellos carece de esa educación revolucionaria de clase que se adquiere en la lucha, en la vida, en la práctica consciente. Antes, esta conciencia de clase se obtenía en la lucha contra el capitalismo. Hoy debe formarse en la participación en la construcción del socialismo. Pero al haber nuestra burocracia convertido esta participación en una frase vacía, los obreros no pueden adquirir esta educación en ninguna parte. Excluyo, naturalmente, como un medio anormal de educar a la clase, el hecho de que nuestra burocracia, haciendo bajar los salarios reales, empeorando las condiciones de trabajo, favoreciendo el desarrollo del desempleo, empuja a la lucha a los obreros y eleva su conciencia de clase; pero entonces esta conciencia es hostil al Estado socialista.

Según la concepción de Lenin y de todos nosotros, la tarea de la dirección del Partido consiste precisamente en preservar al Partido y a la clase obrera de la influencia corruptora de los privilegios, los favores y las tolerancias inherentes al poder debido a su contacto con los restos de la antigua nobleza y de la pequeña burguesía; hubiera sido necesario precaverse contra la influencia nefasta de la NEP, contra la tentación de la ideología y la moral burguesas.

También esperábamos que la dirección del Partido creara un nuevo aparato, realmente obrero y campesino, nuevos sindicatos realmente proletarios, una nueva moral de la vida cotidiana.

Hay que reconocerlo francamente, claramente, en voz alta e inteligible: el aparato del Partido no ha realizado esta tarea. Ha mostrado la más completa incompetencia en esta doble tarea de preservación y educación. Ha hecho bancarrota. Es insolvente.

Hace mucho tiempo que estábamos convencidos, y los últimos ocho meses hubieran debido demostrarlo a todos, de que la dirección del Partido avanzaba por el camino más peligroso. Y prosigue en la misma dirección.

Los reproches que le hacemos no se refieren, por así decirlo, al aspecto cuantitativo de su trabajo, sino principalmente al aspecto cualitativo. Este punto debe subrayarse, porque si no nos veremos sumergidos otra vez en cifras relativas a los éxitos innumerables y totales logrados por los aparatos del Partido y los Soviets. Es la hora de poner fin de una vez a esta charlatanería estadística.

Abramos las actas del XV Congreso del Partido. Leamos el informe de Kossior sobre la actividad organizativa. ¿Con qué nos encontramos? Cito textualmente: “El prodigioso desarrollo de la democracia en el Partido... La actividad organizativa del Partido se ha ampliado enormemente.”

Y luego, claro está, para reforzar todo esto, cifras, cifras y más cifras. Y eso se decía cuando en los archivos del Comité Central había documentos que demostraban la terrible desintegración de los aparatos del Partido y los Soviets, la asfixia de todo control de masas, la opresión espantosa, las persecuciones, el terror especulando sobre la vida y la existencia de militantes y obreros.

Así es como la Pravda del 11 de abril caracteriza a nuestra burocracia: “Elementos arribistas, hostiles, perezosos e incompetentes se dedican a echar al otro lado de las fronteras de la URSS a los mejores inventores soviéticos, a menos que se aseste un fuerte golpe contra estos elementos, con toda nuestra fuerza, con toda nuestra determinación, con todo nuestro valor.”

Sin embargo, conociendo a nuestra burocracia, no me sorprendería oír a alguien hablando otra vez del desarrollo “enorme” y “prodigioso” de la actividad de las masas y del Partido, del trabajo organizativo del Comité Central implantando la democracia.

Estoy convencido de que la burocracia del Partido y de los Soviets que existe actualmente seguirá cultivando en torno suyo, con el mismo éxito, abscesos supurantes, a pesar de los resonantes juicios del mes pasado. Esta burocracia no cambiará porque se la someta a una depuración.

No niego, naturalmente, la utilidad relativa y la necesidad absoluta de tal depuración. Quiero simplemente subrayar que no se trata tan sólo de una cuestión de cambio de personal, sino ante todo de un cambio de métodos.

En mi opinión, la primera condición para hacer capaz a la dirección de nuestro Partido de ejercer un papel educador consiste en reducir la dimensión y las funciones de esta misma dirección. Las tres cuartas partes del aparato deberían licenciarse. Las tareas de la cuarta parte restante deberían tener límites estrictamente determinados. Lo mismo debería aplicarse a las tareas, las funciones y los derechos de los organismos centrales.

Los miembros del Partido deben recobrar sus derechos pisoteados y obtener garantías válidas contra el despotismo al que nos han acostumbrado los círculos dirigentes.

Es difícil imaginar qué ocurre en los niveles inferiores del Partido. Ha sido en la lucha contra la Oposición, sobre todo, donde se ha manifestado la mediocridad ideológica de estos cuadros, así como la influencia corruptora que ejercen sobre las masas proletarias del Partido. Así como en las cimas existía aún cierta línea ideológica, aunque mezclada, indudablemente, con una fuerte dosis de mala fe, en los niveles inferiores se empleó contra la Oposición la más desenfrenada demagogia. Los agentes del Partido no vacilaron en recurrir al antisemitismo, la xenofobia, el odio contra los intelectuales, etc. He llegado al convencimiento de que cualquier reforma del Partido que se apoye en la burocracia se revelará utópica.

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Voy a resumir: percibo, igual que usted, la falta de espíritu de actividad revolucionaria en las masas del Partido, pero yo no veo en este fenómeno nada de sorprendente. Es resultado de todos los cambios que se han producido en el Partido y en el mismo proletariado. Es necesario reeducar a las masas trabajadoras y a las masas del Partido en el marco del Partido y de los sindicatos. Este fenómeno es por sí mismo largo y difícil, pero es inevitable, y ya ha empezado. La lucha de la Oposición, la expulsión de cientos de cientos de camaradas, los encarcelamientos, las deportaciones, no han contribuido mucho todavía a la educación comunista de nuestro Partido, pero, de cualquier modo, sus efectos han sido mayores que los de todo el aparato en su conjunto. En el fondo, estos dos factores no pueden compararse: el aparato ha dilapidado el capital del Partido que Lenin nos legó, de manera no sólo inútil, sino perniciosa. Ha demolido mientras la Oposición construía.

Hasta aquí, he razonado mediante “abstracción”, partiendo de los hechos de nuestra vida económica y política que han sido analizados en la Plataforma de la Oposición. Lo he hecho deliberadamente, ya que mi tarea era la de subrayar los cambios que se han producido en la composición y en la psicología del poder mismo. Estos hechos han dado quizá un carácter unilateral a mi exposición. Pero sería difícil, sin proceder a este análisis preliminar, comprender el origen de los errores económicos y políticos cometidos por nuestra dirección en lo referente a los campesinos y los problemas de la industrialización, el régimen interior del Partido y, finalmente, la administración del Estado.

Reciba un saludo comunista.

Àstrakàn, 6 de agosto de 1928.